domingo, 22 de diciembre de 2019

FRÁGILES


La primera vez que conté a alguien que había padecido abusos en la infancia yo tenía 20 años, y la persona que me escuchaba era una de mis mejores amigas. Nos conocíamos desde niñas, habíamos ido juntas al instituto, y además había sufrido maltrato intrafamiliar, por lo que mi confianza en ella estaba garantizada. Lo cierto es que no me decepcionó, pues fue sensible y empática conmigo, pero al despedirme de ella tuve la certeza de que no se lo contaría nunca a nadie más, excepto tal vez a algún terapeuta o a mis padres.

¿El motivo? Entre otras cosas, me daba miedo quedar estigmatizada a ojos de los demás. Que a partir de entonces para esas personas yo llevara siempre un cartel en la frente en el que, luciendo letras escarlatas, se leyera “VÍCTIMA”, con todo lo que eso podía conllevar, que no era otra cosa, básicamente, que el peligro de que me considerasen débil, ya fuera para volver a abusar de mí o para tenerme lástima.

Pero no esa lástima que nace de la compasión y de las ganas de ayudar, sino otro tipo de sentimiento que empequeñece a quien lo inspira, porque consiste en mirarle como si fuera inferior, menos capaz de salir adelante y de sobrevivir, o de solucionar sus propios problemas. Siempre me ha provocado mucho rechazo la idea de generar esa visión en otras personas, así que he procurado mostrarme fuerte, principalmente ante quienes conocían hechos de mi vida como el acoso escolar, lo que explico en la entrada "Los supervivientes y el sexo II", o los abusos en la infancia. Tenía miedo de que pensaran que todo me pasaba a mí, y que, por tanto, eso significaba que yo era o débil o mentirosa (porque creyeran que me lo estaba inventando).

Hace poco, después de compartir mi última entrada (“El violador no eres tú”) con una amiga también superviviente, ésta opinó que me había olvidado de una de las razones por las que los ASI no hablamos: el temor al estigma social, a ser considerados víctimas. En su caso, sufrió malos tratos y abusos sexuales intrafamiliares, y violencia de género siendo ya adulta, cuando una de sus parejas la agredió psicológicamente y, tras romper ella la relación, también físicamente, de modo que mi amiga acabó en el hospital. Hoy, ya recuperada de todos los tipos de violencia que ha vivido, me decía que para ella no es un problema explicar en el trabajo que su ex pareja la maltrató –cuando pasó tuvo que faltar a la oficina por las lesiones, y al regresar contó la verdad, así que algunos de sus superiores y compañeros lo saben-, pero que por contra no ha compartido con ellos que también vivió abusos sexuales y violencia doméstica siendo niña, porque le da miedo que piensen que si la han agredido tantas veces debe de ser porque su temperamento es el de una persona débil, y que por tanto no sería capaz de asumir responsabilidades laborales (en su trabajo muchas veces tiene que tomarlas). Me dijo que, para ella, es una forma de protegerse.

Esta conversación me hizo pensar en aquella época en que yo misma me protegía por miedo a recibir la etiqueta de víctima, un temor que todavía me asalta hoy día, precisamente porque he roto la promesa que me hice a mis 20 años, pues al convertirme en activista contra el ASI he acabado narrando mi propia historia. Sin embargo, si lo pensamos bien, ese miedo tendría que carecer de sentido: ¿Por qué a una persona debería asustarle que le coloquen la etiqueta de “víctima”, cuando la única realmente vergonzosa y denigrante tendría que ser la de “agresor”?

Creo que se debe al concepto de víctima que tenemos asumido socialmente. Como decía mi amiga, relacionamos a una persona agredida con alguien vulnerable, que no puede defenderse, que no sabe solucionar sola los conflictos que se le presentan, el soldado que siempre cae primero en batalla, y el cordero perfecto para todos los lobos. Alguien, en definitiva, que no está preparado para sobrevivir, porque su debilidad se lo impide. Así me he sentido yo durante años: como esos cachorros que, en algunas especies, son abandonados por sus madres porque nacen enfermos y sin posibilidades de salir adelante.

¿Es eso cierto? ¿Así somos quienes una vez sufrimos abusos o maltratos? Yo más bien diría que, en realidad, así podríamos sentirnos todas las personas en un momento determinado de nuestra vida si se dieran las circunstancias adecuadas. No creo que haya un solo ser humano en el mundo que esté libre de convertirse en víctima de violencia, ni siquiera quienes la ejercen. Y es que una de las características de este tipo de agresiones es que rara vez se ve venir, primero porque los agresores acostumbran a disimular muy bien su condición, segundo porque normalmente nadie crece haciendo cursillos sobre cómo evitar ser víctima de maltrato, y tercero porque siempre habrá personas en el mundo que tengan más poder, fuerza, capacidad de persuasión, etc. que nosotros y que puedan utilizar esas herramientas para someternos. Nadie está libre de convertirse en el saco de boxeo de un tercero, y eso no significa que prácticamente toda la humanidad sea débil o inútil.

Cada ser humano tiene unos recursos para defenderse ante las adversidades, poner límites e intentar evitar que lo dañen, pero es absolutamente imposible, por muy válidos que sean esos mecanismos, que le sirvan para todas y cada una de las situaciones que enfrente a lo largo de su vida. Por eso, a medida que crecemos, vamos modificando algunas de nuestras herramientas psicológicas e incorporando algunas nuevas. Y es también esa la razón de que, en el camino y dependiendo del contexto, podamos acabar viviendo situaciones que nos victimicen.

No obstante, hay que tener en cuenta que para muchas personas que ya han sufrido violencia en la infancia/adolescencia (sexual, física, psicológica o del tipo que sea) esos recursos de los que hablábamos para protegerse no sólo no se desarrollan, sino que quedan bloqueados. Es lo que expliqué hace varios meses en la entrada “Indefensión aprendida: cuando el sufrimiento se repite (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2019/03/indefension-aprendida-cuando-el.html): una agresión traumática a una edad temprano puede provocar por un lado –sobre todo cuando no hay apoyo psicológico o éste no es adecuado- que esa persona normalice la violencia vivida, y por el otro que adquiera un concepto de sí misma muy pobre: el de un ser vulnerable que no puede defenderse. Y lo mismo puede ocurrirle a alguien que ha vivido ese tipo de violencia estando ya en la edad adulta, porque cuando te sientes como una presa entre las garras de un depredador, es fácil que acabes viéndote como la gacela más frágil de la selva. Es esa la razón de que, en muchas ocasiones, una misma persona acabe teniendo a varios maltratadores a lo largo de su vida.

En mi opinión, aunque ser víctima de violencia no es algo agradable bajo ninguna circunstancia, no deja de ser una condición más por la que puede pasar el ser humano, y que en absoluto lo degrada. Tampoco es agradable estar enfermo, pero no acostumbramos a juzgar como débiles, poco resolutivas o inestables a las personas que padecen alguna enfermedad, ¿No es cierto? Y aunque hay varias diferencias entre una situación y la otra, también existen similitudes entre alguien enfermo y alguien víctima de violencia: en ninguno de los dos casos esa persona ha deseado o provocado sus circunstancias, en ambas situaciones puede llegar un punto en que quien lo sufre vea sus defensas tan mermadas que no encuentre salida o quiera tirar la toalla, y finalmente, necesita apoyo y comprensión. Por no hablar –aunque esa sea una característica más bien social y no tanto individual- de que la mayoría de personas no saben cómo acompañar ni a los enfermos graves ni a las víctimas de situaciones abusivas.

Es cierto que aquellas problemáticas de tipo psicológico siempre son más complicadas de aceptar en nuestra sociedad (y a veces para quien las padece) que las físicas. Salvando las distancias, todavía muchos siguen exigiendo a la gente con depresión que se levante de la cama y haga algo por “animarse”, o a quienes padecen ansiedad que dejen de tomarse las cosas tan a pecho y aprendan a disfrutar de la vida. Algo muy similar ocurre cuando una persona se encuentra atrapada en un ciclo de violencia del que no sabe cómo salir: no faltará quien la llame tonta, masoca o débil, quien asegure que “yo en su lugar ya habría actuado” o “si no hace nada por evitarlo que no se queje, está ahí porque quiere”. Pero la realidad es que, como decía Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mis circunstancias”, y nadie sabe qué miedos tiene esa persona o cuán bloqueada se encuentra para no hallar la manera de salir de donde está.

Pero es que además, esas afirmaciones no son ciertas: la mayor parte de quien las dice, en el contexto adecuado, haría algo muy parecido si se viera dentro de un ciclo de violencia: batallar con ellas mismas mientras intentan buscar la forma de liberarse de su yugo, tras varios intentos fallidos. Lo creo así porque estoy completamente segura de quienes hemos sido víctimas no somos personas más pasivas, pusilánimes o blandengues que la media de la población. He conocido a demasiadas de ellas que, con el trato cotidiano, me han demostrado que pueden ser tan resolutivas y perseverantes como las que más. Y a mi juicio es incoherente que, cuando hablamos de agresores y agredidos, pongamos a los primeros la etiqueta de fuertes (aunque les añadamos también otras negativas) y a los segundos, de débiles. Esa dicotomía me parece peligrosa y creo que es una de las razones por la que a tantas víctimas les da repelús reconocerse como tal.

sábado, 14 de diciembre de 2019

EL VIOLADOR NO ERES TÚ




Como tantas otras personas, estos días he visto el vídeo de la performance chilena titulada “El violador eres tú”, donde un grupo de mujeres baila y canta en denuncia a las agresiones sexuales sufridas por el género femenino, de las que tantas veces se nos hace responsables. Me ha parecido una iniciativa muy valiente, aunque he de decir que me gustaría ser testigo de una parecida e igual de multitudinaria protagonizada por supervivientes de abuso sexual en la infancia.

Sí, ya sé que podría promoverla yo misma, pero lo cierto es que tengo familiares que no conocen mi condición de ex víctima, por lo que todavía vigilo –aunque menos que antes- a la hora de dar la cara. Sí, podrían llevar a cabo dicho proyecto otras personas supervivientes, pero se encuentran en la misma situación que yo: no quieren que se sepa, ya sea por miedo a que nuestras personas de confianza nos abandonen cuando lo sepan –no olvidemos que muchos agresores, durante los abusos, usaban esa amenaza como estrategia-, a que ya no nos vuelvan a tratar igual, a que piensen que tenemos parte de culpa, a que justifiquen a nuestros agresores, a que no nos apoyen, a que se entere más gente y al final quedemos “expuestos”, o a que la persona a quien se lo contamos sufra lo indecible tras nuestra revelación. 

Así que hoy, en esta entrada, me gustaría desmontar una por una nuestras reticencias, tanto las que nos afectan socialmente como aquellas que nos limitan sólo a los propios supervivientes. Esta vez, por tanto, me dirigiré de forma especial a éstos últimos, ya que somos los principales afectados por el silencio que rodea los ASI. No obstante, la entrada es  para (y de hecho creo que debería leerla) todo el mundo. 

¿Por qué? Bueno, alguna vez he comentado en este mismo espacio que hay muchas personas -demasiadas- que cuando oyen hablar de estadísticas sobre ASI les cuesta horrores aceptar que tantos niños puedan estar sufriendo agresiones sexuales. Entiendo que en algunas ocasiones no quieren aceptar la realidad porque les abruma, y que en ese caso el 90% de lo que yo pueda decirles caerá en saco roto, pero cuando me encuentro personalmente con un caso así suelo proponer a la persona lo siguiente: que se informe a fondo sobre ASI y le cuente a sus seres queridos que estás investigando el tema, que les enumeres algunas de las secuelas más comunes en los supervivientes y les hable del miedo que ha descubierto que tienen las víctimas a hablar. Porque si muestras esa actitud, estoy segura de que alguna de esas amistades o relaciones familiares que conoces desde hace tiempo y de la que “nunca lo habrías pensado” te contará que ella fue víctima de abusos en la infancia, o que lo fue alguien muy cercano. Y probablemente detrás suyo vendrán más. Lo he comprobado en mi propio caso, y también en el de todas las personas que han hecho la prueba y me lo han contado.

Y es que para los supervivientes, a menos que estemos bastante confiados en que nuestro interlocutor nos va a creer –y a veces ni por esas- nos resulta muy difícil contar lo que nos pasó. Es complejo, porque a la mayoría de seres humanos no les gusta sentirse juzgados (menos por quienes aman), pero sin embargo ese es un miedo muy común en los ASI.

Y casi todo viene de la culpa. No hace mucho, una mujer con la que unas amigas y yo debatíamos sobre este tema nos dijo “Estamos haciendo algo muy mal como sociedad para que tantas víctimas de abuso sexual infantil se sientan culpables”. Es cierto, aunque he de reconocer que ahora al menos se empieza a hablar más del tema, pero aún demasiadas voces se preguntan por qué no lo dijimos al momento, por qué hemos tardado tanto en hablar, todavía se siguen cuestionando o malentendiendo nuestras secuelas, y aún se pone en duda esta realidad. Por ese motivo, entre otras cosas, me decidí en su día a abrir el blog que estás leyendo.

Los supervivientes de abuso sexual infantil necesitamos integrar que no fue nuestra culpa. Puede ser relativamente sencillo para nosotros decirlo e incluso argumentar por qué no somos culpables, pero también tenemos que sentirlo. Yo puedo repetir una y cien veces que el cielo es azul, pero si lo veo amarillo, para mí seguirá siendo de ese color por mucho que sepa que tiene otra tonalidad. Pues algo muy parecido nos ocurre a nosotros, y esa sí que es una tarea complicada. Porque llevamos demasiados años arrastrando con ese peso y aún tenemos miedo de sus consecuencias si lo contamos.

Una de las características de la infancia es que durante esa etapa somos muy crédulos e inocentes (pensad si no, ahora que se acercan las fiestas navideñas, como los más pequeños están seguros de que cada 6 de enero tres ancianos inmortales con sus tres camellos viajan por todo el mundo -¡En una sola noche!- y entran en las casas sin que los enormes animales destrocen nada). Por otra parte, los adultos que nos cuidaban eran mucho mayores, habían vivido al menos 20 o 30 años más que nosotros, y por lo tanto tenían herramientas de sobras para manipularnos. También para hacernos creer, a ti y a mí, que si pasó fue porque lo permitimos e incluso participamos. Por eso necesitamos destruir todo lo que aprendimos en la infancia, para volver a aprenderlo de una forma que no destruya nuestro autoconcepto. 

Debemos entender que nosotros no haremos daño a nadie con nuestra revelación, que en todo caso el dolor que pueda sentir la persona a quien le explicamos nuestro pasado abusivo es de nuestro agresor. Y que igual que un enfermo de cáncer -por ejemplo- tiene derecho a contarlo y a pedir apoyo en su entorno, los supervivientes también.

Debemos integrar que somos dignos de pedir ayuda y a recibirla, porque nuestros sentimientos importan, aunque hayamos crecido con la idea de que no era así. El trauma que tenemos nos duele y afecta igual que le pasa al resto de personas con los suyos. Si nuestros seres queridos merecen recibir apoyo cuando están tristes, nosotros también.

Necesitamos asumir que si en algún momento dijimos “sí” o acudimos a la llamada de nuestros abusadores, si después del ASI el agresor nos compró un helado que nosotros nos comimos, o nos regaló un muñeco con el que jugamos durante años, no fue porque consintiéramos o porque estemos manchados, sino porque nos manipularon. Jugaron con nuestros miedos infantiles, y se aprovecharon de ellos para saciar sus bajos instintos. 

Tenemos que integrar que nosotros fuimos como cualquier otro niño o niña de los que ahora tenemos a nuestro alrededor: frágiles, inocentes, moldeables, sin maldad. Y que por tanto en la actualidad no somos débiles, ni malos, ni estamos sucios. Contrariamente, fueron nuestros abusadores quienes, además de llevar a cabo las agresiones, cometieron la vileza de hacerle creer a un niño o niña que abusar de su cuerpo era un juego o un acto deseado por ambas partes. 

Ya sé que será muy difícil de asumir para ti si fuiste víctima de abusos. Yo también tengo miedo, todavía lo tengo. Y sé que el hecho de que te trataran como a un pedazo de carne sin voluntad cuando estabas aprendiendo cómo funcionaba el mundo te hace sentir justamente un pedazo de carne sin derecho a tener voluntad. Y que como hicieron algo sucio contigo has crecido con la idea de que eres tú quien está manchada o manchado. Lo comprendo muy bien, pero el delito no lo cometimos nosotros. El violador no eres tú, ni soy yo. La culpa no fue tuya, ni por haber callado, ni por no haber comprendido lo que estaba ocurriendo, ni por haber sido objeto de una manipulación tan atroz. Repito: el criminal no fuiste tú. 

Comprendo que asumirlo no será un proceso corto para ti, ni libre de dolor, agotamiento o sentimientos de fracaso, ya que de lo contrario no sería un proceso de sanación. Pero creo que el día que los supervivientes como colectivo empecemos a ganar poder sobre nosotros mismos, obtendremos la fuerza para ir saliendo a la calle a gritar que somos dignos del mismo respeto y cariño que cualquier otro ser humano, y que la culpa no fue nuestra. Incluso, si nos apetece, tal vez podamos decírselo a los agresores a la cara. 

Y sacarnos ese lastre de encima para devolvérselo a quien corresponde (aunque sea mentalmente) significará romper gran parte de las cadenas que, cuando aún no teníamos capacidad para defendernos, nos colocaron sobre la piel con tanta fuerza que a día de hoy no distinguimos donde acaban los eslabones y donde empieza nuestra carne.  

domingo, 1 de diciembre de 2019

NO TE CREERÁ NADIE


Desde muy pequeña he sentido miedo a que los demás no me creyeran, y sospecho que de alguna forma tiene su origen en los abusos. No cuento con demasiados recuerdos sobre esa parte de mi vida, ya he dicho alguna vez que apenas guardo en la memoria algunas sensaciones o pensamientos relacionados con los ASI, pero sí me acuerdo de que cuando tenía unos 6 años solía crearme mundos de ficción donde yo era otra persona diferente, y que aunque sabía que la realidad era distinta, me metía en el papel y a menudo intentaba compartir aquel juego de cambiarme de identidad con otros niños y, sobre todo, con adultos de mi alrededor.

Supongo que eso es más o menos habitual durante la infancia –por ejemplo, jugar a ser Batman o un cantante famoso- pero en mi caso esas fantasías tenían que ver con situaciones un poco más “adultas” y truculentas. Por poner un ejemplo: podía estar merendando en casa de un amiguito y que su madre me preguntara por la mía, que cómo estaba. Y entonces yo le respondía que no tenía madre, que yo vivía con mis abuelos porque mi mamá me había abandonado de bebé, pero que yo era muy feliz viviendo con mis otros parientes, porque me trataban muy bien y me querían mucho. Y si mi interlocutora, sorprendida, me respondía que eso no era cierto porque ella conocía a mi madre, yo contestaba tranquilamente que sí lo era, y seguía a mi bola hablando de lo bonito que era vivir con mis abuelos.

Puede sonar impactante, pero recuerdo que para mí era un juego, como cuando en el patio de la escuela jugábamos a ser Spiderman o Wonder Woman. En aquel momento estábamos muy metidos en el papel de superhéroes, y si alguien (un profesor o cualquier otro adulto) nos hubiera dicho que éramos personas de carne y hueso sin poderes, tal vez lo habríamos negado reiteradas veces e incluso nos habríamos enfadado. Porque estábamos inmersos en nuestra fantasía, y aunque la diferenciábamos perfectamente de la realidad, en ese momento queríamos sentirnos como Spiderman y tener sus poderes, por lo que no deseábamos que nadie nos sacara a la fuerza de ese juego que nos permitía ser héroes durante unas horas o minutos.

En mi caso era muy parecido, sólo que yo jugaba a ser lo que no había podido ser en la vida real: una niña rescatada de su sufrimiento y consolada por ello. Supongo que era mi manera de expresar lo que había vivido a través de la imaginación, poniéndole siempre un final feliz, ya que en mis historias yo tarde o temprano acababa siendo rescatada de las garras del monstruo (tuviera éste la forma que tuviera), cuidada y sanada. Creo que se trataba de una burbuja a la que yo misma di forma y que me protegía del dolor. El problema es que, al contarlo de manera tan natural, como si estuviera explicando hechos reales de mi vida, los adultos que me escuchaban se asustaron y pensaron que estaba mintiendo. No era cierto, pues yo distinguía muy bien qué hechos eran reales y cuáles fruto de mi imaginación, y además, también sabía que los adultos a quienes se lo explicaba conocían la verdad (todos eran personas de mi entorno habitual), o sea que nunca expliqué nada de eso con intención de mentir o convencer a nadie. En realidad pienso que sólo estaba jugando a ser salvada. Pero supongo que la forma en que lo hice, metiéndome tanto en el papel, hizo que saltaran las alarmas a mi alrededor.

Con el paso de los meses dejé de compartir mis fantasías al darme cuenta de las consecuencias que tenía, pero supongo que aquella breve etapa me dejó cierta fama de “niña problemática que cuenta mentiras para llamar la atención” en el colegio, porque recuerdo que a medida que fui creciendo había un par de profesoras que no confiaban en mi palabra. Una de esas maestras en concreto acostumbraba a decir frecuentemente que no había que hacerme caso porque yo sólo quería llamar la atención.

Recuerdo, por ejemplo, que una vez fuimos toda la clase a dibujar al parque (esa profesora nos daba plástica) y mientras pintaba debí de tocarme la cara y me manché la barbilla o la nariz de cera sin querer. El caso es que otro alumno me dijo algo como “*****, límpiate, que te has ensuciado la cara”, y la maestra lo interrumpió con estas palabras o parecidas “No le hagas caso, si ella es tan niña pequeña que se mancha con ceras expresamente para llamar la atención es su problema, cuando haga estas cosas tú no le digas nada, que eso es lo que busca”. Yo tendría ya unos 10 años, hacía varios cursos que procuraba portarme muy bien para borrar esa imagen que debí de dar siendo más pequeña, pero tenía la sensación de no haberlo conseguido del todo. Y en ese momento en el parque pensé que si no me creían era mi culpa por haber explicado historias fantasiosas cuando contaba con 5 o 6. Vamos, me sentía culpable porque si hubiera sido siempre una “niña buena” esas situaciones no me habrían pasado.

Desconozco si los comentarios de este tipo por parte de las dos profesoras provocaron en mí miedo a no ser creída, si ese miedo ya existía desde que empecé a jugar a ser otra persona y vi que los demás me tomaban por mentirosa, o si lo tenía incluso desde antes, porque mi abusador me dijera que si hablaba no me iban a creer. No lo sé.

Pero sea como sea, recuerdo crecer con el temor a que nadie confiase en mis palabras, hablara yo de lo que hablara. Si me encontraba en medio de algún conflicto (un mal entendido o discusión con otra persona, por ejemplo) temía que los demás pensaran que mi versión era falsa; si explicaba que me había pasado algo malo me inquietaba que creyeran que lo hacía para victimizarme y llamar la atención… en fin, un temor generalizado a que me pusieran en entredicho. Un temor que, todavía, de vez en cuando, se me dispara.

La verdad es que en estos años me he dado cuenta de que ese miedo a que no nos crean es más o menos frecuente en supervivientes ASI, unas veces porque el agresor se lo dijo a la víctima, otras porque ésta habló pero no fue escuchada, y otras porque la niña o el niño percibía que si hablaba todos pensarían que estaba mintiendo (no olvidemos que la inmensa mayoría de agresores son personas respetadas y apreciadas en su entorno).

En algunas ocasiones ese miedo se vuelve irracional, pero tangible. Como cuando nos quedamos solos en un lugar oscuro y empezamos a inquietarnos, aunque sabemos que ahí no hay nadie, porque en algún momento de nuestra vida, seguramente de pequeños, nos sentimos en peligro cuando no podíamos ver nada. Quizás no se trata exactamente del mismo tipo de temor, pero sí que los dos parten de una situación que nuestra mente una vez consideró un riesgo. Para entendernos: de niños nuestro cerebro registró la creencia de que si hablábamos existía el peligro de que no nos creyeran, y que si no nos creían se enfadarían con nosotros y nos dejarían de querer. Pero no sólo eso, sino que pasó en una etapa –la infancia- en que estábamos aprendiendo cómo es el mundo y nuestro entorno. Y ahora, de adultos, nuestra parte racional nos dice una cosa, pero nuestro instinto nos dice otra, o sea que se vuelve inevitable que aparezca una lucha interna.

Y si a eso le sumamos que somos un colectivo al que le cuesta poner límites o decir “no”, nos encontramos con que si en alguna ocasión, a causa del miedo al rechazo o a que se enfaden con nosotros, contamos una mentira (por ejemplo, “es que he quedado con mi hermana a la misma hora” para poder escaquearnos de una invitación que no nos apetece), acabamos flagelándonos y convirtiéndonos en el pez que se muerde la cola: tengo miedo de que nadie me crea -he contado una mentira- por tanto, soy una persona mentirosa -ya me ha pasado más veces, en ocasiones miento para evitar que los demás se enojen -así pues, soy un/a mentiroso/a compulsivo/a -merezco que no me crean- seguro que cuando explique que sufrí abusos no me creerán.

Es complicado, y yo aún no tengo la solución para este dilema. Mi psicóloga me aconseja que cuando tema no ser creída piense que estoy diciendo la verdad, que me reafirme en que yo no he hecho nada malo. Y en ello estoy, como tantos otros supervivientes.

A veces, los miedos se convierten en fantasmas, y con el tiempo se instalan tan cómodamente dentro nuestro que, ahí sí, nos cuesta distinguir qué es probable y qué es tan solo producto de nuestro temor. Pero, como dice una canción de Serrat, los fantasmas no son nada si les quitas las sábanas. Y, añado yo, todos, absolutamente todos llevan una sábana encima, porque en el fondo son sólo productos de nuestra imaginación. Y cuando la encontremos, cuando descubramos dónde empieza el dobladillo, podremos descubrir los frágiles que han sido siempre nuestros fantasmas.


sábado, 16 de noviembre de 2019

CUENTOS PARA PROTEGER A LA INFANCIA DEL ABUSO SEXUAL





Tengo pendiente publicar una entrada sobre medidas para trabajar con nuestros niños y niñas la prevención de los abusos sexuales en la infancia. Está claro que si un abusador quiere actuar, la víctima difícilmente podrá hacer nada que evite la agresión, ya que en el caso de los ASI hay una diferencia de edad significativa entre ambas partes, lo que se convierte en un arma muy eficaz para que el victimario pueda manipular al menor a su antojo.

Sin embargo, lo que sí podemos hacer es, por un lado, trabajar el vínculo de confianza que tenemos con los niños que cuidamos, hacerles saber que si alguien les hace daño nosotros nunca vamos a cuestionarlos, sino que les creeremos y protegeremos; mientras que por el otro les explicamos cómo se llaman las partes de su cuerpo, que algunas de ellas no puede tocárselas nadie –excepto sus cuidadores para limpiárselas cuando van al baño o se duchan, pero SOLO para eso-, y que si alguien les toca, besa o abraza de una forma que les incomode tienen derecho a decir “No quiero”, y a contarlo, incluso si esa persona les ha asegurado que pasarán cosas feas en caso de que hablen.

Dentro de algunas semanas, en una entrada más elaborada, profundizaré en este tema, pero ahora me gustaría facilitaros el título de varios cuentos infantiles que nos pueden ayudar en la labor de proteger a los niños y niñas de los abusadores, si no para evitar el primer abuso sí para dificultar que éste se alargue en el tiempo:

LAS REGLAS DE KIKO

Se trata de un cuento muy ágil y ameno, enfocado a niños de entre 3 y 7 años. Producido por el Consejo de Europa, el protagonista, Kiko, tiene una mejor amiga llamada Mano que se convierte en su cómplice cuando desea algo (por ejemplo, si él quiere bailar, Mano toca el piano), juegan juntos, se divierten... en un momento del cuento, Mano le pregunta a Kiko si puede tocarle distintas partes del cuerpo, incluidos los genitales y el trasero. Así, tanto el niño como Mano dejan muy claro a los más pequeños qué límites no se pueden traspasar cuando hablamos de acariciar un cuerpo ajeno. 

Este cuento podemos encontrarlo también en formato vídeo, de hecho juraría que está disponible en Youtube. Creo que es una gran opción para empezar a abordar el tema, ya que además las ilustraciones son muy llamativas. 

ESTELA, GRITA MUY FUERTE

Una historia de Isabel Olid, también para la primera infancia. Estela es una niña alegre e imaginativa cuya maestra, Conchita, un día le da un truco para cuando otra persona le haga algo que no le gusta: debe decirle a esa persona que pare, y si no le hace caso, tiene que gritar muy fuerte hasta que alguien venga a ayudarla. Estela decide poner en práctica el consejo, sobre todo con su tío Anselmo, que últimamente se la lleva a solas y la acaricia debajo de la ropa. 

He oído opiniones de personas que lo consideran demasiado explícito, ya que hacia el final de la historia dejan claro que el tío de la protagonista le toca los genitales, pero yo diría que está explicado de una forma tan sencilla (se nos dice que el adulto hace eso y que a Estela no le gusta) que no resulta ni mucho menos duro o impactante para los niños. Desde mi punto de vista es muy recomendable, sobre todo porque da una lección que se puede aplicar a muchos momentos. 

OJOS VERDES

Sara Arteaga Górmaz y Luisa Fernanda Yáguez son las autoras de esta historia para menores de entre 6 y 12 años, ofrece a los pequeños lectores herramientas para pedir ayuda ante situaciones abusivas, así como para comprender que sólo ellos son dueños de su cuerpo. Aunque este cuento, personalmente, no lo he leído sí me han llegado buenas críticas de él, y por lo que sé, es bastante completo, puesto que no sólo habla de límites, sino que también ofrece ideas para poder marcarlos y potenciar así las habilidades de los menores.

MARTA DICE ¡NO! 

Cornelia Franz, Stefanie Scharnberg y Carme Gala nos cuentan la historia de la pequeña Marta, una chiquilla que por las tardes se queda en casa de un vecino mayor mientras su madre trabaja. El abuelo Francisco, como llama Marta a su cuidador, es un hombre al que la niña quiere mucho, pero que últimamente la incomoda dándole unos besos que a ella no le gustan. Aunque Marta se lo ha dicho, el anciano continúa actuando de la misma manera, y la pequeña lo pasa mal hasta el punto de enfermar. Cuando eso ocurre, Marta se lo cuenta a su madre, quien lejos de enfadarse le explica que tiene derecho a decirle "no" al abuelo Francisco y que éste ha actuado muy mal no respetándola. El libro termina con Marta y su progenitora yendo a visitar al vecino cuidador, para que así la niña pueda decirle a él cómo la ha hecho sentir y por qué a partir de ahora no va a volver a llamarlo "abuelo", sino sólo Francisco. 

Si algo me gusta de este cuento es que de una forma sencilla pero cargada de simbolismo nos muestran el conflicto que siente el personaje principal, y cómo la actitud de su vecino le acarrea emociones encontradas: asco, miedo, temor a ofender al hombre que la cuida, culpabilidad, remordimientos por si está siendo mala al no querer que él la bese así... en resumen, cualquier niña/o víctima de abusos podría sentirse identificada/o con Marta, y sin embargo la forma de presentar el tema me parece muy sencilla de entender incluso para quien nunca ha sufrido abusos. Asimismo, me parece muy positivo que la mamá de nuestra protagonista valide sus sentimientos y reafirme su derecho a poner límites, ya que con esa escena las autoras mandan un mensaje muy claro a los pequeños lectores, el cual queda completado con la visita final de Marta y la madre de ésta al vecino Francisco. 

Me parece una historia totalmente recomendable como introducción al tema. 

CATA, BENJA Y SU HADA MADRINA

Pensado para niños/as menores de 6 años, el Ministerio de Justicia de Chile publicó este cuento en 2012 como medida de prevención contra los muchos casos de abusos sexuales en la infancia detectados en el país. Los protagonistas, Cata y Benja, son dos niños que tienen una hada madrina, una figura adulta a la que quieren y que, además de guiarlos y ayudarles a cumplir sus deseos, también les enseña qué gestos de cariño son sanos y adecuados para ellos y cuales no. 

La verdad es que me parece una forma muy inteligente de abordar los abusos intrafamiliares a través de una figura como es el Hada Madrina, personaje que seguramente atraerá a los pequeños lectores por su aura mágica y por lo agradable que resulta en la infancia la idea de tener una propia que te conceda todos los deseos. 

CATA, BENJA Y PINCHO

Cuento para niños/as algo más mayores, entre 6 y 12 años. En este caso, a través de la amistad entre los tres protagonistas, el libro narra lo que es un abuso sexual y sus consecuencias, además de hacer hincapié en lo indebido de que un adulto tenga secretos inconfesables con un/a niño/a, además de abogar por pedir ayuda siempre que éstos últimos se encuentren en una situación abusiva. Me parece interesante añadir que el libro también toca el tema de los ASI cometidos a través de internet –de hecho toda la historia se desarrolla a través de una conversación de chat-, y que recalca que nadie, por muy cercano que sea a un menor de edad (padre, abuelo, hermano, tío…) puede tocarlo de forma indebida. 

En mi opinión, se trata de un cuento muy didáctico, y creo que la forma de presentarlo resultará atrayente para los niños/as más mayores que ya empiecen a dedicar tiempo a las redes sociales.

¡MI CUERPO ES MÍO!

La organización Profamilia es autora de este cuento para niños/as en su primera infancia. A través de la perspectiva de la pequeña protagonista, explica la importancia de decir “no” ante besos, caricias o abrazos no deseados, y de qué manera comportarse cuando se dan esas situaciones. Se trata de un cuento claro y conciso, muy fácil de entender, a pesar de que no es demasiado explícito. Junto con "Las reglas de Kiko" creo que también es una buena herramienta para empezar a abordar el tema. 

MARTA NO DA BESOS

De Pablo Macías Alba, Belén Gaudes Teira y Nacho de Marcos, la protagonista (otra Marta) es una niña a la que le gusta decidir cuándo besa a una persona, pero sobre todo, a quién le da esos besos, ya que no dejan de ser suyos y considera que es la única que puede elegir si tiene ganas de mostrar su cariño a otra persona de esa manera o no. Sin embargo, no todo el mundo lo entiende... 

Un libro muy adecuado para reflexionar sobre la educación afectiva que damos a nuestros pequeños, si respetamos su cuerpo y si les enseñamos que nadie debe obligarles a hacer nada con éste que a ellos/as no les apetezca, por mucho que no tenga intención de hacerles daño. Al fin y al cabo la mejor forma de detectar qué nos apetece hacer con nuestro ser y qué no es habernos educado sabiendo que, mientras no lastimemos a los demás ni a nosotros mismos, se nos respetará cualquier decisión que tomemos.

CLARA Y SU SOMBRA

De Elisenda Pasqual i Martí, nos cuenta la historia  de Clara, una niña que se siente deprimida y sin ganas de reír desde que nota que una sombra la sigue y cada vez se hace más grande. Clara percibe que no se siente bien, pero no sabe cómo explicar lo que le pasa. No he leído este libro en concreto, y en principio dudé sobre si añadirlo o no a la lista porque leí una reseña que lo consideraba demasiado explícito, sin embargo una conocida me habló bien de él, así que finalmente he optado por añadirlo, si bien, como digo, no he tenido aún ocasión de ojearlo.

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Y por hoy, eso es todo. Espero que esta lista sirva de referencia para familias y educadores que quieran abordar los abusos sexuales infantiles con quienes más protegidos deberían estar contra ellos: sus potenciales víctimas, los menores. Hay quien considera que hablar de este tema con los más pequeños es morboso o inadecuado, sin embargo creo –y los profesionales a los que he consultado opinan lo mismo- que nunca es demasiado pronto para enseñar a niñas y niños dónde están los límites que tanto ellos como los demás deben respetar en relación a sus cuerpos y a los cuerpos ajenos.

Por supuesto, es importante utilizar un vocabulario adecuado a la edad del menor, pero también lo es tener en cuenta que, por desgracia, ningún niño es demasiado pequeño para ser abusado, así que tampoco ninguno lo es para estar advertido de que si alguien lo intenta esa persona estará haciendo algo muy malo, que si llegara a ocurrir nunca sería culpa suya, y que en ese caso, va a contar con la protección de su entorno.




martes, 12 de noviembre de 2019

LOS MENORES ABUSADOS SEXUALMENTE Y EL SISTEMA JUDICIAL




Desde que comencé a conocer las historias de otros supervivientes de abusos me llamó la atención especialmente aquellas cuyos protagonistas habían pasado por procesos judiciales, debido a lo traumático que había sido para ellos denunciar a sus agresores. Y es que he de decir que, aunque por supuesto también existe el trabajo bien hecho, entre denunciantes adultas conozco pocos casos en los que la víctima no haya sido revictimizada de una manera u otra. Asimismo, basta leer de forma asidua la prensa para encontrarnos con varias noticias sobre sentencias judiciales desgarradoras en casos de agresiones sexuales, malos tratos o abusos sexuales en la infancia.

Por ese motivo, desde que abrí el blog tenía ganas de escribir una entrada basada en los procesos judiciales cuando la denuncia es por abusos sexuales a un menor. Me interesaba informarme –e informaros- sobre el trato que reciben esos niños y niñas por parte de los adultos que llevan su caso desde que denuncian hasta que se dicta una condena firme, pues si, para los supervivientes adultos que conozco, ya era doloroso emocionalmente pasar por un juicio, no me podía imaginar lo que debe de ser para un menor de edad. El inconveniente era que no tengo experiencia en el ámbito judicial, por lo que tenía claro que necesitaba buscar asesoramiento. Escribir una entrada de este tipo requería entrar en contacto con un profesional del ámbito de la abogacía o la psicología que estuviera acostumbrado a tratar con menores víctimas de abusos cuyos casos hayan sido denunciados.

Y he de decir que esa persona me cayó del cielo, como quien dice: hace varios meses conocí a una psicóloga que ha trabajado durante años con víctimas ASI y agresores, acompañando en algunos casos a las primeras en el espinoso proceso de enfrentar un juicio. Esta profesional quiso dejar claro desde el principio de nuestra charla que su opinión está basada en el funcionamiento del sistema jurídico que conoce, que es el madrileño. A continuación, pues, os mostraré la transcripción de mi entrevista con ella.

Vuelvo a decir que no es mi intención -ni la suya- criminalizar a nadie, simplemente considero que por regla general en nuestra sociedad falta mucha información sobre esta lacra que son los abusos sexuales en la infancia, y que ese desconocimiento cuando se extiende a ámbitos como el judicial, puede provocar la revictimización de los menores agredidos. De hecho, la intención de esta entrevista no es otra que esa, remover consciencias. Aclarado esto, os dejo con la opinión de la profesional que, tan amablemente, se ha ofrecido a facilitarme su experiencia en el tema:

1. ¿Qué ocurre desde el momento en que un adulto acompaña a ese niño o niña a comisaría para denunciar que ha sufrido abusos sexuales?
Pues una vez interpuesta la denuncia en comisaría, normalmente se hace la entrevista al demandante adulto (es decir, a la persona que acompaña al menor), y, en algunos casos, también se le hacen preguntas sobre lo ocurrido al niño o niña víctima. Después se busca al denunciado, y como medida cautelar, normalmente ese día lo pasa en el calabozo, ¿Qué ocurre? Que para las víctimas eso es muy estresante, pues no olvidemos que en la mayoría de casos el agresor es una persona a la que el niño o niña quiere (recuerdo que el 80% de abusos sexuales en la infancia ocurren a manos de un familiar o persona cercana a la víctima), y para esos menores saber que si hablan su abusador dormirá una noche en el calabozo es doloroso, porque lo que más miedo les da es que esa persona vaya a la cárcel si ellos cuentan los abusos. 

Así que no sé realmente cuál sería la solución, pero creo que habría que buscar otra manera de evitar que el agresor pueda hacer daño a la víctima sin que esa noche la pase en el calabozo, porque es muy complicado de gestionar para los menores.

2. ¿Y qué viene después de ese primer paso?
Luego se hacen diligencias: entrevistas al supuesto agresor, a la madre de la víctima y a la misma víctima, de modo que los psicólogos forenses del juzgado hablan con el niño o niña abusado sexualmente. El problema que le veo es que un niño suele tardar varias sesiones en contar los abusos, y normalmente lo hace en un ambiente más tranquilo que un juzgado. Si en ese momento allí entra una persona esposada el menor lo ve, está expuesto al barullo que hay en esos sitios, ve a los policías trabajando… si todo esto ya sería estresante para un adulto, imagina para un niño. 

Además hay que tener en cuenta que la víctima va allí a explicar que una persona a la que quiere y en la que confiaba ha abusado sexualmente de él o de ella. Ese menor necesita un vínculo con el profesional que lo atiende, sobre todo si ha sido abusado durante mucho tiempo, ya que en ese caso más resistencia tendrá a hablar. Piensa que las víctimas menores de edad que vienen a mi consulta a veces me cuentan lo ocurrido el primer día de terapia, pero no es ni mucho menos lo habitual. El problema es que en los juzgados falta tiempo para crear un vínculo de confianza con el niño o niña que ha sufrido abusos y para que pueda contarlo.

3. ¿Y podrías explicarme cómo acostumbran a ser esas entrevistas de los psicólogos forenses con los menores víctimas?
Pues en la fase de instrucción previa se lleva a cabo la llamada prueba pre-constituida, aunque no siempre se hace. En ella tanto la parte del denunciante como la del denunciado tienen que estar presente, y se graba. El menor está en una sala con una psicóloga, y en otra sala a parte están el juez, el fiscal, el acusado… y están visualizando u oyendo lo que el niño dice. Normalmente la psicóloga le pregunta al menor detalles específicas sobre su vida cotidiana: la casa, la escuela… hasta que llega al abuso. Y eso sin conocerse de nada. No hay un vínculo previo entre esa profesional y ese menor. Además, el abogado y el fiscal tienen oportunidad de hacerle preguntas al niño o la niña llamando a la psicóloga, y luego ella se las transmite. Todo esto en una hora. 

Por otra parte también hay que pensar que los abogados no suelen tener la formación ni la empatía que podría tener un psicólogo. A veces los niños contestan preguntas que se han repetido mucho, cuentan detalles que ya han explicado antes y que para ellos son difíciles de contar…

4. ¿De qué forma afecta eso que me narras a los menores víctimas de abusos?
Para ellos es muy traumático pasar por un proceso así, sobre todo si son muy pequeños. No entienden qué está pasando. Cuando son un poco más mayores, tienen miedo de que no les crean. Es muy complejo para ellos. Por otra parte, el juicio a veces se puede convertir en una guerra entre el abogado defensor y el acusador, de forma que se deje de lado al menor. No ocurre siempre, depende de la profesionalidad de los abogados, pero en ocasiones lo he visto.

5. Claro, ¿Y cómo crees tú que se podrían mejorar las condiciones de un proceso judicial de este tipo para que las víctimas no sufran más de lo que ya han padecido?
Yo no creo que sea una mala praxis de los psicólogos forenses, el problema es que falta tiempo y formación. Piensa que durante todo el proceso el niño o la niña tiene que narrar los abusos al menos a cuatro personas: al adulto que pondrá la denuncia, al policía que la atiende, a un psicólogo privado (si la familia se lo puede pagar), y al psicólogo forense. Lo ideal sería que lo contara sólo una vez y que ese testimonio sirviera para el resto de profesionales.

Por otra parte, igual que existe un juzgado específico para violencia de género, deberían crear también un juzgado específico para abuso sexual en la infancia. Piensa que no todos los abogados o jueces entienden de ASI, pero todos pueden acceder a menores que han padecido abusos. Sería como si yo, que soy psicóloga, atiendo a un niño con Trastorno del Espectro Autista sin tener ningún conocimiento previo sobre autismo, sería una falta de profesionalidad. 

Por eso pienso que es muy importante regular este tema de alguna manera, y que el sistema judicial debería actualizarse. En resumen: la respuesta sería que es necesario que exista formación específica para abogados y jueces, que los psicólogos forenses dispongan de más tiempo para trabajar con los niños y niñas abusados, que la prueba pre-constituida se haga siempre y que el menor no tenga que contarlo tantas veces.

6. ¿Y por qué crees tú, como profesional en el tema, que todo esto aún no se ha hecho?
Porque hasta hace muy poco tiempo los niños no se consideraban sujetos con derechos. Hasta los años 40 del siglo pasado los menores eran propiedad de sus padres, ciudadanos de segunda. Eso, sumado a que el abuso sexual en la infancia sigue siendo un tema tabú, provoca que el nivel de secretismo sea muy alto. La gente normalmente no quiere oír hablar de este tema. 

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Y hasta aquí las palabras de esta psicóloga a la que agradezco mucho su tiempo y su dedicación, y de la que no pongo el nombre porque ella así lo ha preferido. Como comentaba antes, si esta entrada sirve para crear reflexión acerca de este tema, ya me doy por satisfecha. He de decir que en lo personal estoy muy de acuerdo con lo que comenta la entrevistada (lo digo en relación a su última respuesta y al tema de la formación para profesionales que puedan tratar con víctimas y/o supervivientes ASI), ya que creo que, si de verdad pretendemos que los niños y niñas puedan vivir su infancia de la forma más sana y menos traumática, necesitamos ser muy conscientes (sin obsesionarnos, una cosa es proteger y la otra sobreproteger) no sólo de los riesgos que les acechan, sino también de qué forma debemos actuar como sociedad en caso de que alguno de esos peligros se vuelva una realidad. 

domingo, 20 de octubre de 2019

CULTURA DE LA VIOLACIÓN


Hace poco, tuve un debate con una compañera de ForoGAM (el espacio virtual de ayuda mutua para supervivientes ASI en el que participo) a propósito de un vídeo que, haciendo una comparativa sobre obligar a una persona a beber té, intenta explicar lo que es el consentimiento en el sexo. La otra superviviente y yo hablábamos sobre si de verdad es necesario explicar en qué se diferencia una violación de una relación íntima o si, por contra, todos sabemos que agredir sexualmente a alguien se trata de un delito.


Mi conclusión ha sido la siguiente: “Sí, a todos se nos dice que violar está mal... pero mucha gente tiene en mente que una violación es cuando un tipo agarra a una mujer, ella forcejea con todas sus fuerzas, él la reduce mediante golpes y violencia, y entonces la penetra mientras la chica sigue gritando, forcejeando y diciendo "no". Cualquier cosa que se salga de ahí (incluidos los ASI), por desgracia, sigue causando dudas.

De boquilla todo el mundo odia la violación y cree que habría que colgar de un pino a los violadores después de cortarles los testículos y el pene. A la práctica, cuando escarbas un poco, ves que muchas de esas personas justifican las violaciones y hasta insultan a las víctimas si la agresión no ha tenido lugar a manos de un hombre violento sobre una mujercita sobria y recatada que se ha resistido de forma clara y contundente.”

Me encantaría, de corazón, opinar otra cosa, pero mi experiencia me lo impide. Creo que es mucha la hipocresía social que rodea las agresiones sexuales, y ya no hablemos cuando se trata de ASI, ¿El motivo? A mi juicio hay varios, pero uno de ellos es que desgraciadamente, muchísima gente de nuestro entorno desconoce en qué consiste exactamente una agresión sexual, o, dicho de otra forma, la definición que tienen en mente de este delito es sesgada, porque sólo reconocen una violación cuando se da bajo determinadas circunstancias, las que nos ha vendido el imaginario colectivo. Pero esa es solo la punta del iceberg.

Por supuesto que muchas personas son violadas mientras las amenazan con un arma, o que reciben una golpiza cuando intentan defenderse. Y también las hay que gritan, piden ayuda o hacen el intento de escapar. Sin embargo, muchísimas otras veces no hay pistolas, cuchillos, o palizas. Ni la víctima puede resistirse hasta el límite de sus fuerzas.  A veces ésta tiene miedo, o se bloquea, o decide no poner su vida en riesgo y se limita a apretar los dientes mientras llora y ruega que todo termine. O no puede hacer nada de todo eso, porque está inconsciente o demasiado borracha para darse cuenta de lo que le están haciendo. Pero si el acto se consuma sin que una de las dos partes lo desee, también podemos –y debemos- hablar de agresión sexual. Porque al fin y al cabo lo que ocurre es que la voluntad de una persona en relación a su propia sexualidad queda anulada. Su cuerpo es utilizado para algo que ella no quiere hacer, y en eso siempre existe violencia.

Sin embargo, opino que una de las principales razones que nos dificulta verlo es que nos hemos criado, por un lado, con la creencia machista de que no hay que creer en demasía a una mujer o a un menor que denuncia violencia sexual, cuando en realidad es al contrario: la mayoría de víctimas nunca denuncian, y si hacen pública su experiencia, es años o décadas después de los hechos. Por cada víctima que denuncia hay varias que no se sienten preparadas para hacerlo. Vayamos sumando. Asimismo, observo que, aunque muchas personas no sean conscientes, en el fondo una parte importante de la población sigue pensando –tal vez menos que en el pasado, eso sí- que en el caso de las mujeres debemos darnos a respetar para no ser agredidas, que con nuestra actitud podemos evitar o facilitar abusos sexuales.

Lo creo porque he oído decir demasiadas veces cosas como “luego que no se queje si le pasa algo” (vamos, si la violan) ante una mujer que llevaba una vida sexual activa, o que salía mucho de fiesta, o que vestía muy sexy, o que coqueteaba con varios hombres. Como también he oído decir más a menudo de lo que me habría gustado (y creo que escucharlo una sola vez ya es excesivo) perlas como “los hombres no pueden parar cuando están en pleno acto sexual, aunque quieran su deseo es tan fuerte que les nubla la razón”, o “¿Para qué tuvo ella tres citas con ese hombre, si luego no quiso acostarse con él? ¿A qué juega?”, o “Sólo tenía que decir que no, si guardó silencio que ahora no se lamente”, o “Lo que deben hacer las mujeres es darse a respetar”, o “Sí, bueno, no está bien que ese chico te haya metido mano mientras estabas borracha o dormida, pero ya sabes que los tíos son así, no hagas caso. En el fondo quizás lo que ocurre es que le gustas y no sabía cómo decírtelo”. Son sólo algunos ejemplos pero seguro que a todos se nos ocurren más frases como estas. Todas y cada una de ellas están destinadas a abonar el terreno cuando un violador cometa una agresión sexual, para que poco a poco y a costa de oír decir siempre lo mismo acabemos alienándonos y normalizando uno de los tipos de violencia más extendidos contra mujeres y menores de edad. Quizás cuando las pronunciamos no somos conscientes, pero cada vez que lo hacemos, un violador da palmas con las orejas. O al menos las daría si estuviera delante.

También lo pienso porque cuando escucho hablar de la existencia de denuncias falsas es por el mismo tipo de delito: violaciones, malos tratos o abusos sexuales en la infancia. Creo que para la mayoría de nosotros esas dos palabras (“denuncia falsa”) inmediatamente nos llevan a pensar en delitos donde las víctimas mayoritariamente son mujeres o niños, sin que haga falta que nos lo especifiquen. Lo tenemos asociado. No obstante, las estadísticas señalan que existen más denuncias fraudulentas por robo que por cualquier otro delito, pero cuando las personas sufrimos un robo y lo contamos, nuestros interlocutores no acostumbran a pensar que estamos mintiendo para cobrar el seguro, ni nos dicen que antes de denunciar nos aseguremos bien de que es verdad que nos han robado, porque a lo mejor el presunto ladrón sólo nos estaba gastando una broma pero nosotros hemos malinterpretado los hechos y le hemos dado nuestra cartera por voluntad propia, y claro, el pobre a lo mejor tiene hijos que sufrirían lo indecible si acaba en la cárcel y al fin y al cabo un error lo puede cometer cualquiera. No lo dicen porque al 99% de la población le parecería absurdo y hasta demencial este argumento… siempre que vaya dirigido a un caco y no a un violador, porque entonces el porcentaje baja bastante. 

Sin embargo, los números caen por su propio peso: si cada pocas horas se denuncia una violación en España y si la mayoría de agresiones sexuales no son denunciadas, si 1 de cada 5 menores sufre ASI y el 80% de casos son dentro del seno familiar (y todos estos datos son sólo los que conocemos)… toca hacer cálculos. Y entonces vemos que algo no cuadra: con estos datos es evidente que todos conocemos a varias personas que han sufrido violencia sexual, ya sea en la infancia o en la edad adulta, aunque no nos lo hayan dicho.

Pero a pesar de que cada uno de nosotros, por pura estadística, compartimos tiempo, afectos y vida sin saberlo con varios supervivientes de violencia sexual, seguimos sin estar bien educados al respecto. Continuamos sin saber a qué debemos llamar agresión sexual, cómo afecta a la víctima, qué mecanismos llevan a un agresor a cometer violaciones, qué consecuencias deja, de qué forma debemos actuar cuando alguien nos cuenta que las ha sufrido, o cómo podemos educar a nuestra infancia y adolescencia para prevenir la violencia sexual (y no es diciéndole a las jovencitas que no beban o no usen minifalda)… en definitiva, desconocemos demasiadas cosas, y eso no sólo nos perjudica individualmente a las víctimas, sino también de forma colectiva. Porque como ya dije en una entrada anterior, al fin y al cabo la mejor arma para un agresor es una sociedad que no tiene claro dónde están sus límites. Y por desgracia en ese sentido seguimos siendo herederos de las creencias más retrógradas.



(Vídeo sobre consentimiento sexual que menciono en esta entrada: https://www.youtube.com/watch?v=E4WTnJCMrH8