jueves, 19 de noviembre de 2020

LA NIÑA QUE SOBREVIVIÓ

 


Adaptarme, esperar, soñar. Si tuviera que definir mi infancia con tres palabras elegiría estas. Convertirme en un camaleón para sobrellevar los miedos, esperar a crecer para ser libre y tener una vida perfecta, con una casa preciosa, una familia bien avenida, un par de animales y todos mis proyectos cumplidos. Porque cuando yo era pequeña sobre todo me dedicaba a eso: a fantasear con mi futuro. Y, por supuesto, se trataba de fabulaciones maravillosas. Es algo que ha sido sorprendente para mí durante muchos años: recordar mi felicidad durante la infancia. 


Más de una vez he pensado que, en el fondo, mis abusos no debieron de ser graves, puesto que en ese caso no habría sido tan alegre y soñadora cuando era niña. Me ha costado bastante entender que precisamente ambas características fueron un escudo, una forma de luchar contra los abusos. Siempre he “pecado” de demasiado optimista, de obviar detalles que me daban pistas de que algo saldría mal o de que estaba confiando en alguien que no era tan transparente o estupendo cómo me parecía. Y enseguida entendí que esa ingenuidad, a pesar de tener una historia personal que me debería haber preparado para lo contrario, era un mecanismo de defensa. Me he negado a ver las partes más oscuras de la humanidad porque de pequeña creí que no iba a soportar vivir otra vez lo mismo, y necesité autoconvencerme de que la vida era de color rosa. Con los años, claro está, comprendí que estaba equivocada pero una parte de mí siguió aferrándose a la creencia de que todo era más puro y bonito de lo que sugería la realidad. Y ahora entiendo que si logré sobrevivir fue porque me pasé la infancia soñando. Y esperando, aguardando a que esos sueños se cumplieran. 


No hace falta explicar que el batacazo al hacerme adulta fue importante, porque cuando cumplí dieciocho años resultó que la promesa de dicha, paz y libertad no estaba allí, a la vuelta de la esquina, esperando para premiarme por mi paciencia y buena voluntad. Eso solo ocurre en los cuentos de hadas y yo no era una princesa encantada, pero aceptarlo fue duro porque entonces vino la tristeza. 


Alrededor de los 17 años, en el momento en que entendí que ya había crecido, comencé a ser más consciente de mis secuelas, de que yo no era “normal” y también de que de alguna manera no lo había sido nunca. Solo que ahora no tenía, como antes, el consuelo de que un día me haría mayor y todo lo que no me gustaba de mí se recompondría como por arte de magia. Ahora ya no era un “proyecto de persona” (que es lo que yo de alguna forma había sentido en mi niñez), sino que para bien o para mal las bases de mi carácter estaban asentadas, y yo no podía sentirme más defectuosa, más rota. El optimismo desmedido y la alegría de mi infancia se convirtieron en pena, dolor y decepción, hasta el punto de que perdí la ilusión por lo que me rodeaba. Continuaba soñando, porque era lo que me daba fuerzas para seguir, pero tampoco me emocionaban especialmente esos proyectos, sino que más bien quería cumplirlos para no sentirme una fracasada. 


Porque eso es lo que veía de mí misma: que en teoría lo tenía todo para estar contenta y satisfecha, pero no era así. Notaba un vacío dentro que no comprendía, y lo vivía como una derrota: no estaba siendo capaz de tomar las riendas de mi vida, no podía dejar de sentirme un bicho raro, un estorbo, un error de la naturaleza. Así que solo me quedaba seguir soñando que en el futuro todo cambiaría, mientras me frustraba por estar malgastando mi vida, porque no lograba disfrutar realmente de ésta. Casi todo me parecía anodino, y muchas veces hacía las cosas de forma automática, disociada y sin ser consciente de mis actos. Vivía para intentar demostrarme algún día a mí misma que yo merecía existir.


Todo empezó a cambiar cuando puse remedio a mis secuelas, cuando comencé a buscar ayuda e hice trabajo interno, pero si yo no hubiera recordado a los veinte años que de niña fui abusada probablemente ahora, más de una década después, seguiría sintiéndome como en mi postadolescencia: rota, defectuosa, perdida. Quizás seguiría pensando que yo no debería haber nacido, y le echaría las culpas a la pequeña que fui por su ingenuidad de creer que el mundo era un lugar mejor de lo que es. Ahora puedo abrazar a mi niña interior y empatizar con ella, pero hace un lustro y medio la odiaba. Recuerdo que con 22 o 23 años le escribí una carta en la que solo me faltaba acusarla de ser la hermana perdida de Satanás. A mí, a una niña que lo único que había hecho era sobrevivir. Ahora comprendo lo injusta que fui conmigo misma, pero hasta hace relativamente poco no lo veía. Y creo que de alguna manera tampoco entendía por qué de pequeña podía ser tan feliz, y eso me llevaba a sentirme una farsante. 


Por ello he querido escribir este texto. Hoy es 19 de noviembre, un día que varias ONG catalogan como de lucha contra los abusos sexuales infantiles, y estoy segura de que entre todas las víctimas/supervivientes muchas y muchos se sentirán como yo me sentía. Desconcertados y culpables. Responsables de no haber hecho, de no haber dicho, de haber sobrevivido, de cómo lo hicimos… pero la realidad es que actuamos de la única forma que pudimos y supimos en ese momento. No hay dos supervivientes iguales y las secuelas son tantas y a veces tan dispares que se pueden manifestar de forma opuesta. Hay quien se vuelve un estudiante modelo, hay quien no aprueba ni una asignatura, hay quien se comporta de forma excesivamente complaciente y quien por contra actúa de manera huraña y solitaria, hay quien rechaza el sexo pero también quien empieza a practicarlo con compulsión, etc. 


Por eso pienso que como sociedad y a nivel personal es importante tener en cuenta que no existe un prototipo claro de superviviente de abuso sexual en la infancia. Hay consecuencias a nivel psicológico o de conducta más o menos generales, pero cada uno de nosotros tiene su propio escudo. Que un niño o niña parezca feliz y alegre no significa que no tenga miedo o que no haya vivido un tormento. 


Así que yo hoy, en contraste con la carta que le escribí a mi niña interior hace tiempo, me gustaría aprovechar este día y este espacio para pedirle perdón, y decirle que ahora comprendo todo lo que tuvo que reprimir, incluso ante ella misma, y que fue muy valiente. Que es buena, que siempre lo ha sido, y que todo lo que hizo fue para sobrevivir. Que la he estado juzgando mal durante muchos años y que de eso solo tengo la culpa yo. Y sobre todo que la quiero y que espero que pueda perdonarme. Por fin he aprendido a quererla y admirarla y ahora me gustaría que hiciéramos el resto del camino juntas. Desde aquí le hago llegar un abrazo de alma, de superviviente a víctima, y todo, absolutamente todo mi amor.