sábado, 18 de mayo de 2019

CUANDO EL ABUSADOR FUE UN REFERENTE EN LA INFANCIA


Como he comentado alguna vez, el 80% de los abusos sexuales contra menores son intrafamiliares, lo que significa que en su gran mayoría los agresores resultan ser parientes muy próximos a las víctimas, normalmente el padre u otras figuras de referencia. En ocasiones también puede ser una persona externa a la familia, pero que forma parte del círculo cercano del menor, aunque es más habitual que comparta parentesco con la criatura abusada.

Eso quiere decir que la víctima convive o se relaciona frecuentemente con un adulto que por un lado juega con ella, le da cariño, la cuida, la protege, cubre sus necesidades básicas… y por el otro, a escondidas del resto del mundo, la agrede en su intimidad, la destroza por dentro y le pide que guarde el secreto porque si no pasarán cosas malas, ¿Cómo puede sobrevivir un niño o niña a una dualidad tan desgarradora? Hablamos de que, justo cuando empieza a descubrir el mundo, se encuentra con que una de las personas a las que más quiere y de la que depende física y emocionalmente, le está causando uno de los mayores dolores que vivirá en su vida. Así pues, la víctima necesita mecanismos mentales para sobrevivir al trauma. Uno de esos mecanismos es la amnesia disociativa –olvidar parcial o totalmente los ASI, aunque las secuelas siguen presentes- y otro también muy común es la negación.

Como la niña o el niño todavía no está capacitada/o para comprender los abusos que vive, asume que lo que está ocurriendo no es tan grave; que esas “caricias” son normales entre dos personas que se quieren; que todos los adultos “juegan” a tocarse con las criaturas de su familia; que la culpa no es de su abusador sino de ella o de él por haberlo provocado; que cuando el adulto comete la agresión no es consciente de lo que está haciendo; que en esos momentos no es él, sino un desconocido que ocupa su lugar y lo vuelve malo, etc. De otra forma la víctima no podría convivir con los abusos, ¿A qué criatura le gustaría pensar que uno de sus adultos de referencia (normalmente el padre) es mala persona, que no la quiere o que le está haciendo daño a propósito? No olvidemos que muchas veces todo lo que la niña o el niño víctima sabe de la vida, de lo que hay a su alrededor, de lo que está bien o está mal… se lo ha enseñado, en parte, su agresor. Es una realidad muy, muy compleja, contradictoria y dolorosa.

Pero, ¿Qué ocurre cuando las víctimas crecen y se transforman en supervivientes? Pues que en la mayoría de casos continua esa contradicción interna, ya que la creencia que se forjaron para sobrevivir a los abusos ha crecido con ellas y se ha instalado en su inconsciente. Y ahora esos menores se han convertido en adultos que siguen queriendo a su abusador, y que además arrastran varias secuelas que les impiden sentirse felices: culpa, nula autoestima, inseguridades, miedos… mientras que el agresor sigue mostrando esa facilidad para manipularlos que ponía de manifiesto durante los abusos.

En teoría superviviente y abusador son ya dos personas adultas, pero a la práctica una de ellas tiene anulada su capacidad para defenderse, comprender las dimensiones del trauma y ayudarse a sí misma. Sigue pensando que en parte fue su culpa, que es una indecente, que debe esconder “su” secreto para que nadie sepa lo horrible que es… y en esas circunstancias, cuando las manipulaciones que ejerció el agresor durante la infancia de la víctima ya han dado su fruto, el primero lo tiene todo a su favor para seguir manipulando a la segunda, e incluso para continuar agrediéndola. En muchos casos los abusos que empiezan en la niñez se perpetúan durante la adolescencia o la edad adulta, no porque ambas partes lo deseen y estén conformes, sino porque una de ellas está anulada psicológica y emocionalmente.

Por supuesto que la persona superviviente necesitaría hacer un trabajo de fondo para recuperarse, pero no siempre es consciente de que le hace falta. Muchas veces, después de años conviviendo con las secuelas de los ASI, acabamos adaptándonos a una realidad que no nos llena, que nos lastima casi sin que nos demos cuenta, que nos va hundiendo poco a poco… porque pensamos que no hay salida para nosotros, porque estamos rotos, o porque nunca hemos logrado dejar de sentirnos infelices y nos resistimos a creer que realmente podamos hacerlo. Sería como si ahora nos dijeran que un día veremos el cielo de color lila, o que la miel nos sabrá amarga. Salvando las distancias, para un superviviente ASI puede ser igual de increíble aceptar que podrá sentirse libre, seguro/a de sí mismo/a y con capacidad para tomar las riendas de su vida. Porque nunca ha sido así.

Pero, además, en los abusos intrafamiliares  normalmente hay otro factor: el amor que, también de adultas, las personas que padecieron las agresiones sienten hacia sus abusadores. Como decía al principio, en la mayoría de casos el agresor también es quien se encarga de proveer cuidados y cariño a su víctima durante la niñez. En ocasiones puede incluso ser el único adulto que la trate de forma afectuosa a la par que abusa de ella, hecho que genera un vínculo afectivo muy fuerte.  Y la mayoría de nosotros no queremos lastimar a las personas que queremos, o sea que para muchos supervivientes de abuso intrafamiliar la negación que les ayudó a sobrevivir en la infancia continúa durante la etapa adulta. Pueden pensar que exageraron, que ambas partes son igual de responsables de lo que pasó (por ejemplo “Sí, papá me tocaba, pero yo sabía que iba a hacerlo y nunca le dije que no, o sea que aquello no eran abusos porque me dejaba, yo consentí”), que ya hace muchos años de aquellos hechos y deberían haberlos superado, o que su agresor hizo lo que hizo porque era alcohólico, o tenía depresión, o estaba enfermo. O cualquier justificación parecida.

Y es que asumir la culpa de los abusos que padecieron y que tal vez aún padezcan de un modo u otro resulta menos doloroso –aunque lo sea igualmente- que admitir que esa persona a la que quieren tanto, la que debía cuidarlos, darles afecto sano y fortalecer su autoestima, hizo todo lo contrario. Que los traicionó, ¿Cómo se asimila la traición de un padre o de una madre, por ejemplo? ¿De qué manera se asume que has amado y amas tan profundamente a alguien que ha sido capaz de provocarte tantísimo dolor? Además, enfrentar al agresor significa admitir que la familia se dividirá, y ninguno de nosotros queremos crear enfrentamientos familiares ni ver sufrir a nuestros allegados dándoles una noticia tan dura. Por otra parte, sacar la verdad a la luz también supone admitir la devastación que nuestro agresor dejó en nosotros, y no es nada sencillo. En la inmensa mayoría de casos cuando los supervivientes aceptamos el alcance del daño que nos dejaron los abusos nuestra vida se pone patas arriba.

Es tan complicado que, muchos supervivientes de ASI por parte de un pariente cercano, ante la perspectiva de hacer públicos los abusos, eligen sacrificarse. Quieren a su agresor, así que no desean exponerlo a ningún tipo de sufrimiento. Puede ser difícil de entender para los que no conocen a fondo los mecanismos del abuso sexual intrafamiliar, esos que dicen “¡Da igual que también haya sido cariñoso contigo! ¿No ves que abusó de ti? ¡Es un monstruo, que se pudra en la cárcel! ¡Tienes que denunciarlo, no comprendo que no lo hayas hecho ya!” o que incluso dudan de la veracidad de los abusos precisamente porque la víctima se niega a ir a la policía. Afirman que si ellos estuvieran en el lugar de la persona superviviente no dudarían ni un segundo en denunciar y contárselo a todo el mundo, que no sentirían pena ni amor por alguien que abusó de ellos, sea quien sea. Pero hablan desde el desconocimiento más absoluto, y muchas veces provocan sin querer que la víctima se sienta tonta o débil por no ser capaz de arrancarse el corazón. 

Normalmente la ambivalencia entre amar al abusador y enfrentar el daño que causó sólo la entiende quien la vive, y, en ocasiones, algunas personas del entorno del superviviente que conocen las consecuencias que pueden dejar los ASI en sus víctimas. Para el resto de la gente sin embargo no es tan fácil comprender cómo puede alguien tener sentimientos de cariño y protección hacia quien le destrozó la vida, y esa es una vergüenza extra con la que carga el/la superviviente, que no sabe explicar por qué le ocurre, pero necesita sentirse apoyada y comprendida. Un acompañamiento que muchísimas veces, a causa del tabú que supone este tema en nuestra sociedad, pocos allegados pueden proporcionar.  

sábado, 11 de mayo de 2019

NO ME MEREZCO


Cada superviviente de ASI tiene una historia distinta, y dependiendo de sus características, las secuelas que arrastre tras los abusos serán más o menos intensas. Pero en general la sensación de no merecer cosas buenas, ya sea porque nos sentimos demasiado sucios o demasiado inútiles para ser dignos de ellas, es una realidad que compartimos la mayoría de nosotros.

Normalmente los abusos dejan la percepción en el niño o niña víctima de que su ser ha quedado manchado. Como si fuéramos una máquina a la que le faltan piezas para funcionar de forma correcta. Pero es una creencia que, la mayoría de veces cuando llegamos a la edad adulta, no sabemos de dónde viene. Es decir, podemos recordar que sufrimos abusos sexuales en la infancia, pero independientemente de eso, para nosotros la creencia de que arrastramos una especie de culpa abstracta y generalizada, es una realidad. No es que tengamos la culpa de haber llegado tarde a tal cita, o de no haber rendido el 100% en un examen, o de habernos equivocado con tal persona... es que somos culpables. Como quien es de temperamento alegre, prudente, sensato, vivaracho, altruista... para muchos supervivientes la sensación de que la culpa es, más que un sentimiento, una característica nuestra, lleva años acompañándonos. Y esa culpabilidad nos hace sentir defectuosos, lo que lleva a que cuando otras personas nos ofrecen algo bueno, algo que deseamos o que cualquiera recibiría como un honor, creamos no merecerlo.

Recuerdo, por ejemplo, cuando a los diecisiete años tuve que elegir a qué me iba a dedicar profesionalmente. Nunca me ha gustado de forma especial el mundo de la estética, pero se me ocurrió que podía ser maquilladora de difuntos. La razón es que me imaginaba a mí misma trabajando a solas, en una sala cerrada, con una persona fallecida a la que tendría que preparar para su último adiós, peinándola y maquillándola sin que los demás pudieran regañarme si me equivocaba (porque seguro que me equivocaría muchas veces, con lo inepta que yo era) porque nadie -ni siquiera el difunto- me vería realizar mi labor. Y como probablemente tendría varias horas para llevar a cabo dichas tareas, seguro que, por muy inútil, olvidadiza y torpe que fuera, al final acabaría maquillando a mis clientes de forma satisfactoria, ya tuviera que repetir el mismo trabajo diez veces (estaba segura de que sería así). Finalmente, descarté esa opción porque en el fondo sabía que no era mi vocación, y me planteé estudiar una carrera estilo magisterio, psicología o educación social, que eran campos que realmente me motivaban... pero la idea de ponerme al frente de personas en situación vulnerable me daba pánico, llegué a pensar que si trabajaba, por ejemplo, como psicóloga muchos de mis pacientes -los que llegaran con problemáticas más graves- acabarían suicidándose tras salir de mi consulta. La posibilidad de tener un empleo que me satisficiera, en el que cada día sintiera que estaba donde deseaba estar, no era una opción. Yo no iba a lograrlo, no era merecedora de poner esas expectativas en mí misma.

Y la situación resultaba idéntica cuando me relacionaba con mi entorno. Siempre esperaba el momento de que mis allegados comprenderán que no valía tanto como pensaban, y cuando conocía a alguien que me caía bien me enfadaba conmigo misma cada vez que demostraba lo que yo llamaba "mis rarezas" (ansiedad, tristeza, disociación, fobias...) delante de esa persona. Porque estaba convencida de que tarde o temprano me iba a mandar a freír espárragos, por bicho raro. 

Otro ejemplo: durante años cuando iba por la calle cruzaba los pasos de cebra con el semáforo en rojo. No lo hacía adrede, simplemente no me daba cuenta. Yo pensaba que "vivía en mi mundo" y era una torpe, pero con el tiempo descubrí que era fruto de la disociación. Bien, pues el caso es que a veces eso me pasaba yendo acompañada de otras personas. Y en una ocasión una amiga decidió darme un toque: me pidió que por favor estuviera pendiente de no cruzar la calle cuando pasaran coches porque ella sufría pensando que cualquier día me iban a atropellar. Era una amiga muy cercana (de las pocas amistades que tenía entonces) pero me sorprendió que dijera eso: ¿Ella, preocuparse porque a mí me fuera a pasar algo? ¿Acaso yo me merecía que a alguien le importara mi suerte? Honestamente, estaba segura de que si me moría sólo me llorarían mis padres. Los demás quizás se quedarían impactados (que no apenados) un par de días o una semana, por aquello de que a todo el mundo le impresiona que una persona joven se muera... pero luego se olvidarían de mí y enseguida estarían saliendo de discotecas, felices y pensando en sus cosas. Y probablemente con el paso de los meses se borrarían de su memoria detalles como mi apellido, la fecha de mi nacimiento, las cosas que me gustaban, el color de mis ojos... hasta que mi recuerdo quedara en nada. Puro polvo. Yo no era digna de dejar huella en nadie, yo sólo era un bulto que hablaba y caminaba. Y a nadie le importa que un bulto desaparezca. Por eso me sorprendió muchísimo que a mi amiga le preocupase si un coche me atropellaba.

Suena triste, pero supongo que en mi mente aquello reflejaba lo que yo merecía. Por eso era el trato que esperaba que me dieran los demás: indiferencia y olvido. No resulta extraño que me sintiera tan poca cosa. O quizás ocurría al revés: esperaba ser un cero a la izquierda en el mundo precisamente porque me sentía poca cosa. Imagino que era una cadena, ambas razones se alimentaban y devoraban entre sí. Yo no merecía nada bueno, esa era la lectura. Pero por extraño que pueda parecer desde fuera, nunca creía que tuviera un falso mal concepto de mí misma o un sentimiento de culpa exagerado (a pesar de que me sentía culpable incluso de lo que hacía bien), sino que daba por hecho que las cosas eran así en realidad. Mi carácter era el de una persona torpe, cobarde, poco inteligente, errónea, tarada, débil... y mala, porque aunque no quisiera hacía daño a los demás. Los dañaba porque era un desastre incapaz de realizar nada correctamente. Así que me parecía comprensible que no le importara a nadie, ¿A quién le puede interesar la vida de una idiota que sólo sabe meter la pata y tomar decisiones estúpidas? Como ese era el concepto que tenía de mí lo consideraba totalmente cierto. No me cuestionaba por qué opinaba de ese modo, sólo lo daba por cierto. Igual que no me cuestionaba por qué razones creía que la Tierra era plana o que mi vecino era alto y simpático, también estaba segura de que me odiaba a mí misma porque tenía motivos, ¿Quién no iba a detestar a alguien como yo? 


Cuando una persona tiene la autoestima tan machacada es difícil que se dé cuenta de que es justo lo contrario: no merece esa vida ni ese dolor. Se necesita todo un proceso con muchos altibajos, porque entender que alguien (a quien probablemente querías además) te hizo creer que no podías aspirar a nada más que a sentirte miserable es doloroso. Comprender todo lo que has perdido por el camino lo es aún más. Porque no sabes la vida que habrías llevado si nunca te hubieran destrozado internamente de esa manera, y cuando comprendes que has tomado muchas decisiones insatisfactorias movida por la falta de amor propio, la rabia, la tristeza y -paradójicamente- la culpa pueden aumentar. Por no haberte dado cuenta antes, por no haberte querido más, por tener secuelas... puede ser muy duro, pero una vez se te cae la venda de los ojos ya no hay vuelta atrás. Y además es la única forma de llegar a asimilar que sí merecemos todo lo bueno que la vida nos pueda ofrecer. Esa vida que una vez hace muchos años asumimos que no estaba hecha para nosotros, igual que -según dice el refrán- no está hecha la miel para la boca del asno. Y esa creencia nos acompañó por años, en algunos casos, durante toda nuestra existencia.