domingo, 20 de octubre de 2019

CULTURA DE LA VIOLACIÓN


Hace poco, tuve un debate con una compañera de ForoGAM (el espacio virtual de ayuda mutua para supervivientes ASI en el que participo) a propósito de un vídeo que, haciendo una comparativa sobre obligar a una persona a beber té, intenta explicar lo que es el consentimiento en el sexo. La otra superviviente y yo hablábamos sobre si de verdad es necesario explicar en qué se diferencia una violación de una relación íntima o si, por contra, todos sabemos que agredir sexualmente a alguien se trata de un delito.


Mi conclusión ha sido la siguiente: “Sí, a todos se nos dice que violar está mal... pero mucha gente tiene en mente que una violación es cuando un tipo agarra a una mujer, ella forcejea con todas sus fuerzas, él la reduce mediante golpes y violencia, y entonces la penetra mientras la chica sigue gritando, forcejeando y diciendo "no". Cualquier cosa que se salga de ahí (incluidos los ASI), por desgracia, sigue causando dudas.

De boquilla todo el mundo odia la violación y cree que habría que colgar de un pino a los violadores después de cortarles los testículos y el pene. A la práctica, cuando escarbas un poco, ves que muchas de esas personas justifican las violaciones y hasta insultan a las víctimas si la agresión no ha tenido lugar a manos de un hombre violento sobre una mujercita sobria y recatada que se ha resistido de forma clara y contundente.”

Me encantaría, de corazón, opinar otra cosa, pero mi experiencia me lo impide. Creo que es mucha la hipocresía social que rodea las agresiones sexuales, y ya no hablemos cuando se trata de ASI, ¿El motivo? A mi juicio hay varios, pero uno de ellos es que desgraciadamente, muchísima gente de nuestro entorno desconoce en qué consiste exactamente una agresión sexual, o, dicho de otra forma, la definición que tienen en mente de este delito es sesgada, porque sólo reconocen una violación cuando se da bajo determinadas circunstancias, las que nos ha vendido el imaginario colectivo. Pero esa es solo la punta del iceberg.

Por supuesto que muchas personas son violadas mientras las amenazan con un arma, o que reciben una golpiza cuando intentan defenderse. Y también las hay que gritan, piden ayuda o hacen el intento de escapar. Sin embargo, muchísimas otras veces no hay pistolas, cuchillos, o palizas. Ni la víctima puede resistirse hasta el límite de sus fuerzas.  A veces ésta tiene miedo, o se bloquea, o decide no poner su vida en riesgo y se limita a apretar los dientes mientras llora y ruega que todo termine. O no puede hacer nada de todo eso, porque está inconsciente o demasiado borracha para darse cuenta de lo que le están haciendo. Pero si el acto se consuma sin que una de las dos partes lo desee, también podemos –y debemos- hablar de agresión sexual. Porque al fin y al cabo lo que ocurre es que la voluntad de una persona en relación a su propia sexualidad queda anulada. Su cuerpo es utilizado para algo que ella no quiere hacer, y en eso siempre existe violencia.

Sin embargo, opino que una de las principales razones que nos dificulta verlo es que nos hemos criado, por un lado, con la creencia machista de que no hay que creer en demasía a una mujer o a un menor que denuncia violencia sexual, cuando en realidad es al contrario: la mayoría de víctimas nunca denuncian, y si hacen pública su experiencia, es años o décadas después de los hechos. Por cada víctima que denuncia hay varias que no se sienten preparadas para hacerlo. Vayamos sumando. Asimismo, observo que, aunque muchas personas no sean conscientes, en el fondo una parte importante de la población sigue pensando –tal vez menos que en el pasado, eso sí- que en el caso de las mujeres debemos darnos a respetar para no ser agredidas, que con nuestra actitud podemos evitar o facilitar abusos sexuales.

Lo creo porque he oído decir demasiadas veces cosas como “luego que no se queje si le pasa algo” (vamos, si la violan) ante una mujer que llevaba una vida sexual activa, o que salía mucho de fiesta, o que vestía muy sexy, o que coqueteaba con varios hombres. Como también he oído decir más a menudo de lo que me habría gustado (y creo que escucharlo una sola vez ya es excesivo) perlas como “los hombres no pueden parar cuando están en pleno acto sexual, aunque quieran su deseo es tan fuerte que les nubla la razón”, o “¿Para qué tuvo ella tres citas con ese hombre, si luego no quiso acostarse con él? ¿A qué juega?”, o “Sólo tenía que decir que no, si guardó silencio que ahora no se lamente”, o “Lo que deben hacer las mujeres es darse a respetar”, o “Sí, bueno, no está bien que ese chico te haya metido mano mientras estabas borracha o dormida, pero ya sabes que los tíos son así, no hagas caso. En el fondo quizás lo que ocurre es que le gustas y no sabía cómo decírtelo”. Son sólo algunos ejemplos pero seguro que a todos se nos ocurren más frases como estas. Todas y cada una de ellas están destinadas a abonar el terreno cuando un violador cometa una agresión sexual, para que poco a poco y a costa de oír decir siempre lo mismo acabemos alienándonos y normalizando uno de los tipos de violencia más extendidos contra mujeres y menores de edad. Quizás cuando las pronunciamos no somos conscientes, pero cada vez que lo hacemos, un violador da palmas con las orejas. O al menos las daría si estuviera delante.

También lo pienso porque cuando escucho hablar de la existencia de denuncias falsas es por el mismo tipo de delito: violaciones, malos tratos o abusos sexuales en la infancia. Creo que para la mayoría de nosotros esas dos palabras (“denuncia falsa”) inmediatamente nos llevan a pensar en delitos donde las víctimas mayoritariamente son mujeres o niños, sin que haga falta que nos lo especifiquen. Lo tenemos asociado. No obstante, las estadísticas señalan que existen más denuncias fraudulentas por robo que por cualquier otro delito, pero cuando las personas sufrimos un robo y lo contamos, nuestros interlocutores no acostumbran a pensar que estamos mintiendo para cobrar el seguro, ni nos dicen que antes de denunciar nos aseguremos bien de que es verdad que nos han robado, porque a lo mejor el presunto ladrón sólo nos estaba gastando una broma pero nosotros hemos malinterpretado los hechos y le hemos dado nuestra cartera por voluntad propia, y claro, el pobre a lo mejor tiene hijos que sufrirían lo indecible si acaba en la cárcel y al fin y al cabo un error lo puede cometer cualquiera. No lo dicen porque al 99% de la población le parecería absurdo y hasta demencial este argumento… siempre que vaya dirigido a un caco y no a un violador, porque entonces el porcentaje baja bastante. 

Sin embargo, los números caen por su propio peso: si cada pocas horas se denuncia una violación en España y si la mayoría de agresiones sexuales no son denunciadas, si 1 de cada 5 menores sufre ASI y el 80% de casos son dentro del seno familiar (y todos estos datos son sólo los que conocemos)… toca hacer cálculos. Y entonces vemos que algo no cuadra: con estos datos es evidente que todos conocemos a varias personas que han sufrido violencia sexual, ya sea en la infancia o en la edad adulta, aunque no nos lo hayan dicho.

Pero a pesar de que cada uno de nosotros, por pura estadística, compartimos tiempo, afectos y vida sin saberlo con varios supervivientes de violencia sexual, seguimos sin estar bien educados al respecto. Continuamos sin saber a qué debemos llamar agresión sexual, cómo afecta a la víctima, qué mecanismos llevan a un agresor a cometer violaciones, qué consecuencias deja, de qué forma debemos actuar cuando alguien nos cuenta que las ha sufrido, o cómo podemos educar a nuestra infancia y adolescencia para prevenir la violencia sexual (y no es diciéndole a las jovencitas que no beban o no usen minifalda)… en definitiva, desconocemos demasiadas cosas, y eso no sólo nos perjudica individualmente a las víctimas, sino también de forma colectiva. Porque como ya dije en una entrada anterior, al fin y al cabo la mejor arma para un agresor es una sociedad que no tiene claro dónde están sus límites. Y por desgracia en ese sentido seguimos siendo herederos de las creencias más retrógradas.



(Vídeo sobre consentimiento sexual que menciono en esta entrada: https://www.youtube.com/watch?v=E4WTnJCMrH8

martes, 8 de octubre de 2019

NUESTRO LUGAR EN EL MUNDO


Después de pasar el verano un poco desvinculada del tema ASI (y de haberlo alargado hasta principios de otoño, debo admitirlo) hoy me dispongo a retomar el blog. Antes de nada, aclaro que este tiempo de desconexión alrededor del tema no se debe a ninguna crisis personal vinculada a los abusos, sino simplemente a que tras pasar un año entero dándole bastante caña al tema, me apetecía tomarme unas vacaciones, tanto para descansar un poco como para poder hacer balance de lo que he conseguido en todo este tiempo. Llevo varios años de recuperación activa, pero los mayores avances han llegado durante los tres últimos. Hace poco una amiga me comentaba cómo he cambiado desde 2016 o 2017 hasta aquí, y es verdad. Pero si esa misma persona me hubiera conocido en 2011 o 2013 habría alucinado, porque la metamorfosis todavía es más radical.

Recuerdo que en mi época de instituto y hasta mis veintitantos los demás solían decir que era muy seria, si bien yo por dentro no me sentía de esa manera, a pesar de la imagen que transmitía. De hecho, una amiga a la que conocí en verano de 2016 meses más tarde me dijo algo como esto: “Cuando nos vimos por primera vez pensé que ibas a ser una persona muy seria, de esas a las que no les gustan las bromas, y ¡Qué va! Si no eres para nada así”. Y estoy segura de que tanto ella como alguien que me hubiera conocido con 18, 20 o 24 años habría podido añadir a ese adjetivo otros similares a la hora de describirme: tímida, callada, introvertida, estudiosa, indecisa, complaciente, muy responsable, asustadiza, solitaria, vergonzosa, insegura… a día de hoy sigo siendo un poco tímida y me considero responsable en su justa medida (excepto en algunos momentos en que me exijo demasiado, eso lo tengo que pulir), y más que estudiosa creo que soy curiosa. Me gusta aprender, pero no dedico tiempo extra a mis estudios para suplir el que no puedo dedicar a las relaciones sociales, como hacía antes. De hecho me encanta divertirme, y ya no tengo miedo de conocer gente, socializar y hablar sobre mí, como en el pasado. Es más, disfruto mucho de las conversaciones, y creo que siempre ha sido así, sólo que hace unos años evitaba hablar mucho por miedo a decir estupideces y dar la impresión de ser idiota. A día de hoy, sin embargo, me siento más libre, más yo misma, y creo que eso se traduce también en mis metas personales.

He comentado alguna vez que cuando tuve que decidir lo que quería estudiar opté por no dedicarme a nada que pudiera influir en la vida de las personas, a causa del miedo que me daba perjudicar a terceros por no saber hacer bien mi trabajo. De hecho recuerdo que alrededor de mis 15 años un conocido de mis padres me preguntó si ya había considerado dedicarme a la medicina, pues creía que podría gustarme atender a personas enfermas. Mi respuesta fue muy directa y sincera, aunque la dijera entre risas: “No me imagino siendo médico, yo mataría a todos mis pacientes en lugar de curarlos”. Puede sonar a broma, pero en mi interior estaba totalmente convencida de ello. Ni médico, ni enfermera, ni profesora, ni asistenta social, ni psicóloga… nada que pudiera tocar las vidas de los demás, porque seguro que las tocaría para mal. Me consideraba tóxica, no por mis comportamientos, sino porque de algún modo sentía que había algo sucio dentro de mí, una mancha que se extendería a todo lo que rozara con los dedos, hasta dañarlo, ¿Y qué culpa tenían de eso las demás personas? ¿Con qué derecho iba yo a dedicarme a una profesión con la que “sabía” que haría daño sí o sí?

Sin duda, mi lugar en el mundo se encontraba en cualquier rincón escondido. Una oficina o un despacho donde estuviera yo sola, y a poder ser realizando labores no muy complicadas, las cuales si hacía de forma incorrecta no tuvieran consecuencias demasiado negativas. Amagada, con la cabeza gacha, sin que se me viera demasiado. Yo debía ser invisible, me daba pánico destacar. Hasta hace un par de años, que decidí empezar a correr el telón, salir de detrás de las bambalinas para situarme en mitad del escenario, frente a todo el mundo, y tímidamente ver qué puedo aportar al resto del planeta. Muchos meses más tarde no quiero pecar de inmodesta, pero he de decir que el resultado ha sido mucho más enriquecedor de lo que podría haber esperado cuando di ese salto.

Siempre digo que soy una persona afortunada porque, a pesar de todo, tengo razones para seguir viviendo y, casi todas ellas, tienen que ver con mis posibilidades. La vida me ha dado guantazos hasta en el carnet de identidad, pero también ha puesto muchas luces en mi camino para que pudiera salir adelante, así que creo que el balance es positivo. Pero sobre todo diría que soy afortunada porque, a mi edad (y no llego a la treintena), he encontrado mi lugar en el mundo, y no está en un sitio oscuro, triste y sombrío, escondida para que nadie pueda darse cuenta de lo inútil que soy. Al contrario: creo que mi lugar es el activismo, la lucha para prevenir que otras personas pasen por lo mismo que viví yo y, si les ocurre, que puedan sanar lo más pronto posible, que no pasen décadas escondiéndose, como hice yo y como pretendía seguir haciendo, conformándome con lo que la vida decidiera darme y convencida de que si no era feliz pero tampoco infeliz ya podía darme por satisfecha, pues yo no merecía más. Ahora, por el contrario, comprendo que eso no es así.

Sé que no será fácil: el enemigo es poderoso, lleva muchos años existiendo, hay personas dispuestas a hacer todo lo posible para que no deje de existir, y además mueve dinero en muchas partes del mundo. Pero, como se suele decir, si logro ayudar a una persona todo el esfuerzo que haga no será en vano, y mi presentimiento es que, aunque no vaya –vayamos, pues no soy la única que está en esta lucha- a erradicar los ASI, sin duda llegaremos a muchas más personas, no solo a una. Y he descubierto que lo que me ayuda a sanar, lo que me hace vibrar y sentirme viva es trabajar mi historia sabiendo que estoy haciendo algo para que no se siga repitiendo en terceros, para que lo que estuvo a punto de hundirme a mí no hunda a otro/a hasta llevarlo/a a la muerte prematura, o a la muerte en vida. No es un camino de rosas, pero me apetece recorrerlo. Y mientras, sigo estudiando para en un futuro poder seguir ayudando a otros supervivientes también de manera profesional desde un despacho, pero no apagado y discreto como creía, sino lleno de vida y de luz.

Una vez oí decir que uno raramente se convierte en lo que deseaba ser a los 15 años. En mi caso, por fortuna, creo que me estoy convirtiendo en algo mucho mejor, y sospecho que, aunque en muchos casos resulta tremendamente difícil debido a nuestras secuelas de culpa, depresión y baja autoestima, en realidad esa es una parte importantísima de nuestra sanación: descubrir las posibilidades que tenemos, encontrar lo que nos hace sentir vivos y en paz, y enfocarnos en ello, cueste lo que cueste. Porque si algo intuyo es que, tarde más o tarde menos, al final saldré de aquí ganando.