En la
entrada anterior intenté explicar por qué las víctimas de abusos sexuales
infantiles nos sentimos en muchas ocasiones culpables de las agresiones
sufridas, y de qué manera opera esa culpa cuando nos planteamos denunciar a
nuestros abusadores o, simplemente, hacer público su delito. En esta ocasión
voy a hablar de cómo los abusos provocan una pasividad en la mayoría de
supervivientes que también nos limita a la hora de romper el silencio.
Cuando
un menor sufre abusos sexuales su autoestima queda dañada. Es necesario que
reciba ayuda (tanto del entorno familiar como a ser posible terapéutica) para
que no crezca arrastrando un autoconcepto negativo. Si el menor no explica
–como ocurre en la mayoría de ocasiones- los abusos a otros adultos de
confianza la herida emocional que le ha causado su agresor no sanará, sino que
se quedará enquistada y se le hará presente a lo largo de su vida cada vez que
tenga que enfrentarse a un reto.
Os
pediré que imaginéis cómo se puede sentir una persona que se ve a sí misma
indecente, poca cosa, estúpida, insignificante, fea y sin nada que aportar a la
sociedad cuando tiene, por ejemplo, que decidir lo que va a estudiar en un
futuro. O cuando tiene una relación sentimental y se encuentra con que el
trato que le da su pareja no le satisface, pero no se decide a cortar la
relación porque cree que esas migajas que le están dando ya son más de lo que
realmente merece. O cuando entra a trabajar en un negocio y tiene miedo de
meter la pata en cada responsabilidad que asume, porque no se ve capacitada
para llevarlas a cabo, pero tampoco para hacerse respetar cuando intuye que sus
compañeros o sus jefes se están aprovechando de ella.
Cuando
cada ámbito de tu vida está marcado por la sensación de no valer nada acabas
convirtiéndote en presa del miedo, a veces a hechos concretos y otras a
todo y a nada al mismo tiempo. Miedo a equivocarte, miedo a que los demás se den cuenta de lo
poca cosa que eres y se aparten de tu lado, miedo a sentir porque te asusta mucho
no saber gestionar esas emociones, miedo a que te hagan daño, a ser tú quien haga daño a los
demás, miedo de tus limitaciones porque crees que afectarán negativamente a
todo lo que hagas… al final eso se resume en miedo a vivir. No es raro que
en muchas ocasiones los supervivientes nos encerremos en nuestra zona de
confort, porque aunque esa decisión no nos deja ser felices, al menos tampoco
provoca que nuestra situación vaya a peor. O eso creemos.
Personalmente
me he pasado años huyendo de todo aquello que creí que podía desestabilizarme. Yo
no era consciente de ello, sólo pensaba que estaba escogiendo en cada caso la
opción más sensata, pero en el fondo me mentía a mí misma. Lo más “sensato”
coincidía siempre en mi mente con lo más seguro. Y así iban pasando los años,
metida en mi búnker emocional. Porque salir de él implicaba enfrentarme a
situaciones a las que no estaba acostumbrada y que me atemorizaba no saber cómo
gestionar. Esa era la peor parte porque me imaginaba que podían pasarme un
montón de cosas negativas si salía de mi zona de confort, auguraba todos los
riesgos posibles, y ese ejercicio terminaba suponiendo una presión tremenda para
mí. Al final acababa poniéndome mil excusas para no dejar aquellos estudios que
no me gustaban, para no cambiar de trabajo, para no conocer a alguien, para no
aceptar una invitación a tomar café con aquel chico que me miraba de manera
especial pero que yo suponía que podía tener intenciones ocultas… porque
haciendo todos los días más o menos lo mismo no corría riesgos, o eso prefería creer.
Ahora,
volviendo al tema de por qué las personas que han sufrido ASI pueden tardar
décadas en hacerlo público, pensad en un superviviente que además de sentirse
culpable de sus propios abusos sexuales infantiles también vive con miedo a
volver a desbordarse, a sufrir de nuevo, a llevarse decepciones como las que se
llevó en la infancia… ¿Creéis que se sentirá con fuerzas de contarle a su
entorno más cercano que alguien a quien todos ellos aprecian (no olvidemos que
los agresores pueden ser miembros de la propia familia) le destrozó la
infancia? ¿Pensáis que esa persona se verá capaz de enfrentarse al
desconocimiento y a las preguntas desafortunadas de los demás (“¿Por qué no nos lo dijiste antes, es que
no nos quieres?”, “¿Seguro que fue para tanto?”, “¿Cómo puedo saber que dices
la verdad?” “¿Y qué pretendes que hagamos ahora, tantos años después?”)
cuando tal vez ni ella misma sepa cómo responderlas?
Y si
hablamos de denunciar ante un juez a nuestros agresores el asunto aún se vuelve
más peliagudo si cabe. Los procesos judiciales por violencia sexual pueden ser
muy largos y muy duros. No todos los integrantes del sistema jurídico están
preparados para tratar de manera adecuada con las víctimas. Por desconocimiento
–otra vez-, por falta de formación en el tema, etc. Es posible que la propia
persona denunciante tenga que explicar a los miembros de la sala qué es la
amnesia traumática, por qué no pidió ayuda cuando su agresor abusaba de ella o
por qué cuando éste la llamaba a su cuarto ella acudía en lugar de negarse. Y
será devastador si no tiene muy trabajada su historia.
Como
dije en la entrada sobre la culpa, hay otras razones que pueden llevar a una
víctima de abusos sexuales infantiles a no denunciar las agresiones una vez se
convierte en adulta. Por ejemplo, algunas de las que padecen amnesia no
recuerdan sus ASI hasta que estos ya han prescrito (porque sí, los abusos
prescriben), y entonces, aunque podrían presentar una demanda igualmente,
prefieren no hacerlo teniendo en cuenta que sus agresores no serían condenados.
Sin
embargo, la mayoría de veces la respuesta a esa cuestión es que los
supervivientes de abusos sexuales infantiles no nos sentimos preparados para
romper el silencio: tenemos la autoestima dañada, nos consideramos demasiado
vulnerables y demasiado indecentes para enfrentarnos a las consecuencias de buscar
justicia. La única solución si deseamos superarlo es que trabajemos nuestras
secuelas con la finalidad de empoderarnos. Podemos hacerlo con o sin la ayuda
de un profesional, pero de cualquier modo se trata de un camino que acostumbra
a durar años.
Primero
la persona superviviente necesita entender que muchas de sus limitaciones son
fruto de un trauma psicológico que precisa tratamiento, luego atreverse a dar
ese paso, y finalmente recorrer todo el proceso hasta sanar. Eso lleva tiempo,
no ocurre milagrosamente cuando la víctima cumple dieciocho años y entra de
forma legal al mundo de los adultos. O al menos no es lo más común.