domingo, 22 de diciembre de 2019

FRÁGILES


La primera vez que conté a alguien que había padecido abusos en la infancia yo tenía 20 años, y la persona que me escuchaba era una de mis mejores amigas. Nos conocíamos desde niñas, habíamos ido juntas al instituto, y además había sufrido maltrato intrafamiliar, por lo que mi confianza en ella estaba garantizada. Lo cierto es que no me decepcionó, pues fue sensible y empática conmigo, pero al despedirme de ella tuve la certeza de que no se lo contaría nunca a nadie más, excepto tal vez a algún terapeuta o a mis padres.

¿El motivo? Entre otras cosas, me daba miedo quedar estigmatizada a ojos de los demás. Que a partir de entonces para esas personas yo llevara siempre un cartel en la frente en el que, luciendo letras escarlatas, se leyera “VÍCTIMA”, con todo lo que eso podía conllevar, que no era otra cosa, básicamente, que el peligro de que me considerasen débil, ya fuera para volver a abusar de mí o para tenerme lástima.

Pero no esa lástima que nace de la compasión y de las ganas de ayudar, sino otro tipo de sentimiento que empequeñece a quien lo inspira, porque consiste en mirarle como si fuera inferior, menos capaz de salir adelante y de sobrevivir, o de solucionar sus propios problemas. Siempre me ha provocado mucho rechazo la idea de generar esa visión en otras personas, así que he procurado mostrarme fuerte, principalmente ante quienes conocían hechos de mi vida como el acoso escolar, lo que explico en la entrada "Los supervivientes y el sexo II", o los abusos en la infancia. Tenía miedo de que pensaran que todo me pasaba a mí, y que, por tanto, eso significaba que yo era o débil o mentirosa (porque creyeran que me lo estaba inventando).

Hace poco, después de compartir mi última entrada (“El violador no eres tú”) con una amiga también superviviente, ésta opinó que me había olvidado de una de las razones por las que los ASI no hablamos: el temor al estigma social, a ser considerados víctimas. En su caso, sufrió malos tratos y abusos sexuales intrafamiliares, y violencia de género siendo ya adulta, cuando una de sus parejas la agredió psicológicamente y, tras romper ella la relación, también físicamente, de modo que mi amiga acabó en el hospital. Hoy, ya recuperada de todos los tipos de violencia que ha vivido, me decía que para ella no es un problema explicar en el trabajo que su ex pareja la maltrató –cuando pasó tuvo que faltar a la oficina por las lesiones, y al regresar contó la verdad, así que algunos de sus superiores y compañeros lo saben-, pero que por contra no ha compartido con ellos que también vivió abusos sexuales y violencia doméstica siendo niña, porque le da miedo que piensen que si la han agredido tantas veces debe de ser porque su temperamento es el de una persona débil, y que por tanto no sería capaz de asumir responsabilidades laborales (en su trabajo muchas veces tiene que tomarlas). Me dijo que, para ella, es una forma de protegerse.

Esta conversación me hizo pensar en aquella época en que yo misma me protegía por miedo a recibir la etiqueta de víctima, un temor que todavía me asalta hoy día, precisamente porque he roto la promesa que me hice a mis 20 años, pues al convertirme en activista contra el ASI he acabado narrando mi propia historia. Sin embargo, si lo pensamos bien, ese miedo tendría que carecer de sentido: ¿Por qué a una persona debería asustarle que le coloquen la etiqueta de “víctima”, cuando la única realmente vergonzosa y denigrante tendría que ser la de “agresor”?

Creo que se debe al concepto de víctima que tenemos asumido socialmente. Como decía mi amiga, relacionamos a una persona agredida con alguien vulnerable, que no puede defenderse, que no sabe solucionar sola los conflictos que se le presentan, el soldado que siempre cae primero en batalla, y el cordero perfecto para todos los lobos. Alguien, en definitiva, que no está preparado para sobrevivir, porque su debilidad se lo impide. Así me he sentido yo durante años: como esos cachorros que, en algunas especies, son abandonados por sus madres porque nacen enfermos y sin posibilidades de salir adelante.

¿Es eso cierto? ¿Así somos quienes una vez sufrimos abusos o maltratos? Yo más bien diría que, en realidad, así podríamos sentirnos todas las personas en un momento determinado de nuestra vida si se dieran las circunstancias adecuadas. No creo que haya un solo ser humano en el mundo que esté libre de convertirse en víctima de violencia, ni siquiera quienes la ejercen. Y es que una de las características de este tipo de agresiones es que rara vez se ve venir, primero porque los agresores acostumbran a disimular muy bien su condición, segundo porque normalmente nadie crece haciendo cursillos sobre cómo evitar ser víctima de maltrato, y tercero porque siempre habrá personas en el mundo que tengan más poder, fuerza, capacidad de persuasión, etc. que nosotros y que puedan utilizar esas herramientas para someternos. Nadie está libre de convertirse en el saco de boxeo de un tercero, y eso no significa que prácticamente toda la humanidad sea débil o inútil.

Cada ser humano tiene unos recursos para defenderse ante las adversidades, poner límites e intentar evitar que lo dañen, pero es absolutamente imposible, por muy válidos que sean esos mecanismos, que le sirvan para todas y cada una de las situaciones que enfrente a lo largo de su vida. Por eso, a medida que crecemos, vamos modificando algunas de nuestras herramientas psicológicas e incorporando algunas nuevas. Y es también esa la razón de que, en el camino y dependiendo del contexto, podamos acabar viviendo situaciones que nos victimicen.

No obstante, hay que tener en cuenta que para muchas personas que ya han sufrido violencia en la infancia/adolescencia (sexual, física, psicológica o del tipo que sea) esos recursos de los que hablábamos para protegerse no sólo no se desarrollan, sino que quedan bloqueados. Es lo que expliqué hace varios meses en la entrada “Indefensión aprendida: cuando el sufrimiento se repite (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2019/03/indefension-aprendida-cuando-el.html): una agresión traumática a una edad temprano puede provocar por un lado –sobre todo cuando no hay apoyo psicológico o éste no es adecuado- que esa persona normalice la violencia vivida, y por el otro que adquiera un concepto de sí misma muy pobre: el de un ser vulnerable que no puede defenderse. Y lo mismo puede ocurrirle a alguien que ha vivido ese tipo de violencia estando ya en la edad adulta, porque cuando te sientes como una presa entre las garras de un depredador, es fácil que acabes viéndote como la gacela más frágil de la selva. Es esa la razón de que, en muchas ocasiones, una misma persona acabe teniendo a varios maltratadores a lo largo de su vida.

En mi opinión, aunque ser víctima de violencia no es algo agradable bajo ninguna circunstancia, no deja de ser una condición más por la que puede pasar el ser humano, y que en absoluto lo degrada. Tampoco es agradable estar enfermo, pero no acostumbramos a juzgar como débiles, poco resolutivas o inestables a las personas que padecen alguna enfermedad, ¿No es cierto? Y aunque hay varias diferencias entre una situación y la otra, también existen similitudes entre alguien enfermo y alguien víctima de violencia: en ninguno de los dos casos esa persona ha deseado o provocado sus circunstancias, en ambas situaciones puede llegar un punto en que quien lo sufre vea sus defensas tan mermadas que no encuentre salida o quiera tirar la toalla, y finalmente, necesita apoyo y comprensión. Por no hablar –aunque esa sea una característica más bien social y no tanto individual- de que la mayoría de personas no saben cómo acompañar ni a los enfermos graves ni a las víctimas de situaciones abusivas.

Es cierto que aquellas problemáticas de tipo psicológico siempre son más complicadas de aceptar en nuestra sociedad (y a veces para quien las padece) que las físicas. Salvando las distancias, todavía muchos siguen exigiendo a la gente con depresión que se levante de la cama y haga algo por “animarse”, o a quienes padecen ansiedad que dejen de tomarse las cosas tan a pecho y aprendan a disfrutar de la vida. Algo muy similar ocurre cuando una persona se encuentra atrapada en un ciclo de violencia del que no sabe cómo salir: no faltará quien la llame tonta, masoca o débil, quien asegure que “yo en su lugar ya habría actuado” o “si no hace nada por evitarlo que no se queje, está ahí porque quiere”. Pero la realidad es que, como decía Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mis circunstancias”, y nadie sabe qué miedos tiene esa persona o cuán bloqueada se encuentra para no hallar la manera de salir de donde está.

Pero es que además, esas afirmaciones no son ciertas: la mayor parte de quien las dice, en el contexto adecuado, haría algo muy parecido si se viera dentro de un ciclo de violencia: batallar con ellas mismas mientras intentan buscar la forma de liberarse de su yugo, tras varios intentos fallidos. Lo creo así porque estoy completamente segura de quienes hemos sido víctimas no somos personas más pasivas, pusilánimes o blandengues que la media de la población. He conocido a demasiadas de ellas que, con el trato cotidiano, me han demostrado que pueden ser tan resolutivas y perseverantes como las que más. Y a mi juicio es incoherente que, cuando hablamos de agresores y agredidos, pongamos a los primeros la etiqueta de fuertes (aunque les añadamos también otras negativas) y a los segundos, de débiles. Esa dicotomía me parece peligrosa y creo que es una de las razones por la que a tantas víctimas les da repelús reconocerse como tal.

sábado, 14 de diciembre de 2019

EL VIOLADOR NO ERES TÚ




Como tantas otras personas, estos días he visto el vídeo de la performance chilena titulada “El violador eres tú”, donde un grupo de mujeres baila y canta en denuncia a las agresiones sexuales sufridas por el género femenino, de las que tantas veces se nos hace responsables. Me ha parecido una iniciativa muy valiente, aunque he de decir que me gustaría ser testigo de una parecida e igual de multitudinaria protagonizada por supervivientes de abuso sexual en la infancia.

Sí, ya sé que podría promoverla yo misma, pero lo cierto es que tengo familiares que no conocen mi condición de ex víctima, por lo que todavía vigilo –aunque menos que antes- a la hora de dar la cara. Sí, podrían llevar a cabo dicho proyecto otras personas supervivientes, pero se encuentran en la misma situación que yo: no quieren que se sepa, ya sea por miedo a que nuestras personas de confianza nos abandonen cuando lo sepan –no olvidemos que muchos agresores, durante los abusos, usaban esa amenaza como estrategia-, a que ya no nos vuelvan a tratar igual, a que piensen que tenemos parte de culpa, a que justifiquen a nuestros agresores, a que no nos apoyen, a que se entere más gente y al final quedemos “expuestos”, o a que la persona a quien se lo contamos sufra lo indecible tras nuestra revelación. 

Así que hoy, en esta entrada, me gustaría desmontar una por una nuestras reticencias, tanto las que nos afectan socialmente como aquellas que nos limitan sólo a los propios supervivientes. Esta vez, por tanto, me dirigiré de forma especial a éstos últimos, ya que somos los principales afectados por el silencio que rodea los ASI. No obstante, la entrada es  para (y de hecho creo que debería leerla) todo el mundo. 

¿Por qué? Bueno, alguna vez he comentado en este mismo espacio que hay muchas personas -demasiadas- que cuando oyen hablar de estadísticas sobre ASI les cuesta horrores aceptar que tantos niños puedan estar sufriendo agresiones sexuales. Entiendo que en algunas ocasiones no quieren aceptar la realidad porque les abruma, y que en ese caso el 90% de lo que yo pueda decirles caerá en saco roto, pero cuando me encuentro personalmente con un caso así suelo proponer a la persona lo siguiente: que se informe a fondo sobre ASI y le cuente a sus seres queridos que estás investigando el tema, que les enumeres algunas de las secuelas más comunes en los supervivientes y les hable del miedo que ha descubierto que tienen las víctimas a hablar. Porque si muestras esa actitud, estoy segura de que alguna de esas amistades o relaciones familiares que conoces desde hace tiempo y de la que “nunca lo habrías pensado” te contará que ella fue víctima de abusos en la infancia, o que lo fue alguien muy cercano. Y probablemente detrás suyo vendrán más. Lo he comprobado en mi propio caso, y también en el de todas las personas que han hecho la prueba y me lo han contado.

Y es que para los supervivientes, a menos que estemos bastante confiados en que nuestro interlocutor nos va a creer –y a veces ni por esas- nos resulta muy difícil contar lo que nos pasó. Es complejo, porque a la mayoría de seres humanos no les gusta sentirse juzgados (menos por quienes aman), pero sin embargo ese es un miedo muy común en los ASI.

Y casi todo viene de la culpa. No hace mucho, una mujer con la que unas amigas y yo debatíamos sobre este tema nos dijo “Estamos haciendo algo muy mal como sociedad para que tantas víctimas de abuso sexual infantil se sientan culpables”. Es cierto, aunque he de reconocer que ahora al menos se empieza a hablar más del tema, pero aún demasiadas voces se preguntan por qué no lo dijimos al momento, por qué hemos tardado tanto en hablar, todavía se siguen cuestionando o malentendiendo nuestras secuelas, y aún se pone en duda esta realidad. Por ese motivo, entre otras cosas, me decidí en su día a abrir el blog que estás leyendo.

Los supervivientes de abuso sexual infantil necesitamos integrar que no fue nuestra culpa. Puede ser relativamente sencillo para nosotros decirlo e incluso argumentar por qué no somos culpables, pero también tenemos que sentirlo. Yo puedo repetir una y cien veces que el cielo es azul, pero si lo veo amarillo, para mí seguirá siendo de ese color por mucho que sepa que tiene otra tonalidad. Pues algo muy parecido nos ocurre a nosotros, y esa sí que es una tarea complicada. Porque llevamos demasiados años arrastrando con ese peso y aún tenemos miedo de sus consecuencias si lo contamos.

Una de las características de la infancia es que durante esa etapa somos muy crédulos e inocentes (pensad si no, ahora que se acercan las fiestas navideñas, como los más pequeños están seguros de que cada 6 de enero tres ancianos inmortales con sus tres camellos viajan por todo el mundo -¡En una sola noche!- y entran en las casas sin que los enormes animales destrocen nada). Por otra parte, los adultos que nos cuidaban eran mucho mayores, habían vivido al menos 20 o 30 años más que nosotros, y por lo tanto tenían herramientas de sobras para manipularnos. También para hacernos creer, a ti y a mí, que si pasó fue porque lo permitimos e incluso participamos. Por eso necesitamos destruir todo lo que aprendimos en la infancia, para volver a aprenderlo de una forma que no destruya nuestro autoconcepto. 

Debemos entender que nosotros no haremos daño a nadie con nuestra revelación, que en todo caso el dolor que pueda sentir la persona a quien le explicamos nuestro pasado abusivo es de nuestro agresor. Y que igual que un enfermo de cáncer -por ejemplo- tiene derecho a contarlo y a pedir apoyo en su entorno, los supervivientes también.

Debemos integrar que somos dignos de pedir ayuda y a recibirla, porque nuestros sentimientos importan, aunque hayamos crecido con la idea de que no era así. El trauma que tenemos nos duele y afecta igual que le pasa al resto de personas con los suyos. Si nuestros seres queridos merecen recibir apoyo cuando están tristes, nosotros también.

Necesitamos asumir que si en algún momento dijimos “sí” o acudimos a la llamada de nuestros abusadores, si después del ASI el agresor nos compró un helado que nosotros nos comimos, o nos regaló un muñeco con el que jugamos durante años, no fue porque consintiéramos o porque estemos manchados, sino porque nos manipularon. Jugaron con nuestros miedos infantiles, y se aprovecharon de ellos para saciar sus bajos instintos. 

Tenemos que integrar que nosotros fuimos como cualquier otro niño o niña de los que ahora tenemos a nuestro alrededor: frágiles, inocentes, moldeables, sin maldad. Y que por tanto en la actualidad no somos débiles, ni malos, ni estamos sucios. Contrariamente, fueron nuestros abusadores quienes, además de llevar a cabo las agresiones, cometieron la vileza de hacerle creer a un niño o niña que abusar de su cuerpo era un juego o un acto deseado por ambas partes. 

Ya sé que será muy difícil de asumir para ti si fuiste víctima de abusos. Yo también tengo miedo, todavía lo tengo. Y sé que el hecho de que te trataran como a un pedazo de carne sin voluntad cuando estabas aprendiendo cómo funcionaba el mundo te hace sentir justamente un pedazo de carne sin derecho a tener voluntad. Y que como hicieron algo sucio contigo has crecido con la idea de que eres tú quien está manchada o manchado. Lo comprendo muy bien, pero el delito no lo cometimos nosotros. El violador no eres tú, ni soy yo. La culpa no fue tuya, ni por haber callado, ni por no haber comprendido lo que estaba ocurriendo, ni por haber sido objeto de una manipulación tan atroz. Repito: el criminal no fuiste tú. 

Comprendo que asumirlo no será un proceso corto para ti, ni libre de dolor, agotamiento o sentimientos de fracaso, ya que de lo contrario no sería un proceso de sanación. Pero creo que el día que los supervivientes como colectivo empecemos a ganar poder sobre nosotros mismos, obtendremos la fuerza para ir saliendo a la calle a gritar que somos dignos del mismo respeto y cariño que cualquier otro ser humano, y que la culpa no fue nuestra. Incluso, si nos apetece, tal vez podamos decírselo a los agresores a la cara. 

Y sacarnos ese lastre de encima para devolvérselo a quien corresponde (aunque sea mentalmente) significará romper gran parte de las cadenas que, cuando aún no teníamos capacidad para defendernos, nos colocaron sobre la piel con tanta fuerza que a día de hoy no distinguimos donde acaban los eslabones y donde empieza nuestra carne.  

domingo, 1 de diciembre de 2019

NO TE CREERÁ NADIE


Desde muy pequeña he sentido miedo a que los demás no me creyeran, y sospecho que de alguna forma tiene su origen en los abusos. No cuento con demasiados recuerdos sobre esa parte de mi vida, ya he dicho alguna vez que apenas guardo en la memoria algunas sensaciones o pensamientos relacionados con los ASI, pero sí me acuerdo de que cuando tenía unos 6 años solía crearme mundos de ficción donde yo era otra persona diferente, y que aunque sabía que la realidad era distinta, me metía en el papel y a menudo intentaba compartir aquel juego de cambiarme de identidad con otros niños y, sobre todo, con adultos de mi alrededor.

Supongo que eso es más o menos habitual durante la infancia –por ejemplo, jugar a ser Batman o un cantante famoso- pero en mi caso esas fantasías tenían que ver con situaciones un poco más “adultas” y truculentas. Por poner un ejemplo: podía estar merendando en casa de un amiguito y que su madre me preguntara por la mía, que cómo estaba. Y entonces yo le respondía que no tenía madre, que yo vivía con mis abuelos porque mi mamá me había abandonado de bebé, pero que yo era muy feliz viviendo con mis otros parientes, porque me trataban muy bien y me querían mucho. Y si mi interlocutora, sorprendida, me respondía que eso no era cierto porque ella conocía a mi madre, yo contestaba tranquilamente que sí lo era, y seguía a mi bola hablando de lo bonito que era vivir con mis abuelos.

Puede sonar impactante, pero recuerdo que para mí era un juego, como cuando en el patio de la escuela jugábamos a ser Spiderman o Wonder Woman. En aquel momento estábamos muy metidos en el papel de superhéroes, y si alguien (un profesor o cualquier otro adulto) nos hubiera dicho que éramos personas de carne y hueso sin poderes, tal vez lo habríamos negado reiteradas veces e incluso nos habríamos enfadado. Porque estábamos inmersos en nuestra fantasía, y aunque la diferenciábamos perfectamente de la realidad, en ese momento queríamos sentirnos como Spiderman y tener sus poderes, por lo que no deseábamos que nadie nos sacara a la fuerza de ese juego que nos permitía ser héroes durante unas horas o minutos.

En mi caso era muy parecido, sólo que yo jugaba a ser lo que no había podido ser en la vida real: una niña rescatada de su sufrimiento y consolada por ello. Supongo que era mi manera de expresar lo que había vivido a través de la imaginación, poniéndole siempre un final feliz, ya que en mis historias yo tarde o temprano acababa siendo rescatada de las garras del monstruo (tuviera éste la forma que tuviera), cuidada y sanada. Creo que se trataba de una burbuja a la que yo misma di forma y que me protegía del dolor. El problema es que, al contarlo de manera tan natural, como si estuviera explicando hechos reales de mi vida, los adultos que me escuchaban se asustaron y pensaron que estaba mintiendo. No era cierto, pues yo distinguía muy bien qué hechos eran reales y cuáles fruto de mi imaginación, y además, también sabía que los adultos a quienes se lo explicaba conocían la verdad (todos eran personas de mi entorno habitual), o sea que nunca expliqué nada de eso con intención de mentir o convencer a nadie. En realidad pienso que sólo estaba jugando a ser salvada. Pero supongo que la forma en que lo hice, metiéndome tanto en el papel, hizo que saltaran las alarmas a mi alrededor.

Con el paso de los meses dejé de compartir mis fantasías al darme cuenta de las consecuencias que tenía, pero supongo que aquella breve etapa me dejó cierta fama de “niña problemática que cuenta mentiras para llamar la atención” en el colegio, porque recuerdo que a medida que fui creciendo había un par de profesoras que no confiaban en mi palabra. Una de esas maestras en concreto acostumbraba a decir frecuentemente que no había que hacerme caso porque yo sólo quería llamar la atención.

Recuerdo, por ejemplo, que una vez fuimos toda la clase a dibujar al parque (esa profesora nos daba plástica) y mientras pintaba debí de tocarme la cara y me manché la barbilla o la nariz de cera sin querer. El caso es que otro alumno me dijo algo como “*****, límpiate, que te has ensuciado la cara”, y la maestra lo interrumpió con estas palabras o parecidas “No le hagas caso, si ella es tan niña pequeña que se mancha con ceras expresamente para llamar la atención es su problema, cuando haga estas cosas tú no le digas nada, que eso es lo que busca”. Yo tendría ya unos 10 años, hacía varios cursos que procuraba portarme muy bien para borrar esa imagen que debí de dar siendo más pequeña, pero tenía la sensación de no haberlo conseguido del todo. Y en ese momento en el parque pensé que si no me creían era mi culpa por haber explicado historias fantasiosas cuando contaba con 5 o 6. Vamos, me sentía culpable porque si hubiera sido siempre una “niña buena” esas situaciones no me habrían pasado.

Desconozco si los comentarios de este tipo por parte de las dos profesoras provocaron en mí miedo a no ser creída, si ese miedo ya existía desde que empecé a jugar a ser otra persona y vi que los demás me tomaban por mentirosa, o si lo tenía incluso desde antes, porque mi abusador me dijera que si hablaba no me iban a creer. No lo sé.

Pero sea como sea, recuerdo crecer con el temor a que nadie confiase en mis palabras, hablara yo de lo que hablara. Si me encontraba en medio de algún conflicto (un mal entendido o discusión con otra persona, por ejemplo) temía que los demás pensaran que mi versión era falsa; si explicaba que me había pasado algo malo me inquietaba que creyeran que lo hacía para victimizarme y llamar la atención… en fin, un temor generalizado a que me pusieran en entredicho. Un temor que, todavía, de vez en cuando, se me dispara.

La verdad es que en estos años me he dado cuenta de que ese miedo a que no nos crean es más o menos frecuente en supervivientes ASI, unas veces porque el agresor se lo dijo a la víctima, otras porque ésta habló pero no fue escuchada, y otras porque la niña o el niño percibía que si hablaba todos pensarían que estaba mintiendo (no olvidemos que la inmensa mayoría de agresores son personas respetadas y apreciadas en su entorno).

En algunas ocasiones ese miedo se vuelve irracional, pero tangible. Como cuando nos quedamos solos en un lugar oscuro y empezamos a inquietarnos, aunque sabemos que ahí no hay nadie, porque en algún momento de nuestra vida, seguramente de pequeños, nos sentimos en peligro cuando no podíamos ver nada. Quizás no se trata exactamente del mismo tipo de temor, pero sí que los dos parten de una situación que nuestra mente una vez consideró un riesgo. Para entendernos: de niños nuestro cerebro registró la creencia de que si hablábamos existía el peligro de que no nos creyeran, y que si no nos creían se enfadarían con nosotros y nos dejarían de querer. Pero no sólo eso, sino que pasó en una etapa –la infancia- en que estábamos aprendiendo cómo es el mundo y nuestro entorno. Y ahora, de adultos, nuestra parte racional nos dice una cosa, pero nuestro instinto nos dice otra, o sea que se vuelve inevitable que aparezca una lucha interna.

Y si a eso le sumamos que somos un colectivo al que le cuesta poner límites o decir “no”, nos encontramos con que si en alguna ocasión, a causa del miedo al rechazo o a que se enfaden con nosotros, contamos una mentira (por ejemplo, “es que he quedado con mi hermana a la misma hora” para poder escaquearnos de una invitación que no nos apetece), acabamos flagelándonos y convirtiéndonos en el pez que se muerde la cola: tengo miedo de que nadie me crea -he contado una mentira- por tanto, soy una persona mentirosa -ya me ha pasado más veces, en ocasiones miento para evitar que los demás se enojen -así pues, soy un/a mentiroso/a compulsivo/a -merezco que no me crean- seguro que cuando explique que sufrí abusos no me creerán.

Es complicado, y yo aún no tengo la solución para este dilema. Mi psicóloga me aconseja que cuando tema no ser creída piense que estoy diciendo la verdad, que me reafirme en que yo no he hecho nada malo. Y en ello estoy, como tantos otros supervivientes.

A veces, los miedos se convierten en fantasmas, y con el tiempo se instalan tan cómodamente dentro nuestro que, ahí sí, nos cuesta distinguir qué es probable y qué es tan solo producto de nuestro temor. Pero, como dice una canción de Serrat, los fantasmas no son nada si les quitas las sábanas. Y, añado yo, todos, absolutamente todos llevan una sábana encima, porque en el fondo son sólo productos de nuestra imaginación. Y cuando la encontremos, cuando descubramos dónde empieza el dobladillo, podremos descubrir los frágiles que han sido siempre nuestros fantasmas.