Desde
muy pequeña he sentido miedo a que los demás no me creyeran, y sospecho que de
alguna forma tiene su origen en los abusos. No cuento con demasiados recuerdos
sobre esa parte de mi vida, ya he dicho alguna vez que apenas guardo en la memoria algunas sensaciones o pensamientos relacionados con los ASI, pero sí me
acuerdo de que cuando tenía unos 6 años solía crearme mundos de ficción donde yo
era otra persona diferente, y que aunque sabía que la realidad era distinta, me
metía en el papel y a menudo intentaba compartir aquel juego de cambiarme de
identidad con otros niños y, sobre todo, con adultos de mi alrededor.
Supongo
que eso es más o menos habitual durante la infancia –por ejemplo, jugar a ser Batman
o un cantante famoso- pero en mi caso esas fantasías tenían que ver con
situaciones un poco más “adultas” y truculentas. Por poner un ejemplo: podía
estar merendando en casa de un amiguito y que su madre me preguntara por la
mía, que cómo estaba. Y entonces yo le respondía que no tenía madre, que yo
vivía con mis abuelos porque mi mamá me había abandonado de bebé, pero que yo
era muy feliz viviendo con mis otros parientes, porque me trataban muy bien y
me querían mucho. Y si mi interlocutora, sorprendida, me respondía que eso no
era cierto porque ella conocía a mi madre, yo contestaba tranquilamente que sí
lo era, y seguía a mi bola hablando de lo bonito que era vivir con mis abuelos.
Puede
sonar impactante, pero recuerdo que para mí era un juego, como cuando en el
patio de la escuela jugábamos a ser Spiderman o Wonder Woman. En aquel momento
estábamos muy metidos en el papel de superhéroes, y si alguien (un profesor o
cualquier otro adulto) nos hubiera dicho que éramos personas de carne y hueso
sin poderes, tal vez lo habríamos negado reiteradas veces e incluso nos
habríamos enfadado. Porque estábamos inmersos en nuestra fantasía, y aunque la
diferenciábamos perfectamente de la realidad, en ese momento queríamos sentirnos
como Spiderman y tener sus poderes, por lo que no deseábamos que nadie nos sacara a la
fuerza de ese juego que nos permitía ser héroes durante unas horas o minutos.
En mi caso era muy parecido, sólo que yo jugaba a ser lo que no había podido
ser en la vida real: una niña rescatada de su sufrimiento y consolada por ello.
Supongo que era mi manera de expresar lo que había vivido a través de la
imaginación, poniéndole siempre un final feliz, ya que en mis historias yo tarde o temprano acababa siendo rescatada de las garras del monstruo (tuviera éste la forma que tuviera), cuidada y sanada. Creo que se trataba de una burbuja a la que yo misma di forma y que me protegía del dolor. El problema es que, al contarlo de manera tan
natural, como si estuviera explicando hechos reales de mi vida, los adultos que
me escuchaban se asustaron y pensaron que estaba mintiendo. No era cierto, pues
yo distinguía muy bien qué hechos eran reales y cuáles fruto de mi imaginación,
y además, también sabía que los adultos a quienes se lo explicaba conocían la
verdad (todos eran personas de mi entorno habitual), o sea que nunca expliqué
nada de eso con intención de mentir o convencer a nadie. En realidad pienso que sólo estaba jugando a ser salvada. Pero supongo que la
forma en que lo hice, metiéndome tanto en el papel, hizo que saltaran las
alarmas a mi alrededor.
Con el
paso de los meses dejé de compartir mis fantasías al darme cuenta de las
consecuencias que tenía, pero supongo que aquella breve etapa me dejó cierta
fama de “niña problemática que cuenta
mentiras para llamar la atención” en el colegio, porque recuerdo que a medida que fui
creciendo había un par de profesoras que no confiaban en mi
palabra. Una de esas maestras en concreto acostumbraba a decir frecuentemente
que no había que hacerme caso porque yo sólo quería llamar la atención.
Recuerdo,
por ejemplo, que una vez fuimos toda la clase a dibujar al parque (esa
profesora nos daba plástica) y mientras pintaba debí de tocarme la cara y me
manché la barbilla o la nariz de cera sin querer. El caso es que otro alumno me
dijo algo como “*****, límpiate, que te
has ensuciado la cara”, y la maestra lo interrumpió con estas palabras o
parecidas “No le hagas caso, si ella es
tan niña pequeña que se mancha con ceras expresamente para llamar la atención
es su problema, cuando haga estas cosas tú no le digas nada, que eso es lo que
busca”. Yo tendría ya unos 10 años, hacía varios cursos que procuraba portarme muy bien para borrar esa imagen que debí de dar siendo más pequeña, pero tenía la sensación de no haberlo conseguido del todo. Y en ese momento en el parque pensé que si no me creían era mi
culpa por haber explicado historias fantasiosas cuando contaba con 5 o 6. Vamos,
me sentía culpable porque si hubiera sido siempre una “niña buena” esas situaciones no
me habrían pasado.
Desconozco
si los comentarios de este tipo por parte de las dos profesoras provocaron en
mí miedo a no ser creída, si ese miedo ya existía desde que empecé a jugar a
ser otra persona y vi que los demás me tomaban por mentirosa, o si lo tenía
incluso desde antes, porque mi abusador me dijera que si hablaba no me iban a
creer. No lo sé.
Pero sea
como sea, recuerdo crecer con el temor a que nadie confiase en mis palabras,
hablara yo de lo que hablara. Si me encontraba en medio de algún conflicto (un mal
entendido o discusión con otra persona, por ejemplo) temía que los demás pensaran que mi versión era falsa; si explicaba que me había pasado
algo malo me inquietaba que creyeran que lo hacía para victimizarme y llamar la
atención… en fin, un temor generalizado a que me pusieran en entredicho. Un
temor que, todavía, de vez en cuando, se me dispara.
La
verdad es que en estos años me he dado cuenta de que ese miedo a que no nos
crean es más o menos frecuente en supervivientes ASI, unas veces porque el
agresor se lo dijo a la víctima, otras porque ésta habló pero no fue escuchada,
y otras porque la niña o el niño percibía que si hablaba todos pensarían que
estaba mintiendo (no olvidemos que la inmensa mayoría de agresores son personas
respetadas y apreciadas en su entorno).
En
algunas ocasiones ese miedo se vuelve irracional, pero tangible. Como cuando nos quedamos solos en un lugar oscuro y empezamos a inquietarnos, aunque sabemos que ahí no hay nadie, porque en algún momento de nuestra vida, seguramente de pequeños, nos sentimos en peligro cuando no podíamos ver nada. Quizás no se trata exactamente del mismo tipo de temor, pero sí que los dos parten de una situación que nuestra mente una vez consideró un riesgo. Para entendernos: de niños nuestro
cerebro registró la creencia de que si hablábamos existía el peligro de que no
nos creyeran, y que si no nos creían se enfadarían con nosotros y nos dejarían
de querer. Pero no sólo eso, sino que pasó en una etapa –la infancia- en que
estábamos aprendiendo cómo es el mundo y nuestro entorno. Y ahora, de adultos,
nuestra parte racional nos dice una cosa, pero nuestro instinto nos dice otra,
o sea que se vuelve inevitable que aparezca una lucha interna.
Y si a
eso le sumamos que somos un colectivo al que le cuesta poner límites o decir “no”,
nos encontramos con que si en alguna ocasión, a causa del miedo al rechazo o a
que se enfaden con nosotros, contamos una mentira (por ejemplo, “es que he
quedado con mi hermana a la misma hora” para poder escaquearnos de una invitación
que no nos apetece), acabamos flagelándonos y convirtiéndonos en el pez que se
muerde la cola: tengo miedo de que nadie
me crea -he contado una mentira- por tanto, soy una persona mentirosa -ya me ha
pasado más veces, en ocasiones miento para evitar que los demás se enojen -así
pues, soy un/a mentiroso/a compulsivo/a -merezco que no me crean- seguro que
cuando explique que sufrí abusos no me creerán.
Es
complicado, y yo aún no tengo la solución para este dilema. Mi psicóloga me
aconseja que cuando tema no ser creída piense que estoy diciendo la verdad, que
me reafirme en que yo no he hecho nada malo. Y en ello estoy, como tantos otros
supervivientes.
A veces,
los miedos se convierten en fantasmas, y con el tiempo se instalan tan
cómodamente dentro nuestro que, ahí sí, nos cuesta distinguir qué es probable y
qué es tan solo producto de nuestro temor. Pero, como dice una canción de Serrat,
los fantasmas no son nada si les quitas las sábanas. Y, añado yo, todos,
absolutamente todos llevan una sábana encima, porque en el fondo son sólo
productos de nuestra imaginación. Y cuando la encontremos, cuando descubramos
dónde empieza el dobladillo, podremos descubrir los frágiles que han sido
siempre nuestros fantasmas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario