domingo, 1 de diciembre de 2019

NO TE CREERÁ NADIE


Desde muy pequeña he sentido miedo a que los demás no me creyeran, y sospecho que de alguna forma tiene su origen en los abusos. No cuento con demasiados recuerdos sobre esa parte de mi vida, ya he dicho alguna vez que apenas guardo en la memoria algunas sensaciones o pensamientos relacionados con los ASI, pero sí me acuerdo de que cuando tenía unos 6 años solía crearme mundos de ficción donde yo era otra persona diferente, y que aunque sabía que la realidad era distinta, me metía en el papel y a menudo intentaba compartir aquel juego de cambiarme de identidad con otros niños y, sobre todo, con adultos de mi alrededor.

Supongo que eso es más o menos habitual durante la infancia –por ejemplo, jugar a ser Batman o un cantante famoso- pero en mi caso esas fantasías tenían que ver con situaciones un poco más “adultas” y truculentas. Por poner un ejemplo: podía estar merendando en casa de un amiguito y que su madre me preguntara por la mía, que cómo estaba. Y entonces yo le respondía que no tenía madre, que yo vivía con mis abuelos porque mi mamá me había abandonado de bebé, pero que yo era muy feliz viviendo con mis otros parientes, porque me trataban muy bien y me querían mucho. Y si mi interlocutora, sorprendida, me respondía que eso no era cierto porque ella conocía a mi madre, yo contestaba tranquilamente que sí lo era, y seguía a mi bola hablando de lo bonito que era vivir con mis abuelos.

Puede sonar impactante, pero recuerdo que para mí era un juego, como cuando en el patio de la escuela jugábamos a ser Spiderman o Wonder Woman. En aquel momento estábamos muy metidos en el papel de superhéroes, y si alguien (un profesor o cualquier otro adulto) nos hubiera dicho que éramos personas de carne y hueso sin poderes, tal vez lo habríamos negado reiteradas veces e incluso nos habríamos enfadado. Porque estábamos inmersos en nuestra fantasía, y aunque la diferenciábamos perfectamente de la realidad, en ese momento queríamos sentirnos como Spiderman y tener sus poderes, por lo que no deseábamos que nadie nos sacara a la fuerza de ese juego que nos permitía ser héroes durante unas horas o minutos.

En mi caso era muy parecido, sólo que yo jugaba a ser lo que no había podido ser en la vida real: una niña rescatada de su sufrimiento y consolada por ello. Supongo que era mi manera de expresar lo que había vivido a través de la imaginación, poniéndole siempre un final feliz, ya que en mis historias yo tarde o temprano acababa siendo rescatada de las garras del monstruo (tuviera éste la forma que tuviera), cuidada y sanada. Creo que se trataba de una burbuja a la que yo misma di forma y que me protegía del dolor. El problema es que, al contarlo de manera tan natural, como si estuviera explicando hechos reales de mi vida, los adultos que me escuchaban se asustaron y pensaron que estaba mintiendo. No era cierto, pues yo distinguía muy bien qué hechos eran reales y cuáles fruto de mi imaginación, y además, también sabía que los adultos a quienes se lo explicaba conocían la verdad (todos eran personas de mi entorno habitual), o sea que nunca expliqué nada de eso con intención de mentir o convencer a nadie. En realidad pienso que sólo estaba jugando a ser salvada. Pero supongo que la forma en que lo hice, metiéndome tanto en el papel, hizo que saltaran las alarmas a mi alrededor.

Con el paso de los meses dejé de compartir mis fantasías al darme cuenta de las consecuencias que tenía, pero supongo que aquella breve etapa me dejó cierta fama de “niña problemática que cuenta mentiras para llamar la atención” en el colegio, porque recuerdo que a medida que fui creciendo había un par de profesoras que no confiaban en mi palabra. Una de esas maestras en concreto acostumbraba a decir frecuentemente que no había que hacerme caso porque yo sólo quería llamar la atención.

Recuerdo, por ejemplo, que una vez fuimos toda la clase a dibujar al parque (esa profesora nos daba plástica) y mientras pintaba debí de tocarme la cara y me manché la barbilla o la nariz de cera sin querer. El caso es que otro alumno me dijo algo como “*****, límpiate, que te has ensuciado la cara”, y la maestra lo interrumpió con estas palabras o parecidas “No le hagas caso, si ella es tan niña pequeña que se mancha con ceras expresamente para llamar la atención es su problema, cuando haga estas cosas tú no le digas nada, que eso es lo que busca”. Yo tendría ya unos 10 años, hacía varios cursos que procuraba portarme muy bien para borrar esa imagen que debí de dar siendo más pequeña, pero tenía la sensación de no haberlo conseguido del todo. Y en ese momento en el parque pensé que si no me creían era mi culpa por haber explicado historias fantasiosas cuando contaba con 5 o 6. Vamos, me sentía culpable porque si hubiera sido siempre una “niña buena” esas situaciones no me habrían pasado.

Desconozco si los comentarios de este tipo por parte de las dos profesoras provocaron en mí miedo a no ser creída, si ese miedo ya existía desde que empecé a jugar a ser otra persona y vi que los demás me tomaban por mentirosa, o si lo tenía incluso desde antes, porque mi abusador me dijera que si hablaba no me iban a creer. No lo sé.

Pero sea como sea, recuerdo crecer con el temor a que nadie confiase en mis palabras, hablara yo de lo que hablara. Si me encontraba en medio de algún conflicto (un mal entendido o discusión con otra persona, por ejemplo) temía que los demás pensaran que mi versión era falsa; si explicaba que me había pasado algo malo me inquietaba que creyeran que lo hacía para victimizarme y llamar la atención… en fin, un temor generalizado a que me pusieran en entredicho. Un temor que, todavía, de vez en cuando, se me dispara.

La verdad es que en estos años me he dado cuenta de que ese miedo a que no nos crean es más o menos frecuente en supervivientes ASI, unas veces porque el agresor se lo dijo a la víctima, otras porque ésta habló pero no fue escuchada, y otras porque la niña o el niño percibía que si hablaba todos pensarían que estaba mintiendo (no olvidemos que la inmensa mayoría de agresores son personas respetadas y apreciadas en su entorno).

En algunas ocasiones ese miedo se vuelve irracional, pero tangible. Como cuando nos quedamos solos en un lugar oscuro y empezamos a inquietarnos, aunque sabemos que ahí no hay nadie, porque en algún momento de nuestra vida, seguramente de pequeños, nos sentimos en peligro cuando no podíamos ver nada. Quizás no se trata exactamente del mismo tipo de temor, pero sí que los dos parten de una situación que nuestra mente una vez consideró un riesgo. Para entendernos: de niños nuestro cerebro registró la creencia de que si hablábamos existía el peligro de que no nos creyeran, y que si no nos creían se enfadarían con nosotros y nos dejarían de querer. Pero no sólo eso, sino que pasó en una etapa –la infancia- en que estábamos aprendiendo cómo es el mundo y nuestro entorno. Y ahora, de adultos, nuestra parte racional nos dice una cosa, pero nuestro instinto nos dice otra, o sea que se vuelve inevitable que aparezca una lucha interna.

Y si a eso le sumamos que somos un colectivo al que le cuesta poner límites o decir “no”, nos encontramos con que si en alguna ocasión, a causa del miedo al rechazo o a que se enfaden con nosotros, contamos una mentira (por ejemplo, “es que he quedado con mi hermana a la misma hora” para poder escaquearnos de una invitación que no nos apetece), acabamos flagelándonos y convirtiéndonos en el pez que se muerde la cola: tengo miedo de que nadie me crea -he contado una mentira- por tanto, soy una persona mentirosa -ya me ha pasado más veces, en ocasiones miento para evitar que los demás se enojen -así pues, soy un/a mentiroso/a compulsivo/a -merezco que no me crean- seguro que cuando explique que sufrí abusos no me creerán.

Es complicado, y yo aún no tengo la solución para este dilema. Mi psicóloga me aconseja que cuando tema no ser creída piense que estoy diciendo la verdad, que me reafirme en que yo no he hecho nada malo. Y en ello estoy, como tantos otros supervivientes.

A veces, los miedos se convierten en fantasmas, y con el tiempo se instalan tan cómodamente dentro nuestro que, ahí sí, nos cuesta distinguir qué es probable y qué es tan solo producto de nuestro temor. Pero, como dice una canción de Serrat, los fantasmas no son nada si les quitas las sábanas. Y, añado yo, todos, absolutamente todos llevan una sábana encima, porque en el fondo son sólo productos de nuestra imaginación. Y cuando la encontremos, cuando descubramos dónde empieza el dobladillo, podremos descubrir los frágiles que han sido siempre nuestros fantasmas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario