Antes de recordar mis propios abusos
una de las cosas que más me sorprendían cuando conocía a alguien que hubiera
vivido ASI o maltrato en su infancia era que posteriormente hubiera sufrido algún
otro tipo de ataque o manipulación. Para mí, en aquel momento, era algo
sorprendente y fuera de lo común, pero he de decir que a medida que me he
relacionado con otros supervivientes he comprobado que varios de ellos han
pasado por la revictimización a lo largo de su vida, ya fuera por la existencia
de varios abusadores en su infancia que no se conocían entre sí, porque en la
edad adulta su principal agresor seguía violentándolos, o porque al hacerse
mayores establecieran relaciones con su entorno basadas en la desigualdad o la
dominación donde ellos eran las víctimas. Puede ser difícil de entender para
las personas que nos rodean, e incluso para nosotros mismos, ya que los abusos
crearon en nuestro interior un sentimiento de vulnerabilidad que fuimos integrando,
tal vez sin ni siquiera ser conscientes de dónde venía, o procurando
deshacernos de él y frustrándonos por no conseguirlo.
En mi caso en muchas ocasiones
me enfadaba conmigo misma durante la adolescencia o la primera juventud, porque
para mí era un esfuerzo casi sobrehumano poner límites a los demás, y cuando
otras personas se metían conmigo o me agredían de algún modo, en vez de
defenderme me quedaba quieta. No respondía, no me apartaba, no buscaba ayuda,
sino que esperaba a que pasara. A veces ni siquiera intentaba irme cuando me
daba cuenta de que alguien estaba a punto de tratarme mal, porque pensaba “Bueno, ¿Para qué marcharme? Si lo intento me
vendrá a buscar, o tal vez no lo haga ahora pero lo hará después o mañana. Ya
sé que no hay escapatoria”. Y en mi mente era una realidad que no la había,
pero cuando pasaban unas horas me sentía estúpida por quedarme siempre
paralizada ante situaciones parecidas. Sentía que yo era como un cordero en un
mundo de lobos y me odiaba por ello.
Eso fue lo que me pasó, por
ejemplo, durante mi adolescencia. Recuerdo mi segundo o tercer día de clase en
el instituto, a la hora del recreo, cuando un grupo de niñas se acercaron a la
zona del patio donde estaba y empezaron a burlarse de mí, sin que yo contestara
más que con monosílabos cuando me hacían alguna pregunta directa, sin irme del
sitio, sin mandarlas a hacer puñetas o sin pedirles que me dejaran en paz. En realidad,
me acuerdo de que no supe qué hacer, a pesar de todas las opciones que había.
Sólo pude quedarme quieta mirándolas y preguntarme por qué se estarían metiendo
conmigo si apenas me conocían. Eso y esperar a que decidieran marcharse por su
cuenta. Si intentaba pensar en una forma para salir airosa de ese momento, mi
cabeza bloqueaba el resto de opciones.
Durante los años siguientes me
sentí culpable por eso, ya que la situación se alargó tres cursos y medio, y no
podía dejar de repetirme que si yo me hubiera defendido ese primer día
posiblemente ya nadie habría vuelto a acosarme en el instituto. Pero como había
sido una “boba” y me había quedado callada, todos se habían dado cuenta de mi
debilidad y me habían tomado por la diana perfecta para sus humillaciones. En
el fondo lo veía como algo natural: si yo me dejaba, si no detenía las burlas
desde el principio, luego no me podía quejar de que la mitad de la clase
también se metiera conmigo. De alguna forma creía que yo lo había provocado, y
que una vez en marcha no podía hacer nada para detenerlo. Justo como en los
abusos.
Hasta el punto de que mis
padres me propusieron cambiar de instituto un par de años después de que
empezara el acoso escolar y dije que no hacía falta. Creía que si iba a
estudiar a otro centro volvería a pasar lo mismo. No eran esas personas las que
me trataban mal, era yo la que llevaba un cartel invisible en la frente donde
ponía “Soy tonta y débil, agrédeme”.
O al menos eso era lo que, metafóricamente, pensaba. Y aunque por esa época intenté
en varias ocasiones defenderme, no salía bien, porque cuando conseguía no
bloquearme y contestar, tenía tan poca confianza en mis posibilidades que
acababa tartamudeando, temblaba o confundía las palabras que quería decir con
otras, lo que aún provocaba más risas alrededor. Cuando sí podía reaccionar en
lugar de solucionar el problema, sentía que sólo lo empeoraba por culpa de mi
carácter, y aún me volvía más insegura.
En realidad, creo que hace muy
pocos años (ya conté en una entrada anterior otra de las etapas de revictimización -esta vez sexual- que viví siendo veinteañera) que he empezado a liberarme de esa secuela. Una de los primeros
pasos fue entenderla y por supuesto, trabajarla, porque como ya he dicho, me
veía un ser débil, alguien que atraía problemas y conflictos a su vida. Y en un
principio cuando ya recuperé los recuerdos sobre los ASI, todavía lo entendía
menos. Me daba vergüenza explicar que de niña había abusado sexualmente de mí
más de una persona y que después, durante mi etapa escolar, me habían hecho
“bullying”, porque tenía miedo que mis interlocutores pensaran “Qué persona más
problemática y conflictiva” o “Parece que todo le pasa a ella, igual es que se
lo inventa”.
Me consta que no soy la única
persona con indefensión aprendida que ha tenido esos miedos a lo largo de su
vida, o que incluso se ha culpado por padecerla. He hablado con supervivientes
de agresiones sexuales, o de otros tipos de maltratos, que, tras contarme
episodios posteriores a éstos en los que se vieron anulados, dominados,
manipulados, etc. por un tercero, me han dicho “Es normal que me pase lo mismo varias veces, porque yo me dejo agredir”
o “Yo era tonto/a, y no reaccionaba
cuando me trataban mal”. Pero no, no es que esa persona sea pusilánime o
boba, sino que su cerebro aprendió a una edad muy temprana que no podía hacer
nada por defenderse, porque ningún intento daría resultado, y esa creencia se
arraigó con tanta fuerza en su inconsciente que durante los años siguientes
ante un insulto, un golpe, un chantaje, una humillación o una nueva agresión
sexual, el/la superviviente se sentía de nuevo como cuando lo maltrataron por
primera vez y no encontró herramientas a su alcance para pararlo o pedir ayuda.
No importa que ahora sí las tenga, porque hasta que pueda romper con esa indefensión
aprendida, le costará un mundo verlas o utilizarlas. Simplemente se bloqueará,
y cuanto más se bloquee más se incrementará la sensación de vulnerabilidad que
le lleva a paralizarse o a caer una y otra vez en las mismas dinámicas. Es la
pescadilla que se muerde la cola.
Aun así, la indefensión
aprendida no solamente puede desarrollarse cuando una persona sufre abusos
sexuales y/o malos tratos, sino que también es posible que la padezcan personas
que han sido criadas de forma muy autoritaria, o con unos progenitores que en
lugar de fomentar su autoestima tendiesen a recalcarles muy a menudo sus
limitaciones y lo que hacían de manera incorrecta. O puede ser que se sumen las
dos cosas, por ejemplo, sufrir una agresión sexual en la infancia y a la vez
crecer en un hogar donde a propósito o sin querer, se le hace sentir a esa
persona que no es capaz de hacer nada bien.
De alguna manera, se trata de
manipular a alguien para que llegue a pensar que dan igual sus acciones porque
éstas nunca traerán un resultado favorable para ella, y que las situaciones
negativas “son así” y debe aceptarlas, ya que sus esfuerzos para cambiarlas, haga
lo que haga, no servirán de nada. Y esa persona se hace mayor tan segura de
ello como de su propio nombre. Por este motivo, aunque es posible superar la
indefensión aprendida, cuesta mucho conseguirlo, ya que es un patrón que quien
la padece lleva años repitiendo inconscientemente.
Significa, ni más ni menos, pedirle
a alguien que desaprenda la manera en que le enseñaron a relacionarse con su
entorno para comenzar a hacerlo de otra, y que para lograrlo cambie de raíz el
concepto que tiene sobre sí mismo/a. Se puede, pero no es algo que se haga en
días, semanas o unos pocos meses. Normalmente el proceso es más largo y,
dependiendo de las situaciones abusivas que haya vivido ese alguien a lo largo
de su vida (y recuerdo que pueden ser muy diversas), de cuánto tiempo haya
arrastrado la indefensión aprendida, de las circunstancias y del entorno en el
que se mueve… ésta puede durar años.
Por eso es habitual que exista
una etapa –breve o extensa- en que la persona sea consciente de que padece
indefensión aprendida, pero que le cueste reaccionar en determinadas
situaciones si se siente agredida o manipulada, y en cambio otras veces sí
pueda poner límites. Eso se debe, precisamente, a que está intentando superar
el problema, pero aún no lo ha conseguido por completo. Por ello es tan
importante que nosotros mismos seamos conscientes de que tenemos esta problemática
y, sobre todo, de lo complejo de la misma, ya que estoy convencida de que
ponerle nombre a la realidad que vivimos es el primer paso para cambiar lo que
nos hace daño. Al menos así ha sido en mi caso, no sólo con la indefensión
aprendida sino con muchas otras secuelas.
Pero es complicado, porque
generalmente no se nos educa para conectar con nosotros mismos a un nivel tan
profundo, por eso la mayoría de personas con indefensión aprendida tardan en
comprender lo que les pasa, y acaban desarrollando un concepto de ellas mismas
cada vez más negativo, que les genera culpa y a la vez miedo a no poder dejar
nunca atrás situaciones donde se sienten atrapadas en un bucle que no para de
repetirse. Por ese motivo, para que las víctimas poco a poco dejen de serlo, es
importante que como sociedad nos hagamos conscientes de este tipo de mecanismos
que nos encadenan al dolor, ya que empatizar con nosotros mismos es
imprescindible para dejar de culparnos y para poder relacionarnos con nuestro
entorno de forma sana. Yo, a día de hoy,
no sé si puedo decir que ya no padezco en absoluto indefensión aprendida, creo
que no. Pero a juzgar por cómo me sentía hace apenas unos años, sí diría que al
menos tengo la asignatura aprobada. Llegar al sobresaliente, como todo, seguirá
siendo cuestión de tiempo y de esfuerzo.