lunes, 18 de marzo de 2019

INDEFENSIÓN APRENDIDA: CUANDO EL SUFRIMIENTO SE REPITE


Antes de recordar mis propios abusos una de las cosas que más me sorprendían cuando conocía a alguien que hubiera vivido ASI o maltrato en su infancia era que posteriormente hubiera sufrido algún otro tipo de ataque o manipulación. Para mí, en aquel momento, era algo sorprendente y fuera de lo común, pero he de decir que a medida que me he relacionado con otros supervivientes he comprobado que varios de ellos han pasado por la revictimización a lo largo de su vida, ya fuera por la existencia de varios abusadores en su infancia que no se conocían entre sí, porque en la edad adulta su principal agresor seguía violentándolos, o porque al hacerse mayores establecieran relaciones con su entorno basadas en la desigualdad o la dominación donde ellos eran las víctimas. Puede ser difícil de entender para las personas que nos rodean, e incluso para nosotros mismos, ya que los abusos crearon en nuestro interior un sentimiento de vulnerabilidad que fuimos integrando, tal vez sin ni siquiera ser conscientes de dónde venía, o procurando deshacernos de él y frustrándonos por no conseguirlo.

En mi caso en muchas ocasiones me enfadaba conmigo misma durante la adolescencia o la primera juventud, porque para mí era un esfuerzo casi sobrehumano poner límites a los demás, y cuando otras personas se metían conmigo o me agredían de algún modo, en vez de defenderme me quedaba quieta. No respondía, no me apartaba, no buscaba ayuda, sino que esperaba a que pasara. A veces ni siquiera intentaba irme cuando me daba cuenta de que alguien estaba a punto de tratarme mal, porque pensaba “Bueno, ¿Para qué marcharme? Si lo intento me vendrá a buscar, o tal vez no lo haga ahora pero lo hará después o mañana. Ya sé que no hay escapatoria”. Y en mi mente era una realidad que no la había, pero cuando pasaban unas horas me sentía estúpida por quedarme siempre paralizada ante situaciones parecidas. Sentía que yo era como un cordero en un mundo de lobos y me odiaba por ello.

Eso fue lo que me pasó, por ejemplo, durante mi adolescencia. Recuerdo mi segundo o tercer día de clase en el instituto, a la hora del recreo, cuando un grupo de niñas se acercaron a la zona del patio donde estaba y empezaron a burlarse de mí, sin que yo contestara más que con monosílabos cuando me hacían alguna pregunta directa, sin irme del sitio, sin mandarlas a hacer puñetas o sin pedirles que me dejaran en paz. En realidad, me acuerdo de que no supe qué hacer, a pesar de todas las opciones que había. Sólo pude quedarme quieta mirándolas y preguntarme por qué se estarían metiendo conmigo si apenas me conocían. Eso y esperar a que decidieran marcharse por su cuenta. Si intentaba pensar en una forma para salir airosa de ese momento, mi cabeza bloqueaba el resto de opciones. 

Durante los años siguientes me sentí culpable por eso, ya que la situación se alargó tres cursos y medio, y no podía dejar de repetirme que si yo me hubiera defendido ese primer día posiblemente ya nadie habría vuelto a acosarme en el instituto. Pero como había sido una “boba” y me había quedado callada, todos se habían dado cuenta de mi debilidad y me habían tomado por la diana perfecta para sus humillaciones. En el fondo lo veía como algo natural: si yo me dejaba, si no detenía las burlas desde el principio, luego no me podía quejar de que la mitad de la clase también se metiera conmigo. De alguna forma creía que yo lo había provocado, y que una vez en marcha no podía hacer nada para detenerlo. Justo como en los abusos.

Hasta el punto de que mis padres me propusieron cambiar de instituto un par de años después de que empezara el acoso escolar y dije que no hacía falta. Creía que si iba a estudiar a otro centro volvería a pasar lo mismo. No eran esas personas las que me trataban mal, era yo la que llevaba un cartel invisible en la frente donde ponía “Soy tonta y débil, agrédeme”. O al menos eso era lo que, metafóricamente, pensaba. Y aunque por esa época intenté en varias ocasiones defenderme, no salía bien, porque cuando conseguía no bloquearme y contestar, tenía tan poca confianza en mis posibilidades que acababa tartamudeando, temblaba o confundía las palabras que quería decir con otras, lo que aún provocaba más risas alrededor. Cuando sí podía reaccionar en lugar de solucionar el problema, sentía que sólo lo empeoraba por culpa de mi carácter, y aún me volvía más insegura.

En realidad, creo que hace muy pocos años (ya conté en una entrada anterior otra de las etapas de revictimización -esta vez sexual-  que viví siendo veinteañera) que he empezado a liberarme de esa secuela. Una de los primeros pasos fue entenderla y por supuesto, trabajarla, porque como ya he dicho, me veía un ser débil, alguien que atraía problemas y conflictos a su vida. Y en un principio cuando ya recuperé los recuerdos sobre los ASI, todavía lo entendía menos. Me daba vergüenza explicar que de niña había abusado sexualmente de mí más de una persona y que después, durante mi etapa escolar, me habían hecho “bullying”, porque tenía miedo que mis interlocutores pensaran “Qué persona más problemática y conflictiva” o “Parece que todo le pasa a ella, igual es que se lo inventa”.

Me consta que no soy la única persona con indefensión aprendida que ha tenido esos miedos a lo largo de su vida, o que incluso se ha culpado por padecerla. He hablado con supervivientes de agresiones sexuales, o de otros tipos de maltratos, que, tras contarme episodios posteriores a éstos en los que se vieron anulados, dominados, manipulados, etc. por un tercero, me han dicho “Es normal que me pase lo mismo varias veces, porque yo me dejo agredir” o “Yo era tonto/a, y no reaccionaba cuando me trataban mal”. Pero no, no es que esa persona sea pusilánime o boba, sino que su cerebro aprendió a una edad muy temprana que no podía hacer nada por defenderse, porque ningún intento daría resultado, y esa creencia se arraigó con tanta fuerza en su inconsciente que durante los años siguientes ante un insulto, un golpe, un chantaje, una humillación o una nueva agresión sexual, el/la superviviente se sentía de nuevo como cuando lo maltrataron por primera vez y no encontró herramientas a su alcance para pararlo o pedir ayuda. No importa que ahora sí las tenga, porque hasta que pueda romper con esa indefensión aprendida, le costará un mundo verlas o utilizarlas. Simplemente se bloqueará, y cuanto más se bloquee más se incrementará la sensación de vulnerabilidad que le lleva a paralizarse o a caer una y otra vez en las mismas dinámicas. Es la pescadilla que se muerde la cola.

Aun así, la indefensión aprendida no solamente puede desarrollarse cuando una persona sufre abusos sexuales y/o malos tratos, sino que también es posible que la padezcan personas que han sido criadas de forma muy autoritaria, o con unos progenitores que en lugar de fomentar su autoestima tendiesen a recalcarles muy a menudo sus limitaciones y lo que hacían de manera incorrecta. O puede ser que se sumen las dos cosas, por ejemplo, sufrir una agresión sexual en la infancia y a la vez crecer en un hogar donde a propósito o sin querer, se le hace sentir a esa persona que no es capaz de hacer nada bien.

De alguna manera, se trata de manipular a alguien para que llegue a pensar que dan igual sus acciones porque éstas nunca traerán un resultado favorable para ella, y que las situaciones negativas “son así” y debe aceptarlas, ya que sus esfuerzos para cambiarlas, haga lo que haga, no servirán de nada. Y esa persona se hace mayor tan segura de ello como de su propio nombre. Por este motivo, aunque es posible superar la indefensión aprendida, cuesta mucho conseguirlo, ya que es un patrón que quien la padece lleva años repitiendo inconscientemente.

Significa, ni más ni menos, pedirle a alguien que desaprenda la manera en que le enseñaron a relacionarse con su entorno para comenzar a hacerlo de otra, y que para lograrlo cambie de raíz el concepto que tiene sobre sí mismo/a. Se puede, pero no es algo que se haga en días, semanas o unos pocos meses. Normalmente el proceso es más largo y, dependiendo de las situaciones abusivas que haya vivido ese alguien a lo largo de su vida (y recuerdo que pueden ser muy diversas), de cuánto tiempo haya arrastrado la indefensión aprendida, de las circunstancias y del entorno en el que se mueve… ésta puede durar años.

Por eso es habitual que exista una etapa –breve o extensa- en que la persona sea consciente de que padece indefensión aprendida, pero que le cueste reaccionar en determinadas situaciones si se siente agredida o manipulada, y en cambio otras veces sí pueda poner límites. Eso se debe, precisamente, a que está intentando superar el problema, pero aún no lo ha conseguido por completo. Por ello es tan importante que nosotros mismos seamos conscientes de que tenemos esta problemática y, sobre todo, de lo complejo de la misma, ya que estoy convencida de que ponerle nombre a la realidad que vivimos es el primer paso para cambiar lo que nos hace daño. Al menos así ha sido en mi caso, no sólo con la indefensión aprendida sino con muchas otras secuelas.

Pero es complicado, porque generalmente no se nos educa para conectar con nosotros mismos a un nivel tan profundo, por eso la mayoría de personas con indefensión aprendida tardan en comprender lo que les pasa, y acaban desarrollando un concepto de ellas mismas cada vez más negativo, que les genera culpa y a la vez miedo a no poder dejar nunca atrás situaciones donde se sienten atrapadas en un bucle que no para de repetirse. Por ese motivo, para que las víctimas poco a poco dejen de serlo, es importante que como sociedad nos hagamos conscientes de este tipo de mecanismos que nos encadenan al dolor, ya que empatizar con nosotros mismos es imprescindible para dejar de culparnos y para poder relacionarnos con nuestro entorno de forma sana.  Yo, a día de hoy, no sé si puedo decir que ya no padezco en absoluto indefensión aprendida, creo que no. Pero a juzgar por cómo me sentía hace apenas unos años, sí diría que al menos tengo la asignatura aprobada. Llegar al sobresaliente, como todo, seguirá siendo cuestión de tiempo y de esfuerzo.