sábado, 26 de enero de 2019

REDES DE APOYO

Al poco de abrir este blog una persona me pidió que explicara mi experiencia como participante de dos grupos de ayuda mutua destinados a supervivientes ASI, uno presencial y otro virtual. Para poneros en antecedentes, hace cosa de siete años y medio me registré en ForoGAM, un espacio en la red creado por Joan Montané en el año 2002 que está destinado a todos aquellos supervivientes o víctimas que deseen compartir su experiencia con otras personas en la misma situación. Es, por tanto, un grupo de ayuda mutua, pero al cual se accede a través del ordenador. No hay un contacto cara a cara con el resto de usuarios (algo positivo para aquellos que aún no se sientan preparados, o que prefieran mantener el anonimato) y sin embargo el calor humano que hay en ese espacio se nota desde las primeras semanas en él.

Al principio de registrarme tenía mucho miedo, pues pensaba que mi caso era una menudencia comparado con el de otras víctimas que habían sufrido abusos durante años por parte de familiares muy cercanos, y creía que a lo mejor el resto de usuarios del foro se ofenderían o incluso me insultarían por atreverme a decir que yo (que ni siquiera tenía recuerdos 100% nítidos) había vivido lo mismo que ellos. Ese día abrí un hilo contando mi caso –me acuerdo de que se titulaba “CREO QUE soy una superviviente”- y cuando vi que tenía las primeras respuestas entré a leerlas con un poco de temor, pero para mi sorpresa sólo encontré palabras de comprensión. Recuerdo que una chica me dijo algo que me emocionó y se me quedó grabado: “Yo he sufrido abusos durante 12 años de mi infancia por parte de un familiar, y creo que tienes el mismo derecho que yo a llamarte superviviente”. No estoy segura de si fueron estas sus palabras exactas pero el sentido del mensaje sí era prácticamente el mismo. Para mí fue como si me acabara de dar un abrazo de esos que reconfortan en los momentos bajos. A partir de entonces, poco a poco, me fui atreviendo a participar cada vez más, al principio con la sensación de estar diciendo tonterías y de ser una especie de intrusa (porque seguía pensando que mi caso no era tan grave como para pedir ayuda) pero también de que aquel era el único espacio por entonces en el que podía contar abiertamente todas aquellas “rarezas” y “taras” que nunca me había atrevido a explicar a nadie, y que en realidad sólo eran secuelas.

En aquel instante fue la forma de empezar a darle voz a mi niña perdida, pero siempre desde el anonimato. Recuerdo que algunas supervivientes que vivían en mi localidad me propusieron quedar para conocernos y tomar un café, y siempre dije que no. Para mí era como si tuviera un alter ego que había sufrido abusos sexuales y hablaba abiertamente de ello, pero no quería que nadie (excepto mi psicóloga y alguna amistad muy, muy cercana a la que le pedí que guardara “mi secreto”) pudiera relacionar esa otra identidad con la persona que conocían el resto de mis allegados, la chica “normal” con una vida como la de cualquier otra persona, que estudiaba, tenía una familia, juventud, amistades –muy pocas, apenas una o dos, pero amistades al fin y al cabo-, que se estaba labrando un futuro… creo que de alguna forma veía mi pasado abusivo como una mancha que podía destrozarme. Siempre tuve la percepción, de alguna manera, de que yo estaba destinada a eso: a perderme. Como si en algún momento de mi vida me hubieran leído una profecía que me auguraba un futuro en el que estaría constantemente corriendo para huir de monstruos y demonios que, si no vigilaba, me iban a atrapar. Y supongo que en mi cabeza admitir que había sufrido abusos de niña era reconocer que el peligro existía. Esa mancha, ese “Prestige” invisible y metafórico que en el fondo resultaban ser las secuelas que arrastraba, podía extenderse por cada faceta de mi vida hasta devorarla y devorarme. O sea que sí, yo estaba dispuesta a hablar en un foro de internet de lo que me habían hecho cuando era pequeña… pero nunca dando datos como mi edad o la ciudad donde había nacido, jamás identificándome. Y por supuesto, nunca podría hablar con otro/a superviviente cara a cara, a viva voz y compartiendo nuestras heridas para ayudarnos a evolucionar como personas.

Fue así hasta que, tras 5 años de terapia y la insistencia de algunas compañeras del foro, en enero de 2016 empecé a quedar con supervivientes de mi localidad que había conocido a través de ForoGAM.  Recuerdo que el primer día no me atreví ni a presentarme, me quedé muda cuando llegué a la mesa de la cafetería donde ellos estaban sentados. Creo que si me hubieran hecho salir delante de un auditorio frente a cientos de individuos para hablar abiertamente de mis abusos me habría sentido igual de expuesta. Por suerte tuvieron paciencia conmigo y la experiencia, poco a poco, fue siendo positiva. Aun así, en cierta forma sentía que lo único que estaba haciendo era reunirme con cuatro supervivientes más, con los cuales no hacía falta que hablara de abusos fuera de allí, y que me guardarían “mi secreto” igual que yo se lo iba a guardar a ellos. La lealtad sería mutua. Además, en cierta forma ya los conocía a través del foro… así que dejé de sentirme tan expuesta a medida que pasaron los meses. Entonces llegó enero de 2017 y di otro salto cualitativo.

En aquella época supe a través de dos personas del foro que una asociación que lucha para erradicar los ASI iba a crear un grupo de ayuda mutua en mi ciudad para supervivientes. Ambas me preguntaron si me planteaba apuntarme, y lo cierto es que la idea me parecía tentadora, pero también me dio mucho vértigo. Porque si lo hacía no tendría que sentarme frente a cuatro o cinco personas sino frente a diez, a las que no conocía, que seguro que habrían pasado por experiencias más duras que la mía, que a lo mejor no habían padecido amnesia traumática (de nuevo mis inseguridades salieron a flote) y que por tanto recordarían sus abusos mucho mejor que yo los míos. Pero además, a mí siempre me había costado mucho integrarme en un grupo. Solían decirme que de tú a tú era tímida, pero que cuando estaba rodeada de varias personas directamente era como si desapareciera. Me quedaba quieta, procurando que no se notara que estaba y apenas cruzaba palabra con nadie. Además, si quedaba con otros supervivientes de ForoGAM para tomar un café podía marcharme al cabo de un par de horas, o podíamos acabar hablando de otros muchos temas…  pero en ese grupo de ayuda mutua acabaríamos hablando el 95% del tiempo de nuestras experiencias, nuestras secuelas… y todo eso cara a cara, con nombres reales, sin máscaras, sin anonimato. No me veía del todo. Aun así, decidí apuntarme.

Dos años más tarde no sólo no me arrepiento de ese paso, sino que creo que fue una nueva semilla para atreverme a romper el silencio sobre los abusos. Porque creo que las personas que te encuentras en un grupo de ayuda mutua para supervivientes acaban haciendo un poco de espejos de ti mismo en muchos aspectos, principalmente en mi caso de aquellos que siempre he considerado más íntimos. Lo que nunca pensé que le fuera a contar a nadie a viva voz, aquello que me daba miedo exponer a alguien por si la otra persona me juzgaba o no me comprendía, mis “tonterías”, lo que me convertía en una persona diferente al resto que conocía, todas las partes de mi personalidad que me hacían sentir marcada y sucia… al final sólo son secuelas. Y verlo en otros me ayudó a reconocerlo en mí misma, así como a darme cuenta de aspectos de mi propio trauma que hasta entonces había pasado por alto.

Mentiría si dijera que ya no siento vértigo cada vez que comparto eso, o que mis fantasmas no me gritan de vez en cuando –antes de empezar a decirlo- que mejor me calle, pero ni punto de comparación con lo que me pasaba hace dos o tres años.  Y ya no hablemos hace seis o siete. Es más, a veces pienso que si reunieran a un grupo de personas que me conocieron en aquella época (sin continuidad) junto a otras que empezaron a relacionarse conmigo durante los últimos… ¿Quince meses? Y les pidieran que me describiesen probablemente dirían algunas cosas similares, pero otros de sus adjetivos totalmente opuestos. Porque hace un lustro ni se me habría ocurrido mostrar según qué miedos, características o formas de pensar que, al fin y al cabo, me construyen como persona. Es un trabajo continuo, y los avances que he hecho en mi proceso no tienen que ver solamente con la participación en grupos de ayuda mutua, pero sin duda ha contribuido. Darte cuenta de que no estás sola, de que aunque cada persona tiene sus singularidades formas parte de un conjunto, de un todo, ayuda. Al menos a mí me ha ayudado.

Creo que los abusos me dieron la percepción de que estaba aislada, de que era diferente al resto de personas que me rodeaban. Como si ellas vivieran en el planeta Tierra y yo en un mundo aparte donde no habitaba nadie más de mi misma especie. Como si me viera obligada a fingir que era igual que los demás, no fueran a notar la marca sucia y asquerosa que llevaba por dentro. Y con miedo a que se ofendieran cuando descubriesen que, en realidad, yo no era una de ellos. Que estaba estigmatizada. Conocer a una persona que también se ha sentido así ayuda a entender que no eres un bicho raro. Pero conocer a varias te hace ampliar la perspectiva. Incluso ver en ellos a seres humanos completos, a pesar de que tienen heridas abiertas que todavía sangran, te hace entender que no eres –sólo- el saco de traumas y secuelas que pensabas. Y eso, cuando te has pasado la vida creyendo que fue tu culpa, que eres malo/a, que no vales lo suficiente para que nadie te aprecie sin pedir algo a cambio, que el día que te mueras ni el tato te echará de menos, que en verdad no mereces que lo hagan… porque provocaste, porque aún provocas, porque engañaste a todo el mundo, porque lo permitiste, porque haces daño aunque no quieras, porque eres horrible, porque… eso, que es nada más y nada menos que tener una red de apoyo formada por personas que te entienden, te aprecian sanamente y no te juzgan, después de décadas luchando a diario contra pensamientos que te han hundido en la miseria poco a poco, vale oro. Tanto, que no se puede pagar en una sola vida.

martes, 8 de enero de 2019

LOS SUPERVIVIENTES Y EL SEXO II (No es tu culpa)



En la entrada anterior he hecho una introducción sobre lo complicado que puede ser para una persona que ha sufrido abusos en la infancia mantener una vida sexual satisfactoria de adulto. En esta otra me gustaría explicar como esa situación puede hacernos vulnerables a nuevas experiencias tortuosas en el terreno sexual. 

He explicado ya que con veintiún años decidí dejar de lado mis miedos respecto a ese ámbito y empezar a relacionarme de manera íntima con hombres. Como estaba convencida de que iba a ser extremadamente difícil para mí encontrar a una persona que quisiera acostarse conmigo de forma voluntaria -me veía como un engendro-, decidí moverme en círculos donde la gente acudía precisamente a tener sexo por decisión propia. Busqué información sobre locales de intercambio de parejas (donde, en contra de lo que mucha gente cree, se puede ir solo/a) y me dejé caer por varios, pensando que al menos en esos sitios sí conocería ni que fuese a un individuo dispuesto a mantener relaciones conmigo. Me consideraba muy poco atractiva, incluso tenía la obsesión a veces de que olía mal –sin motivos reales- pero en un local donde las personas acudían a buscar intercambios de fluidos… tenía la esperanza de que no me rechazaran. Y ocurrió que conocí no sólo a uno sino a varios hombres, una parte de ellos respetuosos y la otra no tanto. El problema era mi dificultad para identificar conductas abusivas, ya que en muchas ocasiones tendía a minimizar y a responsabilizarme cuando algo me afectaba negativamente, con lo cual si no estaba cómoda o me sentía vulnerable pensaba que eran "mis tonterías de siempre". Si alguno de esos hombres tenía gestos que no me gustaban yo asumía que se trataba de conductas normales en el terreno sexual, pero que como yo era una tonta y una mojigata me escandalizaba por nimiedades. De esta manera, dando por buenos comportamientos que no lo eran, mis límites quedaban cada vez más desdibujados. 

Creo que durante esa etapa de mi vida perdí un pedazo de mí misma, así como lo perdí durante los abusos. Fueron aproximadamente dos años de sentirme una muñeca, un mueble, un juguete roto sin vida ni voluntad. Pero seguía volviendo al mismo sitio, porque de alguna manera creo que era lo único que conocía a nivel sexual. Aquellas experiencias me conectaban con mis abusos, con la sensación de estar sucia por dejarme hacer cosas que no quería o por no ser capaz de pedirle a la otra parte que parara. Y entonces, como no paró, la culpa era mía. Sin embargo, siempre tenía la esperanza de que la próxima vez saliera bien, de que me sentiría cómoda al 100%, de que sentiría lo mismo que cualquier otra mujer sin traumas sexuales. Yo sólo quería ser normal, tener una vida íntima corriente, no sentirme rota en ese terreno. Y como en algunas ocasiones los hombres con los que estaba me trataban bien y me hacían sentir más o menos a gusto, después de esas experiencias pensaba que la siguiente sería la mejor de todas, mi "happy end" en cuando a las secuelas sexuales que padecía. Pero cuando luego no se daba de esa forma, me sentía no sólo defectuosa como mujer, sino también sucia y culpable. 

Eso sentí, por ejemplo, la primera vez que fui a la cama con un hombre. Recuerdo que él tenía 33 años y yo 21, y también me acuerdo de su nombre y su apellido. Era la segunda vez que lo veía, nos habíamos tomado un par de cafés y luego yo había aceptado liarme con él y su pareja. En el primer encuentro les conté que había tenido una experiencia sexual traumática en el pasado, pero sin especificar, porque creí que así me tratarían mejor en caso de que fuéramos a más. Luego acordamos vernos a la semana siguiente. Llegó el día, quedamos en el mismo local de intercambio donde nos habíamos conocido, tomamos un café sentados en una de las mesas y luego me propusieron entrar en la zona donde estaban las camas para los encuentros íntimos. Empezamos a enrollarnos. La primera vez ya nos habíamos besado, pero yo había tardado bastante en decidirlo, y había dicho que no quería pasar de ahí. La segunda vez no habíamos especificado hasta dónde llegaríamos. Solo que íbamos a volver a encontrarnos. Mientras me enrollaba con él, intentó penetrarme pero justo en ese instante empecé a sufrir de vaginismo. 

Me ha pasado desde muy jovencita: siempre me ha sido imposible usar tampones, por ejemplo. Y aquella vez a mis 21 años cuando ese hombre intentó entrar el dolor fue instantáneo y parecía que no habría forma de que su pene cupiera en mi vagina. Era como si hubiera un muro en la entrada que impidiera el paso de cualquier objeto externo. No me pregunté qué iba a pasar a continuación, no me planteé si él pararía o no hasta que me di cuenta de que no paraba de empujar con su miembro para entrar dentro de mí. Cada vez más fuerte. Fui incapaz de decir qué me pasaba, de hecho yo ni siquiera lo entendía, sólo me daba cuenta de que la penetración le estaba costando horrores, de que yo no estaba lubricada para nada, y de que me hacía mucho daño. Tardó bastante en lograrlo, así de tensa estaba la musculatura de mi vagina. Ante ese impedimento él empujaba con más fuerza y en algún momento yo no pude más y empecé a gritar de dolor. Recuerdo que en esos instantes él no me miraba a la cara, sólo seguía adelante. Su mujer estaba al lado, y no sé qué cara ponía porque no la miré en ningún momento. Mi percepción era que me estaba rompiendo en dos, que no podría caminar siquiera cuando intentase volver a casa. Recuerdo ser un pedazo de carne, un trozo de nada. Estaba como muerta, sin participar en el acto, sin moverme, excepto porque gritaba, me encogía y me quejaba.

Yo sólo quería que se apartara de mí pero me daba pánico pedírselo por dos razones: la primera porque tenía miedo de que no me hiciera caso, de sentirme más utilizada, porque si yo verbalizaba un "no" y no lo respetaba ya no podría pensar que él no se estaba dando cuenta de mi sufrimiento, tendría que aceptar que me estaba violando. Y la segunda, porque él era más fuerte físicamente que yo, y una vez lo tuve encima mío aquello me asustó. Así que mi esperanza era que él se diera cuenta de lo que ocurría y decidiera detenerse: para ello me quejaba, y a ratos, cuando ponía su vista sobre mi rostro, lo miraba a los ojos y exageraba mis gestos de dolor, para que parase. No lo hizo. A pesar de que recuerdo que tuvo dificultades para penetrarme hasta el último segundo, sólo se detuvo cuando estaba a punto de eyacular, que salió de mí, empezó a besarse con su mujer y terminó dentro de ella. Yo pensé que no había captado las señales. Siempre he tendido a pensar bien de la gente cuando me hacían daño. 

Aquello terminó poco antes de que él llegara al orgasmo. Recuerdo el alivio, y recuerdo salir de allí pensando que lo que había pasado era normal: el único problema era que yo estaba “estropeada”. Si no hubiera tenido dificultades para mantener relaciones sexuales todo habría salido bien, así que lo que había pasado era responsabilidad mía. Además, ¿Quién me mandaba irme a la cama con un desconocido más fuerte y corpulento que yo, el cual no me inspiraba la confianza suficiente para sentirme segura si en algún momento yo necesitaba parar? Y en cualquier caso, no dije nada, sólo me quejé. Él no podía ser adivino, seguro que confundió mis gritos de dolor con gemidos de placer. Toda la culpa, una vez más, era mía. 

A veces me siento un poco estúpida cuando recuerdo, por ejemplo, cómo acabé empezando una felación -que no pude terminar- sin desearlo y sintiendo un asco muy profundo, pero sin saber de qué forma evitarlo porque me estaban insistiendo con toda la dulzura del mundo a pesar de que yo había dicho que no, y porque quien me lo pedía me había ayudado a sacarme de encima un rato antes a un hombre muy pesado que se empeñaba en ligar conmigo. O la vez que miré mal a un tipo que me estaba toqueteando en contra de mi voluntad (le había dicho explícitamente que no quería, hasta que se me abalanzó por sorpresa) y al que de repente, ante su gesto de disconformidad, le sonreí tratando de suavizar mi reacción anterior. No fue la única vez que intenté decir que no con una sonrisa, o excusándome por oponerme, porque si estaba en un sitio donde la gente iba a manosearse no me podía quejar de que me manosearan, si no ¿para qué había ido ahí? En el fondo el hecho de no saber poner límites me convertía en el objetivo perfecto de todo aquel que quisiera aprovecharse de eso. Y en cierta forma yo creía que era lo normal, que me lo merecía. Por eso no sabía reaccionar cuando me veía presionada o cuando se saltaban mis líneas rojas. 

Hace poco tiempo conté algo de esto a un grupo de mujeres que también han sufrido abusos, sean sexuales, físicos o psicológicos. Una de ellas me dijo que odiaba a mis agresores por haberme convertido en la diana perfecta para esas experiencias. Reconozco que me gustó sentir que me comprendía y no me juzgaba, porque para mí aún es difícil explicar por qué me quedé quieta, por qué tenía miedo o cómo es que volvía al mismo sitio semanas después, por qué seguía yendo a un lugar donde sabía que estaría expuesta a situaciones que me dañaban. Y lo estaba no porque allí tuviera más posibilidades de ser agredida que en otro sitio (de hecho la primera vez alguien del local, creo que el dueño, me dijo que si alguien se propasaba pidiera ayuda, que las reglas allí estaban muy claras, y era que cada persona llegaba hasta donde quería), sino porque yo no sabía poner límites a nivel sexual, y por tanto no estaba preparada para tener sexo, contara con 21 años, con 23 o con 35. La verdad es que no recuerdo una sola vez en que disfrutara. En el mejor de los casos no sentía nada, pero seguía yendo allí. En parte el motivo era que quería verme como una mujer “normal” con una vida sexual corriente. Pero creo que en el fondo también me estaba exponiendo adrede, porque era lo único que conocía a nivel sexual: dolor y degradación. 

Sí, era adulta cuando me pasó todo esto. y no, no era consciente de las consecuencias. No tenía las herramientas para defenderme ni para entenderme. Había demasiadas secuelas y una herida abierta dentro de mí que me lo impedían. Por esa razón, si algo estoy trabajando ahora mismo es en intentar comprender es que nada de todo aquello fue mi culpa. No es sencillo: sé que habrá quien me juzgue cuando lea esta entrada. Sé que muchos pensarán que me lo busqué, o que fui un poco ligera de cascos. Que me toca asumir las consecuencias. Que sólo intento llamar la atención, que soy una oportunista (hay quien cree que ahora “está de moda” contar experiencias como la mía), que estoy exagerando o que a lo mejor no me desagradó tanto como digo. Muy bien, que cada persona saque sus conclusiones como quiera o como su educación la deje, pero yo no estoy dispuesta a seguir interiorizando toda esta basura. Porque de lo contrario mi sanación nunca sería completa. Y porque si no hubiera sido abusada antes de mis veinte años, probablemente ahora no estaría aquí frente al ordenador escribiendo esta entrada.

Puedo asegurar que no va a ser sencillo para mí publicarla. Tenga pocos o muchos lectores el sólo hecho de escribir esto en un lugar al que puede acceder cualquiera me da vértigo. Pero me he propuesto hacerlo, me lo he prometido a mí misma. Porque lo necesito y porque me gustaría que esto sirva para entender que muchas veces detrás de una persona adulta que no se defiende ante una experiencia abusiva hay alguien que en algún momento de su infancia o adolescencia sintió que no podía defenderse, o que era un juguete sexual. Y eso marca hasta el punto de quedarse atrapada en esa etiqueta. Cuando piensas que no eres nada, acabas actuando como si no valieras nada. Y de ahí a acabar dentro de un bucle donde te sientes degradada pero del que no puedes salir, sólo hay un paso. Y luego no sabes cómo contarlo, porque crees que te juzgarán, porque te sientes culpable, porque se supone que ya eres una persona adulta pero no sabes decir que “no” y permites que te hagan daño en vez de defenderte. Pero, sobre todo, porque tienes miedo de que nadie entienda (quizás porque tampoco lo entiendes tú misma) que en el momento en que te estaban volviendo a destrozar eras otra vez esa niña perdida que no comprendía por qué alguien que debía cuidarla, o al menos respetarla, le estaba haciendo daño.

LOS SUPERVIVIENTES Y EL SEXO I


Una de las secuelas más habituales que tenemos los supervivientes está vinculada al sexo. Como nos estimularon sexualmente a una edad en que el cuerpo y la mente todavía no están preparados para una experiencia de ese tipo, crecemos y nos hacemos adultos con una vida sexual distorsionada. Al igual que otras secuelas de los abusos en la infancia, esta tiene dos polos: o no nos relacionamos íntimamente con nadie a causa de un profundo rechazo hacia el sexo o llevamos una vida promiscua y en muchos casos insatisfactoria desde una edad muy temprana.

A lo largo de mi vida, incluso cuando no recordaba mis propios abusos, he sido testigo de las dificultades que otros supervivientes han tenido para afrontar su intimidad. A los catorce años conocí a una compañera en el instituto que había sufrido abusos por parte de un familiar y que a los quince se dio al sexo compulsivo, en varias ocasiones con chicos a los que acababa de conocer. En la misma época tuve una amiga que además de ASI también había sufrido maltrato familiar, y que cada vez que rompía con un novio a los pocos días comenzaba a salir con otro al que se entregaba en cuerpo y alma, como si no supiera o no quisiera estar sola. También se inició en el sexo a una edad temprana y creo que fue porque se convenció de que el chico con el que perdió la virginidad era el amor de su vida y que él siempre iba a cuidarla todo lo que no la había protegido su propia familia. Nada más lejos de la realidad, por cierto.

Posteriormente he entrado en contacto con supervivientes que en la adolescencia se ponían rígidas cuando le daban un beso a un chico, otras en cambio practicaban orgías con dieciocho años, algunos no se relacionaron sexualmente con nadie (o al menos con personas del mismo género que sus abusadores) hasta los veintitantos porque se veían como adefesios que nunca podrían despertar interés en nadie, otros llevaron una vida íntima insatisfactoria durante bastante tiempo por pensar que no podían aspirar a otra cosa, etc. O también los hay que han pasado por periodos de abstinencia sexual muy prolongada incluso teniendo pareja estable y luego por otros en los que sentían la necesidad de experimentar placer y luego castigarse por haberlo experimentado. Existen historias muy variadas y cada superviviente es un mundo, pero prácticamente todos compartimos que tenemos o hemos tenido problemas sexuales. Esos que nos llevan a avergonzarnos y a sentir que valemos menos que otros seres porque no podemos relacionarnos con normalidad en la cama. Como si padecer secuelas de este tipo después de una agresión sexual en la infancia no fuera también algo perfectamente normal. 

En mi caso concreto, las relaciones íntimas siempre han sido conflictivas. Recuerdo que de adolescente no veía con buenos ojos que algunas de mis amigas o compañeras de clase perdieran la virginidad tan pronto. Para mí era algo que las chicas debíamos conservar hasta por lo menos la mayoría de edad, así como vigilar mucho a quien se la entregábamos. La promiscuidad (femenina, principalmente) me parecía peligrosa, la consideraba una actitud que nos hacía perder a las mujeres el respeto que debíamos inspirar como personas. Por otro lado, estaba convencida de que si me acostaba con un chico a los quince años sería una puta y que eso llevaría a otros hombres a no quererme como novia, con toda la razón, ¿Quién querría salir con una mujer marcada por una vida sexual indigna? Sin duda yo era muy cerrada de mente en relación a la sexualidad femenina, pero aunque creo que esas creencias seguramente se vieron reforzadas por una cuestión cultural, pienso que ya en esa etapa mi rechazo hacia el sexo era provocado por los abusos, pues no crecí en una familia con unas ideas especialmente puritanas o conservadoras. Aun así, me sentía responsable de ganarme el respeto de los demás (como si no lo mereciera) a través de –entre otras cosas- una conducta sexual extremadamente moderada.

Esas ideas cambiaron un poco en la mitad de mi adolescencia, pero mi rechazo hacia el sexo continuó durante años. La idea de acostarme con un hombre que no fuera novio mío me hacía sentir un poco zorra, a pesar de que yo misma rechazaba tajantemente el uso de esa palabra dirigida a otras mujeres. Sin embargo, conmigo utilizaba otra vara de medir: el sexo por placer me convertiría en una mujer sucia. Por otro lado, le tenía miedo. Algo en mí presentía que sería una experiencia desagradable, y en el fondo sentía que no quería tener relaciones sexuales con hombres.

Tuve miedo de mantenerlas hasta los veintiún años, cuando en una sesión con mi psicóloga de entonces me preguntó por mi experiencia con el sexo. Tras la conversación con ella sentí que me estaba perdiendo algo, que mis limitaciones me impedían disfrutar de una parte de mi vida la cual nadie tenía derecho a robarme. En el fondo creo que quería superarme, pero también pienso que no era mi momento, porque en aquella etapa yo era un saco de secuelas, y entre ellas estaba la baja autoestima y la incapacidad de decir “no” cuando me presionaban para hacer algo que no quería. Ahora veo que en esas circunstancias iniciarme en la sexualidad podía ser el caldo de cultivo perfecto para nuevos abusos. Sin embargo, entonces sólo pensaba que yo estaba tarada, rota, estropeada, y que necesitaba sanarme. De alguna forma me empujé a hacer algo para lo que todavía no me sentía preparada, como cuando empujas a la piscina a una persona que le tiene fobia al agua para que la supere. Y reconozco que no era la manera ni el momento.

Posteriormente, a raíz de lo que viví en esa etapa, pasaría años modificando mi vida para poder huir del sexo, como si éste fuera un peligro del que debía protegerme.