lunes, 24 de junio de 2019

CUANDO LOS VIOLADORES NOS UTILIZAN COMO CÓMPLICES


Hace apenas tres días el Tribunal Supremo de mi país dictó sentencia contra los cinco miembros de un grupo de amigos que se autodenomina “La manada”, acusados de violar a una chica de dieciocho años durante las fiestas de San Fermín en 2016. Tres años más tarde, y después de que el caso estuviera en boca de casi todos los españoles, hoy a ojos de la ley ya podemos llamar a los condenados violadores, con todas sus letras.

¿Pero qué ha ocurrido durante este tiempo, y por qué ha tardado tanto en salir la sentencia definitiva? Para empezar, porque la Audiencia Provincial y el Tribunal Superior de Justicia de Navarra (ciudad donde los condenados llevaron a cabo el delito) calificaron los hechos en un principio de abuso y no de agresión sexual, sentencias que finalmente han sido revocadas por el Tribunal Supremo. La diferencia entre un delito y otro, según el código penal español, es que en un abuso no media violencia ni intimidación, mientras que en una violación sí. Los jueces que dictaron sentencia las dos primeras veces consideraron que los acusados en ningún momento habían ejercido ni una cosa ni la otra contra la muchacha a la que agredieron, de ahí que las penas impuestas fueran inferiores a la de esta tercera vez.

Voy a relatar muy brevemente los hechos: ese día los condenados, cinco hombres de alrededor de 30 años, conocieron a la víctima y, tras charlar un rato con ella, insistieron en acompañarla de vuelta al lugar donde se hospedaba. De camino, la metieron a la fuerza entre todos dentro de un portal, la sujetaron, y la penetraron varias veces por los diferentes orificios del cuerpo, mientras grababan los hechos y se jactaban de ello. La víctima se quedó quieta, no arriesgó su vida para evitar las agresiones, y obedeció a lo que le pedían porque se sentíá aterrada. Eran mayores en número y más fuertes físicamente, así que no se resistió. Después, uno de ellos le robó el teléfono móvil, y los condenados se fueron del lugar de los hechos. La chica quedó entonces sola, desnuda y llorando en el portal, hasta que una pareja que pasó por ahí cerca la asistió y, tras escuchar de su boca lo ocurrido, la animaron a denunciar. Gracias a la grabación que los propios acusados hicieron, los jueces –todos ellos- de este caso pudieron percibir que la chica estaba “aterrorizada” (esta palabra aparece tal cual ya en las primeras sentencias). Pero entonces, ¿Por qué los mismos magistrados que observaban terror en los gestos de la muchacha agredida interpretaron que no hubo intimidación? Pues porque no había existido violencia física previa a los hechos (bofetones, palizas, etc.) ni amenazas verbales, y, como la ley es interpretable, esas personas consideraron que, a pesar de las múltiples penetraciones sufridas por la postadolescente, ésta había padecido un abuso y no una agresión, que legalmente conlleva una pena de cárcel inferior.

Han sido varias las asociaciones feministas que en este tiempo han pedido que desaparezca del código penal la diferencia entre abuso y violación, puesto que cualquier agresión de este tipo comporta un daño psicológico muy grave en la víctima, el cual no se puede medir a través de cuestiones como si ha habido violencia física o qué tan lejos ha(n) llegado el/los agresor(es).

Sin embargo, el caso ha puesto sobre la mesa las carencias del sistema judicial en torno a la violencia sexual (además de lo antes mencionado, los ya condenados llegaron a ponerle un detective a la víctima, y el abogado de ellos se basó en esos informes, así como en fotografías que la chica había subido a sus redes sociales, para exponer que ella llevaba una vida “demasiado normal” después de la violación, lo cual demostraba falta de abatimiento y era indicio de que mentía. También llegó a criticar la forma en que la joven se había sentado durante el juicio por el mismo motivo –no era una manera de sentarse propia de alguien abatido-, y todo eso se consintió en la sala; del mismo modo que se admitió a trámite el informe del detective sobre la vida cotidiana de la víctima después de la agresión, pero no algunos mensajes de “la manada” previos a la violación en los que discutían sobre qué tipo de droga era mejor a la hora de agredir sexualmente a las mujeres, hablaban de éstas como si fueran pedazos de carne a su merced y afirmaban que “luego todos queremos violar”); pero también ha generado un debate sobre la permisividad que en pleno siglo XXI seguimos teniendo a nivel social con las agresiones sexuales.

Para empezar, cuando se supieron los hechos muchas personas destacaron la actitud de la hoy superviviente antes y durante los hechos: “¿Por qué se emborrachó?”, “¿Por qué permitió que cinco desconocidos la acompañaran, acaso no sabía a qué se exponía?”, “¿Por qué habló con ellos?”, “¿Por qué no pidió ayuda si de verdad no quería que la penetraran?”, etc. Cuestiones todas ellas que daban igual, porque lo verdaderamente importante era que cinco hombres habían violado en grupo a una chiquilla de dieciocho años. Punto. La actitud de ella tras conocerlos no merecía juicio de valor alguno. No he oído hablar tanto de los mensajes de WhatsApp que ellos se intercambiaban sobre burundanga –droga usada en su mayoría para violar mujeres- ni de otras agresiones cometidas por los condenados –poco después de los hechos, salió a la luz un vídeo donde “la manada” abusaba sexualmente de una chica inconsciente en un coche mientras se escribían mensajes con sus amigos jactándose de la situación-, como de que ella aceptó que los hombres a los que luego acusaría de violación la acompañaran de camino a casa, y de que después no gritó ni les pidió que pararan mientras la agredían. Y oyendo tales comentarios cualquiera pensaría que todo ello supone un consentimiento sexual.

Pero a poco que apliquemos la lógica, esas críticas a la conducta de la víctima caen por su propio peso, pues lo único que consintió fue hacer juntos el camino de vuelta, nada más. Me parece inaudito que todavía haya personas que relacionen eso con los hechos delictivos posteriores que cometieron los cinco condenados, ¿De verdad si una mujer acepta que un hombre la acompañe a casa debe imaginarse que éste va a forzarla, y por tanto ya sabe a qué se expone e igual es que lo desea? Porque no con estas palabras, pero he oído comentarios muy similares dirigidos al caso de esta superviviente: “Si se fue con ellos, si dejó que la acompañaran, a lo mejor es que sí quería participar en una orgía”. Toma ya. Mi primera reacción cada vez que oigo algo similar es preguntarme qué burrada estoy escuchando. Porque considero alucinante que vinculemos dar un paseo con cinco desconocidos a los que has conocido en una fiesta con desear que te penetren bucal, vaginal y analmente más de diez veces y de forma simultánea mientras te graban y te sujetan contra tu voluntad.

Si a alguien estos dos hechos le parecen equivalentes, sintiéndolo mucho, tiene un problema y se llama cultura de la violación ¿Que eso no existe? Entonces cuestionémonos qué ha llevado a cientos o a miles de individuos a preguntarse por qué una postadolescente no se resiste cuando cinco hombres corpulentos la meten a la fuerza en un portal y empiezan a vejarla en su intimidad. Si yo ahora contara de forma pública que varios individuos más fornidos que yo me han rodeado -¿Acaso eso no es intimidatorio?- y me han dicho en tono autoritario que les entregue todo el dinero que lleve encima, dudo que nadie piense que se lo he dado de forma voluntaria. Pero si se trata de una agresión sexual contra una chiquilla de dieciocho años, parece que es distinto: “Sólo tenía que gritar”, “Podía haberles dicho que no en lugar de hacer lo que le pedían”, “En ningún momento se negó”, “Si no hizo nada de eso igual es que quería”, “Al no negarse ella consintió”, "A lo mejor ella es un poco guarra, porque si no ¿Por qué se dejó?".

Forcejear con varios individuos más fuertes que ella, plantarles cara arriesgándose a que le dieran una paliza de muerte o incluso a que le sacaran una navaja y la abrieran en canal, ¿Eso tenía que haber hecho? ¿Cuántas mujeres han sido asesinadas después de resistirse ante una violación? ¿Y cuántas de ellas han sido criticadas, incluso muertas, precisamente por resistirse mientras intentantaban violarlas? Es curioso que las mismas personas que seguramente recomendarían no enfrentarse con un solo individuo que nos esté atracando consideren que esa muchacha debió hacer lo propio contra cinco grandullones. Si la diferencia es que éstos no llevaban navaja, voy a pediros que imaginéis cómo os sentiríais si varios hombres de complexión fuerte os metieran en un portal de noche en contra de vuestra voluntad, al grito de “Ahora, ahora”, ¿Creéis que tendríais miedo? ¿No temeríais por vuestra vida? ¿Y si eso mismo os hubiera pasado a los 18 años? ¿Cómo pensáis que os habríais sentido entonces? ¿Estáis completamente seguros de que habríais pedido ayuda, habríais gritado u os habríais negado a hacer lo que os pidieran? ¿Creéis que esos individuos os habrían intimidado con su forma de actuar?

Cada persona reacciona de forma diferente frente una agresión sexual. Hay quien forcejea, hay quien grita, hay quien se queda en shock, quien se bloquea, quien prefiere salvar su vida que exponerla… y ninguna debe ser juzgada. Ninguna es “mejor” o “más propia de una víctima real”, porque todas las víctimas lo son de verdad. No merece un mayor reconocimiento quien se resiste hasta el límite de sus fuerzas por encima de la que se queda quieta. Entre otras cosas porque la pasividad ante una violación no implica que se desee.

“¿Cómo iban a saber esos hombres que no quería sexo con ellos si la chica nunca dijo que no?” la respuesta me parece tan evidente que todavía me repugna más esta pregunta. Es muy fácil: lo podían saber porque en ningún momento le preguntaron. Si alguien nunca me ha afirmado que desea algo, yo no puedo presuponer que sí lo quiere, y menos aún en materia sexual. No era la chica quien tenía que decir que no ante los gestos sexuales de ellos, sino que eran esos cinco hombres los que si querían acostarse en grupo con ella debían proponérselo de forma respetuosa y, en caso de recibir una negativa, aceptarla y marcharse. No es que no sea no, es que sólo sí es sí. Y me parece escandaloso que adultos hechos y derechos, que a lo mejor tienen hijos e hijas de la edad de esa muchacha, afirmen que si no hubo negativa por parte de ella no hubo violación. Eso significaría que si yo sin previo aviso acorralo a un compañero de trabajo contra una pared y empiezo a tocarle los genitales, él no puede acusarme de abuso sexual, ya que en ningún momento ha manifestado que no le apetezca. Y si ante mi comportamiento se queda bloqueado mirándome con cara de espanto debo interpretar que tengo su permiso para seguir toqueteándolo, porque aunque sea evidente su desagrado sigue sin negarse, ¿Es así? Evidentemente, no.

La pasividad nunca puede interpretarse como una forma de consentimiento. De hecho, muchas personas supervivientes de abusos sexuales en la infancia nos hemos bloqueado en la edad adulta frente a nuevos abusos, pero eso no significa que lo deseáramos. Y cuando no hay deseo no existe consentimiento, nunca. La pasividad, quedarse inmóvil, es un recurso de la mente, un mecanismo de defensa.

Las víctimas ASI aprendimos de pequeñas que era mejor no negarnos, así que repetimos ese patrón cuando llegamos a adultas, y lo hacemos de forma involuntaria: nuestra mente se bloquea. Recordemos que lo ha padecido, por lo menos, un 20% de la población adulta, o sea que nunca sabemos si una víctima de violencia sexual en la adultez lo está siendo por primera vez. Pero es que incluso aunque una persona no haya sufrido ASI también puede paralizarse ante una violación, más si es múltiple. El terror es un detonante para que alguien se bloquee, y como he comentado ya, las propias sentencias judiciales sobre los hechos hablan de que la joven estaba aterrorizada. Y no es para menos. Si muchas veces nos quedamos en shock cuando vemos que un coche se acerca a toda velocidad hacia nosotros, o cuando nos roban la cartera, ¿Cómo no se va a quedar en shock alguien a quien cinco tipos toman a la fuerza? A priori me parece inhumano cuestionar a una persona por ese motivo, sin embargo quiero creer que en muchos casos el quid del asunto sí es la mezquinidad, pero que en muchos otros es la ignorancia.

Quizás el problema es que además de habernos educado en una sociedad que piensa que una mujer puede evitar que la violen (de ahí las preguntas de “¿Por qué hizo esto o lo otro?”) y que cree que lo que convierte un acto sexual en una violación es únicamente que la chica haya dicho “no”; también padecemos una falta de empatía y un desconocimiento a nivel global de los mecanismos que sobrevienen a la víctima frente a una agresión de este tipo. No se habla de ello, no se nos enseña, porque estamos demasiado ocupados preguntándonos por qué esa chica permitió que cinco desconocidos la acompañaran la noche de los hechos y discutiendo si eso la convierte en responsable de que la violen para plantearnos en qué estamos fallando. Y eso ocurre porque no nos cuentan cómo se siente habitualmente una víctima de violencia sexual, pero sí se nos repite a menudo el mito de que existe mucha despechada que se inventa estas experiencias por odio o para llamar la atención, y ante casos de abusos o violaciones es común escuchar críticas al comportamiento de la víctima. En esas circunstancias, ¿Alguien espera que como sociedad sepamos empatizar con ella? Y algo igual de importante, ¿A quién pensáis que beneficia eso? ¿A quién le hacemos el juego, de parte de quién nos ponemos cada vez que cuestionamos la violencia sexual y a quien la ha padecido?

La pregunta no es por qué se quedó quieta, eso podría explicarlo cualquier psicólogo. La cuestión  es por qué existen tantas “manadas” que se creen legitimizadas para invadir el cuerpo de las mujeres. No podemos educar a las siguientes generaciones en el rechazo a la violencia sexual si seguimos sin entender qué lleva a los autores a cometerla. Y, sobre todo, si somos incapaces de entender a las víctimas, porque en ese caso ¿Cómo van a hacerlo nuestros hijos/as? Quizás la educación no termine con los abusos y violaciones, pero seguramente ayude a reducir el número de agresiones o, por lo menos, a que las víctimas se sientan más acompañadas y comprendidas. La superviviente de “la manada” ha resistido lo indecible estos tres años, pero no todas las personas pueden soportar el machaque psicológico propio de un proceso así. Que además no tengan que aguantar también nuestra ignorancia.

martes, 11 de junio de 2019

CUESTIÓN DE CONFIANZA


Los abusos sexuales infantiles afectan a la confianza de la víctima en su entorno, puesto que a una edad en la que los menores están empezando a descubrir cómo funcionan las relaciones interpersonales, se encuentran con que son agredidos en su intimidad de una forma brutal, incluso aunque no exista violencia física. De alguna manera es como si de un día para otro y sin esperarlo unos aviones empezaran a bombardear nuestra ciudad durante un tiempo determinado, sin que sepamos si va a volver a ocurrir, cuándo o quién dará la orden de bombardearnos otra vez. El mundo deja de ser un lugar seguro y los adultos que nos cuidan ya no son nuestros protectores, esas personas que evitarán bajo cualquier circunstancia que nos dañen. Ahora, uno (o varios de ellos, dependiendo del caso) son quienes nos han herido. Eso, a una edad en que justamente se depende de los adultos para sobrevivir física y emocionalmente, supone un conflicto enorme para el niño o niña víctima.

Hay menores que se vuelven introvertidos, distantes, asustadizos, e incluso agresivos como una forma de protegerse ante nuevos posibles abusos del tipo que sea. Otros, en cambio, se muestran muy cariñosos y complacientes para ganarse el afecto de los adultos que les rodean, y tapar así la herida que les han provocado los ASI. Y es que, como ya he indicado alguna vez, una agresión sexual en la infancia genera en esa criatura la percepción de que es un ser sin valor, que ha hecho algo horrible, que está manchada, es indigna o no merece que nadie la quiera. Baja autoestima, inseguridades… que los supervivientes intentamos resolver como podemos a una edad en que no tenemos recursos para enfrentarnos a nuestro trauma. Al final, tanto una actitud (desconfianza y/o agresividad) como la otra (tratar de reparar nuestro dolor siendo lo que los demás esperan de nosotros) no dejan de ser gasas que pueden aliviar momentáneamente el dolor, hacernos sentir a las víctimas protegidas y confiadas durante meses o años pero a la larga ambas acaban jugando en nuestra contra.

Mi caso fue el segundo: procuré ser la niña más buena del mundo como manera de compensar todo lo malo que creí que había en mí, pero además mi mente, para sobrevivir, se creó la fantasía de que prácticamente todas las personas en el mundo eran amable, bondadosas, con valores altruistas e incapaces de hacer daño a una mosca, y que si bien existían seres humanos que tenían malas intenciones, eran los menos. Uno de cada diez mil. También visualicé que durante el resto de mi vida sería muy feliz, que siempre estaría rodeada de personas amables y que, si yo era lo suficiente inteligente para tomar buenas decisiones, nunca sufriría. 

De alguna manera traté de confiar ciegamente en la bondad humana, a la vez que me convencí de que llevando un control sobre mi vida evitaría que me pasaran cosas negativas. Le tenía mucho miedo al dolor emocional, y supongo que por ello quise creer que evitarlo dependería siempre de mí. De esa forma me sentía segura. Sólo tenía que reflexionar sobre las circunstancias que me rodeaban, analizarlas concienzudamente y, a partir de aquí, tomar decisiones 100% acertadas y adecuadas a cada situación. Pensé que no podía ser tan difícil, pero sin embargo resultó imposible, porque lo que me exigía era ser prácticamente perfecta, así que al ver que no lo conseguía dejé de confiar en mí y a considerarme una inútil. Con el tiempo la situación sólo empeoró. 

El problema fue que aquellas creencias me ayudaron a salir adelante después de los abusos, así como a sentirme feliz el resto de mi infancia y parte de mi adolescencia… pero luego todo cambió. Cuando me faltaba más o menos uno año para ser adulta, comprendí que había estado equivocada con mi visión del mundo. Digamos que esa ingenuidad que me había permitido de niña creer que casi todas las personas tenían buenas intenciones hacia sus semejantes chocó de forma abrupta con la vida real cuando me hice más mayor. Y entonces, al comprender que mi fantasía –mi refugio- se rompía, ese miedo que había sentido mucho tiempo atrás reapareció con fuerza. Entré en pánico, y para evitar cualquier sufrimiento se disparó mi necesidad de control. Y la tristeza. Porque sentirme vulnerable y desencantada del mundo que me rodeaba hizo que desarrollase una especie de misandría que me duró un par o tres de años, durante los cuales ya no veía la humanidad como potencialmente bondadosa sino todo lo contrario, el ser humano me parecía inclinado a hacer daño por naturaleza. Y como yo era tímida, miedosa, insegura, acomplejada… me sentía la presa ideal. Un cordero rodeado de lobos.

Así las cosas, me volví cada vez más complaciente. Lo que yo deseara, mi bienestar, lo que me hacía bien… no importaba tanto como ganarme el respeto y aprecio de los demás, supongo que para asegurarme por un lado de que no me agredieran y, por el otro, porque aquel concepto de que vivía rodeada de personas en las que nunca podría confiar al 100% me hacía daño, e inconscientemente intentaba destruirlo demostrándome que no era verdad, y que existía gente maravillosa que me ayudaría a volver a creer en el ser humano.

Pero no funcionaba. No era aquella la manera de vencer el miedo, puesto que la capacidad de sanar mis heridas no estaba en los demás, sino en mí misma. Las personas con quienes interactuaba podían ayudarme a quitar algunas piedras del camino, pero no era sensato desear que ellas tapiaran el pozo de miedo que había dentro de mí y colmaran el que estaba vacío de cariño y reconocimiento. 

No podían, sencillamente no era su cometido. Sólo yo estaba capacitada para hacer ese ejercicio. Nadie más tenía el poder de reparar mis carencias ni de llenar mis vacíos. Esperar algo como eso no era justo ni para ellos ni para mí, ya que de aquella manera no me responsabilizaba de mi propia herida, sino que esperaba que terceras personas me ayudaran a curarme. 

Porque además, ¿Quién me decía a mí que iban a hacer eso, o que lo iban a hacer repetidamente? Nadie podía ofrecerme aquella seguridad. Entonces, cuando me sentía sola o cuando alguien me trataba mal, interiormente terminaba culpándome, supongo que por no haber sabido hacerme respetar. Imagino que de alguna forma sabía que buscar soluciones a mis problemas a través de otros era un error, y cada vez que lo hacía y salía mal me castigaba yo misma por inepta o por estúpida. Sin embargo no conocía otra forma de ayudarme: me consideraba la persona menos valiosa del universo, así que no confiaba en que yo sola pudiera completar mi camino de sanación. Por eso prefería depositar esa confianza en otros, agradecía exageradamente las muestras de cariño que esas personas me daban y esperaba encontrar un aliado de peso. Y si me trataban mal los disculpaba y pensaba que seguro que me lo había buscado. 

Pero, de forma paradójica, aquello solo alimentaba mi necesidad de ser perfecta, de que nada escapara de mi control, de hacerlo todo bien… y ahora entiendo el motivo: estaba atada de pies y manos. Confiar en factores externos para sentirme válida implicaba que yo no tenía un control real sobre mi propio trauma. Es como basar tu tranquilidad en que nunca te van a atracar, por ejemplo: tú no puedes controlar lo que hagan los cacos, ni puedes evitar cruzarte con ellos. Así que mientras no te hagas cargo de tu propia seguridad vivirás con miedo, aunque no quieras. Pues eso era lo que me pasaba a mí. Que no me amaba, no me sentía a gusto conmigo misma, tenía miedo al rechazo, a que me hicieran daño, a confirmar que sólo servía para que me usaran o me abusaran… pero en lugar de tomar las riendas de todo aquello, como no conocía otra forma de enfrentar mis carencias que confiando en la humanidad (lo que había hecho de niña), esperaba que fuera la vida por una parte y terceras personas por otra las que curaran mi herida.

Tardé unos cuantos años en darme cuenta, pero con unos veinticuatro, después de varios meses con mi actual terapeuta, logré detectar la raíz del conflicto y trabajar en ella. Hoy día creo que confío en mí, y soy consciente de mi capacidad de resiliencia. Diría que es una de mis herramientas más potentes, y como esa considero que tengo otras que puedo usar para sanarme. Pero he tardado mucho en verlas, y sé que como yo existen muchísimos supervivientes que tampoco ven las suyas, ni siquiera cuando desde fuera sí lo hacemos. Y eso puede ser devastador, porque cuando te levantas todos los días sintiendo que no vales nada y que encima eres incapaz de solucionar tu propio problema… literalmente es posible que te hundas. Hay quien se autolesiona, quien cae en las drogas, quien se prostituye, quien hace daño a los demás y luego se castiga, quien vuelve al lado de su agresor o de personas que miraron hacia otro lado durante los abusos porque no se siente capaz de cortar ese vínculo… e incluso quien atenta contra su vida. Porque es muy doloroso sentir que tu existencia escapa de tu control y que lo que has hecho una y otra vez para sentirte bien, no te funciona.

Los mecanismos de defensa, esos que nos salvaron durante nuestra niñez y a los que entonces nos aferramos con fuerza para salir adelante, son en realidad un parche. Pero ese parche, esa gasa que alivió la herida cuando más lo necesitábamos, se convierte con el tiempo en la única forma que conocemos de interactuar. Durante la infancia aprendimos a vivir de ese modo, y una vez interiorizado, de adultos es muy complicado deshacerse de tal aprendizaje, aunque no es imposible. Se trata, ni más ni menos, de aprender a relacionarnos de otra forma con nosotros mismos y con nuestro entorno. Una tarea nada sencilla, y que en no pocas ocasiones puede durar meses e incluso años.

miércoles, 5 de junio de 2019

IDENTIDAD FRAGMENTADA


En la entrada anterior hablaba de la negación como mecanismo de defensa cuando el niño o la niña sufre abusos sexuales por parte de un referente cercano, normalmente la figura paterna. Pero lo cierto es que prácticamente todos los supervivientes utilizamos mecanismos de defensa para sobrevivir al trauma, ya que –aunque éste tiene características diferentes dependiendo del grado de cercanía con el abusador- el ASI siempre causa un impacto enorme en la mente del menor que lo padece. Posteriormente, estos mecanismos que nos ayudaron a salir adelante en la infancia permanecen en la edad adulta, puesto que los integramos en el momento vital en que nuestra mente era más moldeable. Del mismo modo en que las normas de educación que se nos enseñan en la infancia tienen que ver con el modo en que nos relacionamos durante la adultez, la manera en que aprendimos a sobrevivir emocionalmente también nos influye.

Uno de esos recursos para seguir viviendo después de un abuso sexual puede ser la amnesia traumática, la cual en ocasiones es tan fuerte que los supervivientes olvidamos nuestros propios abusos, así como otros recuerdos de la infancia no abusivos que también quedan bloqueados. De esta forma, aunque el dolor por los ASI está presente, nosotros no logramos identificar por qué nos sentimos marcados y diferentes al resto de personas que nos rodean. Tenemos secuelas pero ni siquiera sabemos que lo son, motivo por el que nos resulta mucho más difícil pedir ayuda, ¿Cómo? Y sobre todo… ¿Para qué?

Antes de recordar los abusos yo sabía que me ocurría algo, pero me resistía muchísimo a contarlo porque realmente consideraba que no tenía ningún motivo para estar decaída: era joven, estaba estudiando, tenía amigos (muy pocos, apenas uno o dos, pero ya era algo), estaba sana, tenía una familia… y aun así me sentía apática, abúlica; soñaba con un futuro mejor que llegaría por arte de magia y en el que yo sería feliz; tenía ansiedad; vivía con un miedo atroz a equivocarme y la sensación de que todo lo hacía mal; me sentía sucia e indigna y de vez en cuando me daban ataques de llanto repentinos sin saber exactamente cuál era la razón de mis lágrimas… y no lo comprendía. No entendía nada. 

En aquella época rondaba apenas los 20 años, vivía una vida apacible, tranquila, en teoría lo tenía todo para ser feliz, pero no lo era. Y como mis recuerdos sobre los abusos resultaban nulos, pensaba que el motivo de mi malestar estaba a que había tenido una existencia demasiado fácil. Me veía como una niña mimada y estúpida que se siente mal por boberías ya que el mundo ha sido muy indulgente con ella. Y pensaba que ojalá la vida me diera unas cuantas bofetadas de verdad, porque me lo merecía, y así aprendería a no ser tan idiota y tan llorica. En esos momentos experimentaba mucha rabia hacia mí misma, porque me sentía vulnerable y pensaba que era mi culpa. Si alguien me atacaba, si me hacían daño, sería mi culpa por debilucha, por ser una “tontita” que lloraba sin saber el motivo y que tenía ansiedad a causa del temor a no saber superar los retos que se le presentaban… ¡Pero si a mí no me había pasado nada grave nunca en la vida! (quitando el bullying en el instituto, pero consideraba que “a mucha gente le ha ocurrido lo mismo y a nadie le ha afectado como a mí, eso sólo no es razón suficiente”), entonces, ¿Por qué me sentía tan mal?

Cuando recordé los abusos entré en shock. Fue como si de repente alguien me dijera que toda mi vida no había sido real. Antes tenía muy claro qué me había pasado, creía saber por qué mi presente era de una manera o de otra… sin embargo, poco a poco, sentí que perdía la identidad, o para ser más exactos que se me fragmentaba. Sabía quién era en aquel momento, pero no cómo había llegado hasta ese punto. De alguna manera, para mí fue como si hubiera aparecido de repente en medio de una vida que era mía, pero a la que le faltaban partes. No obstante, creo que de alguna forma siempre fue así.

Si miro hacia atrás, recuerdo que de niña ya tenía algunos vacíos de memoria, o que desde muy jovencita, incluso en la infancia, notaba que era diferente al resto de una forma que me declaraba incapaz de explicar, y había muchos aspectos de mí que no me encajaban. Me sentía como una máquina que sufre algún fallo en su mecanismo interno pero que a simple vista parece tan solvente como cualquier otra, ya que su error sólo se aprecia después de muchas horas viéndola funcionar. Caos, creo que esa es la palabra. Mi interior me parecía de lo más caótico, y de rebote también yo, pero no sabía explicar por qué. Sin embargo, a medida que fui creciendo aún se hizo más evidente, por lo que llegó un momento en que me sentía como si estuviese representando un papel. No tenía ni idea de quién era, pero nadie se podía enterar, porque entonces se darían cuenta de mi condición de bicho raro y me marginarían, me odiarían. Y con razón.

Pasé varios años intentando que nadie descubriera mis emociones y sentimientos, porque sin duda éstos no tenían nada de normales. Hasta que poco a poco comencé a comprender que yo no era una marciana, ni un producto defectuoso, y que todo el caos que sentía campar a sus anchas dentro de mí muy probablemente tenía un origen. La verdad es que fue liberador, mucho, pero todavía quedaba el reto de aprender a vivir sintiendo mi identidad fragmentada, puesto que hay recuerdos que a día de hoy aún no he recuperado, mientras que otros han venido a mí a medias (por ejemplo, recuerdo olores o imágenes concretas, pero soy incapaz de enlazarlas o de saber a qué momento corresponden, o qué personas me acompañaban mientras ocurría). De lo que me acuerdo me acuerdo bien, pero sigo teniendo muchas lagunas, y sobre todo hace unos años no poder recordar los abusos me provocaba una sensación muy fuerte de vacío, tanto por dentro como bajo mis pies, ya que no sabía cómo volver a construirme desde ese punto. Así que opté por emprender una batalla contra mí misma para recordar y, de esa manera, poder narrarme mi propia historia sin tener el sentimiento de que me faltaban páginas. Me acuerdo de que repasaba mi historia vital y lo que sí recordaba para poder encontrar pistas que me llevarán a nuevas reminiscencias, pero no funcionó, ya que lo que yo deseaba no dependía de mis esfuerzos. Fue difícil aceptarlo, pero poco a poco entendí que debería encontrar la forma de sanar sabiendo que tal vez nunca pueda ver realizado ese objetivo. A lo mejor a mi libro siempre le faltarán hojas, quién sabe.

¿Lo he conseguido? Sigo en ello. A veces aún me resisto, pero he aprendido a encajar que soy amnésica, y que esa es mi realidad. Puede gustarme más o menos y el derecho a la pataleta lo tengo… pero no está en mis manos cambiar eso. Sólo aceptarlo y ser lo más respetuosa posible conmigo misma, porque esa es la mejor forma de quererme: luchar por recuperarme asumiendo que mi mente tiene razones poderosas para no revelarme aún esos fragmentos vitales que permanecen entre sombras, mientras aprendo a curar las secuelas que tengo hoy en día sin que para mí sea de vital importancia recordarlo todo. 

No digo que ya lo haya conseguido, porque aunque he llegado a un punto en que soy capaz de bromear sobre mi propia amnesia, en ocasiones sigo sintiendo el caos del que hablaba antes y temo que éste contamine cada aspecto de la vida que estoy construyendo hasta mancharla. Sigue existiendo el miedo a que mi trauma me devore un día, como esos monstruos que muchos/as niños/as creen que se esconden debajo de su cama por la noche. Pero si he salido adelante hasta ahora imagino que tengo las herramientas para seguir haciéndolo, y que si no es así, siempre puedo descansar un tiempo y buscar otras nuevas. Imagino que esta vez no será distinto. En cualquier caso, espero en un futuro poder contarlo.