Hace
apenas tres días el Tribunal Supremo de mi país dictó sentencia contra los
cinco miembros de un grupo de amigos que se autodenomina “La manada”, acusados de violar a una chica de dieciocho años durante las fiestas de San Fermín en
2016. Tres años más tarde, y después de que el caso estuviera en boca de casi
todos los españoles, hoy a ojos de la ley ya podemos llamar a los condenados
violadores, con todas sus letras.
¿Pero
qué ha ocurrido durante este tiempo, y por qué ha tardado tanto en salir la
sentencia definitiva? Para empezar, porque la Audiencia Provincial y el
Tribunal Superior de Justicia de Navarra (ciudad donde los condenados llevaron
a cabo el delito) calificaron los hechos en un principio de abuso y no de agresión
sexual, sentencias que finalmente han sido revocadas por el Tribunal Supremo.
La diferencia entre un delito y otro, según el código penal español, es que en
un abuso no media violencia ni intimidación, mientras que en una violación sí.
Los jueces que dictaron sentencia las dos primeras veces consideraron que los
acusados en ningún momento habían ejercido ni una cosa ni la otra contra la
muchacha a la que agredieron, de ahí que las penas impuestas fueran inferiores
a la de esta tercera vez.
Voy a
relatar muy brevemente los hechos: ese día los condenados, cinco hombres de
alrededor de 30 años, conocieron a la víctima y, tras charlar un rato con ella,
insistieron en acompañarla de vuelta al lugar donde se hospedaba. De camino, la
metieron a la fuerza entre todos dentro de un portal, la sujetaron, y la
penetraron varias veces por los diferentes orificios del cuerpo, mientras
grababan los hechos y se jactaban de ello. La víctima se quedó quieta, no
arriesgó su vida para evitar las agresiones, y obedeció a lo que le pedían
porque se sentíá aterrada. Eran mayores en número y más fuertes físicamente,
así que no se resistió. Después, uno de ellos le robó el teléfono móvil, y los
condenados se fueron del lugar de los hechos. La chica quedó entonces sola,
desnuda y llorando en el portal, hasta que una pareja que pasó por ahí cerca la
asistió y, tras escuchar de su boca lo ocurrido, la animaron a denunciar.
Gracias a la grabación que los propios acusados hicieron, los jueces –todos ellos-
de este caso pudieron percibir que la chica estaba “aterrorizada” (esta palabra
aparece tal cual ya en las primeras sentencias). Pero entonces, ¿Por qué los
mismos magistrados que observaban terror en los gestos de la muchacha agredida
interpretaron que no hubo intimidación? Pues porque no había existido violencia
física previa a los hechos (bofetones, palizas, etc.) ni amenazas verbales, y,
como la ley es interpretable, esas personas consideraron que, a pesar de las
múltiples penetraciones sufridas por la postadolescente, ésta había padecido un
abuso y no una agresión, que legalmente conlleva una pena de cárcel inferior.
Han
sido varias las asociaciones feministas que en este tiempo han pedido que
desaparezca del código penal la diferencia entre abuso y violación, puesto que cualquier
agresión de este tipo comporta un daño psicológico muy grave en la víctima, el
cual no se puede medir a través de cuestiones como si ha habido violencia
física o qué tan lejos ha(n) llegado el/los agresor(es).
Sin
embargo, el caso ha puesto sobre la mesa las carencias del sistema judicial en
torno a la violencia sexual (además de lo antes mencionado, los ya condenados
llegaron a ponerle un detective a la víctima, y el abogado de ellos se basó en
esos informes, así como en fotografías que la chica había subido a sus redes sociales,
para exponer que ella llevaba una vida “demasiado normal” después de la
violación, lo cual demostraba falta de abatimiento y era indicio de que mentía.
También llegó a criticar la forma en que la joven se había sentado durante el
juicio por el mismo motivo –no era una manera de sentarse propia de alguien
abatido-, y todo eso se consintió en la sala; del mismo modo que se admitió a
trámite el informe del detective sobre la vida cotidiana de la víctima después
de la agresión, pero no algunos mensajes de “la manada” previos a la violación en
los que discutían sobre qué tipo de droga era mejor a la hora de agredir
sexualmente a las mujeres, hablaban de éstas como si fueran pedazos de carne a
su merced y afirmaban que “luego todos queremos violar”); pero también ha generado
un debate sobre la permisividad que en pleno siglo XXI seguimos teniendo a
nivel social con las agresiones sexuales.
Para
empezar, cuando se supieron los hechos muchas personas destacaron la actitud de
la hoy superviviente antes y durante los hechos: “¿Por qué se emborrachó?”, “¿Por qué permitió que cinco desconocidos la
acompañaran, acaso no sabía a qué se exponía?”, “¿Por qué habló con ellos?”, “¿Por
qué no pidió ayuda si de verdad no quería que la penetraran?”, etc. Cuestiones
todas ellas que daban igual, porque lo verdaderamente importante era que cinco
hombres habían violado en grupo a una chiquilla de dieciocho años. Punto. La
actitud de ella tras conocerlos no merecía juicio de valor alguno. No he oído
hablar tanto de los mensajes de WhatsApp que ellos se intercambiaban sobre
burundanga –droga usada en su mayoría para violar mujeres- ni de otras agresiones
cometidas por los condenados –poco después de los hechos, salió a la luz un
vídeo donde “la manada” abusaba sexualmente de una chica inconsciente en un
coche mientras se escribían mensajes con sus amigos
jactándose de la situación-, como de que ella aceptó que los hombres a los que
luego acusaría de violación la acompañaran de camino a casa, y de que después no gritó ni les pidió que pararan mientras la agredían. Y oyendo tales comentarios cualquiera pensaría que todo ello supone un consentimiento sexual.
Pero a poco que apliquemos la lógica, esas críticas a la conducta de la víctima caen por su propio peso, pues lo
único que consintió fue hacer juntos el camino de vuelta, nada más. Me parece inaudito
que todavía haya personas que relacionen eso con los hechos delictivos
posteriores que cometieron los cinco condenados, ¿De verdad si una mujer acepta
que un hombre la acompañe a casa debe imaginarse que éste va a forzarla, y por
tanto ya sabe a qué se expone e igual es que lo desea? Porque no con estas
palabras, pero he oído comentarios muy similares dirigidos al caso de esta
superviviente: “Si se fue con ellos, si dejó que la acompañaran, a lo mejor es que sí quería participar en una orgía”.
Toma ya. Mi primera reacción cada vez que oigo algo similar es preguntarme qué burrada estoy escuchando. Porque considero alucinante que vinculemos dar un paseo con cinco desconocidos a los
que has conocido en una fiesta con desear que te penetren bucal, vaginal y
analmente más de diez veces y de forma simultánea mientras te graban y te
sujetan contra tu voluntad.
Si a
alguien estos dos hechos le parecen equivalentes, sintiéndolo mucho, tiene un
problema y se llama cultura de la violación ¿Que eso no existe? Entonces cuestionémonos qué ha llevado a cientos o a miles de individuos a
preguntarse por qué una postadolescente no se resiste cuando cinco hombres
corpulentos la meten a la fuerza en un portal y empiezan a vejarla en su intimidad. Si yo ahora contara de forma pública que varios individuos más fornidos que yo me han rodeado -¿Acaso eso no es intimidatorio?- y me han dicho en tono autoritario que les entregue todo el dinero que lleve encima, dudo que nadie piense que se lo he dado de forma voluntaria. Pero si se trata de una agresión sexual contra una chiquilla de dieciocho años, parece que es distinto: “Sólo tenía que gritar”, “Podía haberles
dicho que no en lugar de hacer lo que le pedían”, “En ningún momento se negó”, “Si
no hizo nada de eso igual es que quería”, “Al no negarse ella consintió”, "A lo mejor ella es un poco guarra, porque si no ¿Por qué se dejó?".
Forcejear
con varios individuos más fuertes que ella, plantarles cara arriesgándose a que
le dieran una paliza de muerte o incluso a que le sacaran una navaja y la
abrieran en canal, ¿Eso tenía que haber hecho? ¿Cuántas mujeres han sido
asesinadas después de resistirse ante una violación? ¿Y cuántas de ellas han
sido criticadas, incluso muertas, precisamente por resistirse mientras intentantaban
violarlas? Es curioso que las mismas personas que seguramente recomendarían no
enfrentarse con un solo individuo que nos esté atracando consideren que esa
muchacha debió hacer lo propio contra cinco grandullones. Si la diferencia es
que éstos no llevaban navaja, voy a pediros que imaginéis cómo os sentiríais si
varios hombres de complexión fuerte os metieran en un portal de noche en contra
de vuestra voluntad, al grito de “Ahora,
ahora”, ¿Creéis que tendríais miedo? ¿No temeríais por vuestra vida? ¿Y si
eso mismo os hubiera pasado a los 18 años? ¿Cómo pensáis que os habríais
sentido entonces? ¿Estáis completamente seguros de que habríais pedido ayuda,
habríais gritado u os habríais negado a hacer lo que os pidieran? ¿Creéis que
esos individuos os habrían intimidado con su forma de actuar?
Cada
persona reacciona de forma diferente frente una agresión sexual. Hay quien
forcejea, hay quien grita, hay quien se queda en shock, quien se bloquea, quien
prefiere salvar su vida que exponerla… y ninguna debe ser juzgada. Ninguna es “mejor”
o “más propia de una víctima real”, porque todas las víctimas lo son de verdad.
No merece un mayor reconocimiento quien se resiste hasta el límite de sus
fuerzas por encima de la que se queda quieta. Entre otras cosas porque la
pasividad ante una violación no implica que se desee.
“¿Cómo iban a saber esos hombres que no
quería sexo con ellos si la chica nunca dijo que no?” la
respuesta me parece tan evidente que todavía me repugna más esta pregunta. Es muy fácil: lo podían saber porque en ningún momento le preguntaron. Si alguien
nunca me ha afirmado que desea algo, yo no puedo presuponer que sí lo quiere, y
menos aún en materia sexual. No era la chica quien tenía que decir que no ante los
gestos sexuales de ellos, sino que eran esos cinco hombres los que si querían
acostarse en grupo con ella debían proponérselo de forma respetuosa y, en caso
de recibir una negativa, aceptarla y marcharse. No es que no sea no, es que
sólo sí es sí. Y me parece escandaloso que adultos hechos y derechos, que a lo
mejor tienen hijos e hijas de la edad de esa muchacha, afirmen que si no hubo
negativa por parte de ella no hubo violación. Eso significaría que si yo sin
previo aviso acorralo a un compañero de trabajo contra una pared y empiezo a
tocarle los genitales, él no puede acusarme de abuso sexual, ya que en ningún
momento ha manifestado que no le apetezca. Y si ante mi comportamiento se queda
bloqueado mirándome con cara de espanto debo interpretar que tengo su permiso
para seguir toqueteándolo, porque aunque sea evidente su desagrado sigue sin negarse, ¿Es así? Evidentemente, no.
La
pasividad nunca puede interpretarse como una forma de consentimiento. De hecho,
muchas personas supervivientes de abusos sexuales en la infancia nos hemos bloqueado
en la edad adulta frente a nuevos abusos, pero eso no significa que lo
deseáramos. Y cuando no hay deseo no existe consentimiento, nunca. La pasividad,
quedarse inmóvil, es un recurso de la mente, un mecanismo de defensa.
Las víctimas ASI aprendimos de pequeñas que era mejor no negarnos, así que repetimos
ese patrón cuando llegamos a adultas, y lo hacemos de forma involuntaria: nuestra
mente se bloquea. Recordemos que lo ha padecido, por lo menos, un 20% de la población adulta, o
sea que nunca sabemos si una víctima de violencia sexual en la adultez lo está
siendo por primera vez. Pero es que incluso aunque una persona no haya sufrido ASI también puede paralizarse ante una violación, más si es
múltiple. El terror es un detonante para que alguien se bloquee, y como he
comentado ya, las propias sentencias judiciales sobre los hechos hablan de que
la joven estaba aterrorizada. Y no es para menos. Si muchas veces nos quedamos
en shock cuando vemos que un coche se acerca a toda velocidad hacia nosotros, o
cuando nos roban la cartera, ¿Cómo no se va a quedar en shock alguien a quien
cinco tipos toman a la fuerza? A priori me parece inhumano cuestionar a una persona
por ese motivo, sin embargo quiero creer que en muchos casos el quid del asunto sí es
la mezquinidad, pero que en muchos otros es la ignorancia.
Quizás
el problema es que además de habernos educado en una sociedad que piensa que
una mujer puede evitar que la violen (de ahí las preguntas de “¿Por qué hizo
esto o lo otro?”) y que cree que lo que convierte un acto sexual en una
violación es únicamente que la chica haya dicho “no”; también padecemos una
falta de empatía y un desconocimiento a nivel global de los mecanismos que
sobrevienen a la víctima frente a una agresión de este tipo. No se habla de
ello, no se nos enseña, porque estamos demasiado ocupados preguntándonos por
qué esa chica permitió que cinco desconocidos la acompañaran la noche de los
hechos y discutiendo si eso la convierte en responsable de que la violen para plantearnos en qué estamos fallando. Y eso ocurre porque no nos cuentan cómo se siente habitualmente una víctima de violencia sexual, pero sí se nos repite a menudo el mito de que existe mucha despechada que se inventa estas experiencias por odio o para llamar la atención, y ante casos de abusos o violaciones es común escuchar críticas al comportamiento de la víctima. En esas circunstancias, ¿Alguien espera que como sociedad sepamos empatizar con ella? Y algo igual de importante, ¿A quién pensáis que beneficia eso? ¿A quién le hacemos el juego, de parte de quién nos ponemos cada vez que cuestionamos la violencia sexual y a quien la ha padecido?
La
pregunta no es por qué se quedó quieta, eso podría explicarlo cualquier psicólogo. La cuestión es por qué existen tantas “manadas”
que se creen legitimizadas para invadir el cuerpo de las mujeres. No podemos
educar a las siguientes generaciones en el rechazo a la violencia sexual si
seguimos sin entender qué lleva a los autores a cometerla. Y, sobre todo, si
somos incapaces de entender a las víctimas, porque en ese caso ¿Cómo van a
hacerlo nuestros hijos/as? Quizás la educación no termine con los abusos y
violaciones, pero seguramente ayude a reducir el número de agresiones o, por lo
menos, a que las víctimas se sientan más acompañadas y comprendidas. La
superviviente de “la manada” ha resistido lo indecible estos tres años, pero no
todas las personas pueden soportar el machaque psicológico propio de un proceso
así. Que además no tengan que aguantar también nuestra ignorancia.