miércoles, 5 de junio de 2019

IDENTIDAD FRAGMENTADA


En la entrada anterior hablaba de la negación como mecanismo de defensa cuando el niño o la niña sufre abusos sexuales por parte de un referente cercano, normalmente la figura paterna. Pero lo cierto es que prácticamente todos los supervivientes utilizamos mecanismos de defensa para sobrevivir al trauma, ya que –aunque éste tiene características diferentes dependiendo del grado de cercanía con el abusador- el ASI siempre causa un impacto enorme en la mente del menor que lo padece. Posteriormente, estos mecanismos que nos ayudaron a salir adelante en la infancia permanecen en la edad adulta, puesto que los integramos en el momento vital en que nuestra mente era más moldeable. Del mismo modo en que las normas de educación que se nos enseñan en la infancia tienen que ver con el modo en que nos relacionamos durante la adultez, la manera en que aprendimos a sobrevivir emocionalmente también nos influye.

Uno de esos recursos para seguir viviendo después de un abuso sexual puede ser la amnesia traumática, la cual en ocasiones es tan fuerte que los supervivientes olvidamos nuestros propios abusos, así como otros recuerdos de la infancia no abusivos que también quedan bloqueados. De esta forma, aunque el dolor por los ASI está presente, nosotros no logramos identificar por qué nos sentimos marcados y diferentes al resto de personas que nos rodean. Tenemos secuelas pero ni siquiera sabemos que lo son, motivo por el que nos resulta mucho más difícil pedir ayuda, ¿Cómo? Y sobre todo… ¿Para qué?

Antes de recordar los abusos yo sabía que me ocurría algo, pero me resistía muchísimo a contarlo porque realmente consideraba que no tenía ningún motivo para estar decaída: era joven, estaba estudiando, tenía amigos (muy pocos, apenas uno o dos, pero ya era algo), estaba sana, tenía una familia… y aun así me sentía apática, abúlica; soñaba con un futuro mejor que llegaría por arte de magia y en el que yo sería feliz; tenía ansiedad; vivía con un miedo atroz a equivocarme y la sensación de que todo lo hacía mal; me sentía sucia e indigna y de vez en cuando me daban ataques de llanto repentinos sin saber exactamente cuál era la razón de mis lágrimas… y no lo comprendía. No entendía nada. 

En aquella época rondaba apenas los 20 años, vivía una vida apacible, tranquila, en teoría lo tenía todo para ser feliz, pero no lo era. Y como mis recuerdos sobre los abusos resultaban nulos, pensaba que el motivo de mi malestar estaba a que había tenido una existencia demasiado fácil. Me veía como una niña mimada y estúpida que se siente mal por boberías ya que el mundo ha sido muy indulgente con ella. Y pensaba que ojalá la vida me diera unas cuantas bofetadas de verdad, porque me lo merecía, y así aprendería a no ser tan idiota y tan llorica. En esos momentos experimentaba mucha rabia hacia mí misma, porque me sentía vulnerable y pensaba que era mi culpa. Si alguien me atacaba, si me hacían daño, sería mi culpa por debilucha, por ser una “tontita” que lloraba sin saber el motivo y que tenía ansiedad a causa del temor a no saber superar los retos que se le presentaban… ¡Pero si a mí no me había pasado nada grave nunca en la vida! (quitando el bullying en el instituto, pero consideraba que “a mucha gente le ha ocurrido lo mismo y a nadie le ha afectado como a mí, eso sólo no es razón suficiente”), entonces, ¿Por qué me sentía tan mal?

Cuando recordé los abusos entré en shock. Fue como si de repente alguien me dijera que toda mi vida no había sido real. Antes tenía muy claro qué me había pasado, creía saber por qué mi presente era de una manera o de otra… sin embargo, poco a poco, sentí que perdía la identidad, o para ser más exactos que se me fragmentaba. Sabía quién era en aquel momento, pero no cómo había llegado hasta ese punto. De alguna manera, para mí fue como si hubiera aparecido de repente en medio de una vida que era mía, pero a la que le faltaban partes. No obstante, creo que de alguna forma siempre fue así.

Si miro hacia atrás, recuerdo que de niña ya tenía algunos vacíos de memoria, o que desde muy jovencita, incluso en la infancia, notaba que era diferente al resto de una forma que me declaraba incapaz de explicar, y había muchos aspectos de mí que no me encajaban. Me sentía como una máquina que sufre algún fallo en su mecanismo interno pero que a simple vista parece tan solvente como cualquier otra, ya que su error sólo se aprecia después de muchas horas viéndola funcionar. Caos, creo que esa es la palabra. Mi interior me parecía de lo más caótico, y de rebote también yo, pero no sabía explicar por qué. Sin embargo, a medida que fui creciendo aún se hizo más evidente, por lo que llegó un momento en que me sentía como si estuviese representando un papel. No tenía ni idea de quién era, pero nadie se podía enterar, porque entonces se darían cuenta de mi condición de bicho raro y me marginarían, me odiarían. Y con razón.

Pasé varios años intentando que nadie descubriera mis emociones y sentimientos, porque sin duda éstos no tenían nada de normales. Hasta que poco a poco comencé a comprender que yo no era una marciana, ni un producto defectuoso, y que todo el caos que sentía campar a sus anchas dentro de mí muy probablemente tenía un origen. La verdad es que fue liberador, mucho, pero todavía quedaba el reto de aprender a vivir sintiendo mi identidad fragmentada, puesto que hay recuerdos que a día de hoy aún no he recuperado, mientras que otros han venido a mí a medias (por ejemplo, recuerdo olores o imágenes concretas, pero soy incapaz de enlazarlas o de saber a qué momento corresponden, o qué personas me acompañaban mientras ocurría). De lo que me acuerdo me acuerdo bien, pero sigo teniendo muchas lagunas, y sobre todo hace unos años no poder recordar los abusos me provocaba una sensación muy fuerte de vacío, tanto por dentro como bajo mis pies, ya que no sabía cómo volver a construirme desde ese punto. Así que opté por emprender una batalla contra mí misma para recordar y, de esa manera, poder narrarme mi propia historia sin tener el sentimiento de que me faltaban páginas. Me acuerdo de que repasaba mi historia vital y lo que sí recordaba para poder encontrar pistas que me llevarán a nuevas reminiscencias, pero no funcionó, ya que lo que yo deseaba no dependía de mis esfuerzos. Fue difícil aceptarlo, pero poco a poco entendí que debería encontrar la forma de sanar sabiendo que tal vez nunca pueda ver realizado ese objetivo. A lo mejor a mi libro siempre le faltarán hojas, quién sabe.

¿Lo he conseguido? Sigo en ello. A veces aún me resisto, pero he aprendido a encajar que soy amnésica, y que esa es mi realidad. Puede gustarme más o menos y el derecho a la pataleta lo tengo… pero no está en mis manos cambiar eso. Sólo aceptarlo y ser lo más respetuosa posible conmigo misma, porque esa es la mejor forma de quererme: luchar por recuperarme asumiendo que mi mente tiene razones poderosas para no revelarme aún esos fragmentos vitales que permanecen entre sombras, mientras aprendo a curar las secuelas que tengo hoy en día sin que para mí sea de vital importancia recordarlo todo. 

No digo que ya lo haya conseguido, porque aunque he llegado a un punto en que soy capaz de bromear sobre mi propia amnesia, en ocasiones sigo sintiendo el caos del que hablaba antes y temo que éste contamine cada aspecto de la vida que estoy construyendo hasta mancharla. Sigue existiendo el miedo a que mi trauma me devore un día, como esos monstruos que muchos/as niños/as creen que se esconden debajo de su cama por la noche. Pero si he salido adelante hasta ahora imagino que tengo las herramientas para seguir haciéndolo, y que si no es así, siempre puedo descansar un tiempo y buscar otras nuevas. Imagino que esta vez no será distinto. En cualquier caso, espero en un futuro poder contarlo.

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