Los
abusos sexuales infantiles afectan a la confianza de la víctima en su entorno, puesto
que a una edad en la que los menores están empezando a descubrir cómo funcionan
las relaciones interpersonales, se encuentran con que son agredidos en su
intimidad de una forma brutal, incluso aunque no exista violencia física. De
alguna manera es como si de un día para otro y sin esperarlo unos aviones
empezaran a bombardear nuestra ciudad durante un tiempo determinado, sin que
sepamos si va a volver a ocurrir, cuándo o quién dará la orden de bombardearnos
otra vez. El mundo deja de ser un lugar seguro y los adultos que nos cuidan ya
no son nuestros protectores, esas personas que evitarán bajo cualquier
circunstancia que nos dañen. Ahora, uno (o varios de ellos, dependiendo del
caso) son quienes nos han herido. Eso, a una edad en que justamente se depende de
los adultos para sobrevivir física y emocionalmente, supone un conflicto enorme
para el niño o niña víctima.
Hay
menores que se vuelven introvertidos,
distantes, asustadizos, e incluso agresivos como una forma de protegerse ante
nuevos posibles abusos del tipo que sea. Otros, en cambio, se muestran muy cariñosos y
complacientes para ganarse el afecto de los adultos que les rodean, y tapar así la
herida que les han provocado los ASI. Y es que, como ya he indicado alguna vez, una agresión sexual en la infancia genera en esa criatura la percepción de que es un ser sin valor, que ha hecho
algo horrible, que está manchada, es indigna o no merece que nadie la quiera.
Baja autoestima, inseguridades… que los supervivientes intentamos resolver como podemos a una edad
en que no tenemos recursos para enfrentarnos a nuestro trauma. Al final, tanto
una actitud (desconfianza y/o agresividad) como la otra (tratar de reparar
nuestro dolor siendo lo que los demás esperan de nosotros) no dejan de ser
gasas que pueden aliviar momentáneamente el dolor, hacernos sentir a las
víctimas protegidas y confiadas durante meses o años pero a la larga ambas
acaban jugando en nuestra contra.
Mi
caso fue el segundo: procuré ser la niña más buena del mundo como manera de
compensar todo lo malo que creí que había en mí, pero además mi mente, para
sobrevivir, se creó la fantasía de que prácticamente todas las personas en el mundo eran
amable, bondadosas, con valores altruistas e incapaces de hacer daño a una mosca, y que si
bien existían seres humanos que tenían malas intenciones, eran los menos.
Uno de cada diez mil. También visualicé que durante el resto de mi vida sería muy
feliz, que siempre estaría rodeada de personas amables y que, si
yo era lo suficiente inteligente para tomar buenas decisiones, nunca sufriría.
De alguna manera traté de confiar ciegamente en la bondad humana, a la vez que me convencí de que llevando un control sobre mi vida evitaría que me pasaran cosas negativas. Le tenía mucho miedo al dolor emocional, y supongo que por ello quise creer que evitarlo dependería siempre de mí. De esa forma me sentía segura. Sólo tenía que reflexionar sobre las circunstancias que me rodeaban, analizarlas concienzudamente y, a partir de aquí, tomar decisiones 100% acertadas y adecuadas a cada situación. Pensé que no podía ser tan difícil, pero sin embargo resultó imposible, porque lo que me exigía era ser prácticamente perfecta, así que al ver que no lo conseguía dejé de confiar en mí y a considerarme una inútil. Con el tiempo la situación sólo empeoró.
De alguna manera traté de confiar ciegamente en la bondad humana, a la vez que me convencí de que llevando un control sobre mi vida evitaría que me pasaran cosas negativas. Le tenía mucho miedo al dolor emocional, y supongo que por ello quise creer que evitarlo dependería siempre de mí. De esa forma me sentía segura. Sólo tenía que reflexionar sobre las circunstancias que me rodeaban, analizarlas concienzudamente y, a partir de aquí, tomar decisiones 100% acertadas y adecuadas a cada situación. Pensé que no podía ser tan difícil, pero sin embargo resultó imposible, porque lo que me exigía era ser prácticamente perfecta, así que al ver que no lo conseguía dejé de confiar en mí y a considerarme una inútil. Con el tiempo la situación sólo empeoró.
El
problema fue que aquellas creencias me ayudaron a salir adelante después de los
abusos, así como a sentirme feliz el resto de mi infancia y parte de mi
adolescencia… pero luego todo cambió. Cuando me faltaba más o menos uno año para ser
adulta, comprendí que había estado equivocada con mi visión del mundo.
Digamos que esa ingenuidad que me había permitido de niña creer que casi todas las personas tenían buenas intenciones hacia sus semejantes chocó de forma abrupta con la vida real cuando me hice más mayor. Y entonces, al comprender que mi fantasía –mi refugio- se rompía, ese miedo que había sentido mucho
tiempo atrás reapareció con fuerza. Entré en pánico, y para evitar cualquier
sufrimiento se disparó mi necesidad de control. Y la tristeza. Porque sentirme
vulnerable y desencantada del mundo que me rodeaba hizo que desarrollase una
especie de misandría que me duró un par o tres de años, durante los cuales ya no veía la humanidad como potencialmente bondadosa
sino todo lo contrario, el ser humano me parecía inclinado a hacer daño por
naturaleza. Y como yo era tímida, miedosa, insegura, acomplejada… me sentía la
presa ideal. Un cordero rodeado de lobos.
Así
las cosas, me volví cada vez más complaciente. Lo que yo deseara, mi bienestar,
lo que me hacía bien… no importaba tanto como ganarme el respeto y aprecio de
los demás, supongo que para asegurarme por un lado de que no me agredieran y, por el otro, porque aquel concepto de que vivía rodeada de personas en las
que nunca podría confiar al 100% me hacía daño, e inconscientemente intentaba
destruirlo demostrándome que no era verdad, y que existía gente maravillosa que me ayudaría a volver a creer en el ser humano.
Pero
no funcionaba. No era aquella la manera de vencer el miedo, puesto que la
capacidad de sanar mis heridas no estaba en los demás, sino en mí misma. Las personas con quienes interactuaba podían
ayudarme a quitar algunas piedras del camino, pero no era sensato desear que ellas
tapiaran el pozo de miedo que había dentro de mí y colmaran el que estaba vacío
de cariño y reconocimiento.
No podían,
sencillamente no era su cometido. Sólo yo estaba capacitada para hacer ese ejercicio. Nadie más tenía el poder de reparar mis carencias ni de llenar mis vacíos. Esperar algo como eso no era justo
ni para ellos ni para mí, ya que de aquella manera no me responsabilizaba de mi
propia herida, sino que esperaba que terceras personas me ayudaran a curarme.
Porque además,
¿Quién me decía a mí que iban a hacer eso, o que lo iban a hacer
repetidamente? Nadie podía ofrecerme aquella seguridad. Entonces, cuando me
sentía sola o cuando alguien me trataba mal, interiormente terminaba culpándome, supongo que por no haber sabido hacerme respetar. Imagino que de alguna
forma sabía que buscar soluciones a mis problemas a través de otros era un error, y cada vez que lo hacía y salía mal me castigaba yo misma por
inepta o por estúpida. Sin embargo no conocía otra forma de ayudarme: me consideraba
la persona menos valiosa del universo, así que no confiaba en que yo sola
pudiera completar mi camino de sanación. Por eso prefería depositar esa confianza en otros,
agradecía exageradamente las muestras de cariño que esas personas me daban y
esperaba encontrar un aliado de peso. Y si me trataban mal los disculpaba y pensaba que seguro que me lo había buscado.
Pero,
de forma paradójica, aquello solo alimentaba mi necesidad de ser perfecta, de que
nada escapara de mi control, de hacerlo todo bien… y ahora entiendo el motivo: estaba atada
de pies y manos. Confiar en factores externos para sentirme válida implicaba
que yo no tenía un control real sobre mi propio trauma. Es como basar tu
tranquilidad en que nunca te van a atracar, por ejemplo: tú no puedes controlar
lo que hagan los cacos, ni puedes evitar cruzarte con ellos. Así que mientras
no te hagas cargo de tu propia seguridad vivirás con miedo, aunque no quieras.
Pues eso era lo que me pasaba a mí. Que no me amaba, no me sentía a gusto
conmigo misma, tenía miedo al rechazo, a que me hicieran daño, a confirmar
que sólo servía para que me usaran o me abusaran… pero en lugar de tomar las
riendas de todo aquello, como no conocía otra forma de enfrentar mis carencias
que confiando en la humanidad (lo que había hecho de niña), esperaba que fuera
la vida por una parte y terceras personas por otra las que curaran mi herida.
Tardé unos
cuantos años en darme cuenta, pero con unos veinticuatro, después de varios
meses con mi actual terapeuta, logré detectar la raíz del conflicto y trabajar
en ella. Hoy día creo que confío en mí, y soy consciente de mi capacidad de
resiliencia. Diría que es una de mis herramientas más potentes, y como esa
considero que tengo otras que puedo usar para sanarme. Pero he tardado mucho en
verlas, y sé que como yo existen muchísimos supervivientes que tampoco ven las
suyas, ni siquiera cuando desde fuera sí lo hacemos. Y eso puede ser
devastador, porque cuando te levantas todos los días sintiendo que no vales
nada y que encima eres incapaz de solucionar tu propio problema… literalmente
es posible que te hundas. Hay quien se autolesiona, quien cae en las drogas,
quien se prostituye, quien hace daño a los demás y luego se castiga, quien vuelve al lado de su agresor o de personas que miraron hacia otro lado durante los abusos
porque no se siente capaz de cortar ese vínculo… e incluso quien atenta contra
su vida. Porque es muy doloroso sentir que tu existencia escapa de tu control y que lo que has hecho una y otra vez para sentirte bien, no te funciona.
Los
mecanismos de defensa, esos que nos salvaron durante nuestra niñez y a
los que entonces nos aferramos con fuerza para salir adelante, son en realidad un
parche. Pero ese parche, esa gasa que alivió la herida cuando más lo
necesitábamos, se convierte con el tiempo en la única forma que conocemos de interactuar.
Durante la infancia aprendimos a vivir de ese modo, y una vez interiorizado, de
adultos es muy complicado deshacerse de tal aprendizaje, aunque no es imposible. Se
trata, ni más ni menos, de aprender a relacionarnos de otra forma con nosotros
mismos y con nuestro entorno. Una tarea nada sencilla, y que en no pocas
ocasiones puede durar meses e incluso años.
Muy cierto todo lo que dices. En mi caso yo también intenté ser siempre perfecta, siempre haciendo lo que se esperaba de mí... Incluso llegando al punto de no saber ni siquiera qué era lo que a mí me gustaba o qué quería yo de verdad... Me he sentido muy identificada en esta entrada
ResponderEliminarYo también llegué a sentirme como tú: cada vez que me planteaba que quería hacer con mi vida o que tenía que tomar una decisión podía llegar a tardar varias semanas en apostar por un camino o por otro, y aún así lo hacía llena de dudas. Por no decir que la mayoría de veces a la hora de decidir me basaba más en hacer lo que consideraba mi deber o en complacer a terceros que no en lo que yo realmente deseaba. Sin embargo, ni siquiera me daba cuenta. Si me hubieras preguntado entonces te habría dicho que estaba cumpliendo mi propia voluntad. Creo que es la consecuencia de vivir intentando ser otra persona (una muñeca que guste a todos): al final no sabes dónde empiezas tú y dónde acaba tu personaje. Yo había veces que incluso dudaba de si algunas creencias, maneras de pensar, características o gustos -musicales, cinematográficos, etc.- eran realmente míos.
Eliminar