martes, 11 de junio de 2019

CUESTIÓN DE CONFIANZA


Los abusos sexuales infantiles afectan a la confianza de la víctima en su entorno, puesto que a una edad en la que los menores están empezando a descubrir cómo funcionan las relaciones interpersonales, se encuentran con que son agredidos en su intimidad de una forma brutal, incluso aunque no exista violencia física. De alguna manera es como si de un día para otro y sin esperarlo unos aviones empezaran a bombardear nuestra ciudad durante un tiempo determinado, sin que sepamos si va a volver a ocurrir, cuándo o quién dará la orden de bombardearnos otra vez. El mundo deja de ser un lugar seguro y los adultos que nos cuidan ya no son nuestros protectores, esas personas que evitarán bajo cualquier circunstancia que nos dañen. Ahora, uno (o varios de ellos, dependiendo del caso) son quienes nos han herido. Eso, a una edad en que justamente se depende de los adultos para sobrevivir física y emocionalmente, supone un conflicto enorme para el niño o niña víctima.

Hay menores que se vuelven introvertidos, distantes, asustadizos, e incluso agresivos como una forma de protegerse ante nuevos posibles abusos del tipo que sea. Otros, en cambio, se muestran muy cariñosos y complacientes para ganarse el afecto de los adultos que les rodean, y tapar así la herida que les han provocado los ASI. Y es que, como ya he indicado alguna vez, una agresión sexual en la infancia genera en esa criatura la percepción de que es un ser sin valor, que ha hecho algo horrible, que está manchada, es indigna o no merece que nadie la quiera. Baja autoestima, inseguridades… que los supervivientes intentamos resolver como podemos a una edad en que no tenemos recursos para enfrentarnos a nuestro trauma. Al final, tanto una actitud (desconfianza y/o agresividad) como la otra (tratar de reparar nuestro dolor siendo lo que los demás esperan de nosotros) no dejan de ser gasas que pueden aliviar momentáneamente el dolor, hacernos sentir a las víctimas protegidas y confiadas durante meses o años pero a la larga ambas acaban jugando en nuestra contra.

Mi caso fue el segundo: procuré ser la niña más buena del mundo como manera de compensar todo lo malo que creí que había en mí, pero además mi mente, para sobrevivir, se creó la fantasía de que prácticamente todas las personas en el mundo eran amable, bondadosas, con valores altruistas e incapaces de hacer daño a una mosca, y que si bien existían seres humanos que tenían malas intenciones, eran los menos. Uno de cada diez mil. También visualicé que durante el resto de mi vida sería muy feliz, que siempre estaría rodeada de personas amables y que, si yo era lo suficiente inteligente para tomar buenas decisiones, nunca sufriría. 

De alguna manera traté de confiar ciegamente en la bondad humana, a la vez que me convencí de que llevando un control sobre mi vida evitaría que me pasaran cosas negativas. Le tenía mucho miedo al dolor emocional, y supongo que por ello quise creer que evitarlo dependería siempre de mí. De esa forma me sentía segura. Sólo tenía que reflexionar sobre las circunstancias que me rodeaban, analizarlas concienzudamente y, a partir de aquí, tomar decisiones 100% acertadas y adecuadas a cada situación. Pensé que no podía ser tan difícil, pero sin embargo resultó imposible, porque lo que me exigía era ser prácticamente perfecta, así que al ver que no lo conseguía dejé de confiar en mí y a considerarme una inútil. Con el tiempo la situación sólo empeoró. 

El problema fue que aquellas creencias me ayudaron a salir adelante después de los abusos, así como a sentirme feliz el resto de mi infancia y parte de mi adolescencia… pero luego todo cambió. Cuando me faltaba más o menos uno año para ser adulta, comprendí que había estado equivocada con mi visión del mundo. Digamos que esa ingenuidad que me había permitido de niña creer que casi todas las personas tenían buenas intenciones hacia sus semejantes chocó de forma abrupta con la vida real cuando me hice más mayor. Y entonces, al comprender que mi fantasía –mi refugio- se rompía, ese miedo que había sentido mucho tiempo atrás reapareció con fuerza. Entré en pánico, y para evitar cualquier sufrimiento se disparó mi necesidad de control. Y la tristeza. Porque sentirme vulnerable y desencantada del mundo que me rodeaba hizo que desarrollase una especie de misandría que me duró un par o tres de años, durante los cuales ya no veía la humanidad como potencialmente bondadosa sino todo lo contrario, el ser humano me parecía inclinado a hacer daño por naturaleza. Y como yo era tímida, miedosa, insegura, acomplejada… me sentía la presa ideal. Un cordero rodeado de lobos.

Así las cosas, me volví cada vez más complaciente. Lo que yo deseara, mi bienestar, lo que me hacía bien… no importaba tanto como ganarme el respeto y aprecio de los demás, supongo que para asegurarme por un lado de que no me agredieran y, por el otro, porque aquel concepto de que vivía rodeada de personas en las que nunca podría confiar al 100% me hacía daño, e inconscientemente intentaba destruirlo demostrándome que no era verdad, y que existía gente maravillosa que me ayudaría a volver a creer en el ser humano.

Pero no funcionaba. No era aquella la manera de vencer el miedo, puesto que la capacidad de sanar mis heridas no estaba en los demás, sino en mí misma. Las personas con quienes interactuaba podían ayudarme a quitar algunas piedras del camino, pero no era sensato desear que ellas tapiaran el pozo de miedo que había dentro de mí y colmaran el que estaba vacío de cariño y reconocimiento. 

No podían, sencillamente no era su cometido. Sólo yo estaba capacitada para hacer ese ejercicio. Nadie más tenía el poder de reparar mis carencias ni de llenar mis vacíos. Esperar algo como eso no era justo ni para ellos ni para mí, ya que de aquella manera no me responsabilizaba de mi propia herida, sino que esperaba que terceras personas me ayudaran a curarme. 

Porque además, ¿Quién me decía a mí que iban a hacer eso, o que lo iban a hacer repetidamente? Nadie podía ofrecerme aquella seguridad. Entonces, cuando me sentía sola o cuando alguien me trataba mal, interiormente terminaba culpándome, supongo que por no haber sabido hacerme respetar. Imagino que de alguna forma sabía que buscar soluciones a mis problemas a través de otros era un error, y cada vez que lo hacía y salía mal me castigaba yo misma por inepta o por estúpida. Sin embargo no conocía otra forma de ayudarme: me consideraba la persona menos valiosa del universo, así que no confiaba en que yo sola pudiera completar mi camino de sanación. Por eso prefería depositar esa confianza en otros, agradecía exageradamente las muestras de cariño que esas personas me daban y esperaba encontrar un aliado de peso. Y si me trataban mal los disculpaba y pensaba que seguro que me lo había buscado. 

Pero, de forma paradójica, aquello solo alimentaba mi necesidad de ser perfecta, de que nada escapara de mi control, de hacerlo todo bien… y ahora entiendo el motivo: estaba atada de pies y manos. Confiar en factores externos para sentirme válida implicaba que yo no tenía un control real sobre mi propio trauma. Es como basar tu tranquilidad en que nunca te van a atracar, por ejemplo: tú no puedes controlar lo que hagan los cacos, ni puedes evitar cruzarte con ellos. Así que mientras no te hagas cargo de tu propia seguridad vivirás con miedo, aunque no quieras. Pues eso era lo que me pasaba a mí. Que no me amaba, no me sentía a gusto conmigo misma, tenía miedo al rechazo, a que me hicieran daño, a confirmar que sólo servía para que me usaran o me abusaran… pero en lugar de tomar las riendas de todo aquello, como no conocía otra forma de enfrentar mis carencias que confiando en la humanidad (lo que había hecho de niña), esperaba que fuera la vida por una parte y terceras personas por otra las que curaran mi herida.

Tardé unos cuantos años en darme cuenta, pero con unos veinticuatro, después de varios meses con mi actual terapeuta, logré detectar la raíz del conflicto y trabajar en ella. Hoy día creo que confío en mí, y soy consciente de mi capacidad de resiliencia. Diría que es una de mis herramientas más potentes, y como esa considero que tengo otras que puedo usar para sanarme. Pero he tardado mucho en verlas, y sé que como yo existen muchísimos supervivientes que tampoco ven las suyas, ni siquiera cuando desde fuera sí lo hacemos. Y eso puede ser devastador, porque cuando te levantas todos los días sintiendo que no vales nada y que encima eres incapaz de solucionar tu propio problema… literalmente es posible que te hundas. Hay quien se autolesiona, quien cae en las drogas, quien se prostituye, quien hace daño a los demás y luego se castiga, quien vuelve al lado de su agresor o de personas que miraron hacia otro lado durante los abusos porque no se siente capaz de cortar ese vínculo… e incluso quien atenta contra su vida. Porque es muy doloroso sentir que tu existencia escapa de tu control y que lo que has hecho una y otra vez para sentirte bien, no te funciona.

Los mecanismos de defensa, esos que nos salvaron durante nuestra niñez y a los que entonces nos aferramos con fuerza para salir adelante, son en realidad un parche. Pero ese parche, esa gasa que alivió la herida cuando más lo necesitábamos, se convierte con el tiempo en la única forma que conocemos de interactuar. Durante la infancia aprendimos a vivir de ese modo, y una vez interiorizado, de adultos es muy complicado deshacerse de tal aprendizaje, aunque no es imposible. Se trata, ni más ni menos, de aprender a relacionarnos de otra forma con nosotros mismos y con nuestro entorno. Una tarea nada sencilla, y que en no pocas ocasiones puede durar meses e incluso años.

2 comentarios:

  1. Muy cierto todo lo que dices. En mi caso yo también intenté ser siempre perfecta, siempre haciendo lo que se esperaba de mí... Incluso llegando al punto de no saber ni siquiera qué era lo que a mí me gustaba o qué quería yo de verdad... Me he sentido muy identificada en esta entrada

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Yo también llegué a sentirme como tú: cada vez que me planteaba que quería hacer con mi vida o que tenía que tomar una decisión podía llegar a tardar varias semanas en apostar por un camino o por otro, y aún así lo hacía llena de dudas. Por no decir que la mayoría de veces a la hora de decidir me basaba más en hacer lo que consideraba mi deber o en complacer a terceros que no en lo que yo realmente deseaba. Sin embargo, ni siquiera me daba cuenta. Si me hubieras preguntado entonces te habría dicho que estaba cumpliendo mi propia voluntad. Creo que es la consecuencia de vivir intentando ser otra persona (una muñeca que guste a todos): al final no sabes dónde empiezas tú y dónde acaba tu personaje. Yo había veces que incluso dudaba de si algunas creencias, maneras de pensar, características o gustos -musicales, cinematográficos, etc.- eran realmente míos.

      Eliminar