jueves, 9 de agosto de 2018

SECUELAS

En ForoGAM, el foro para supervivientes ASI donde participo, hay una lista con las secuelas más comunes en nosotros. Está extraída de un libro de la trabajadora social E. Sue Blume titulado en español "Sobrevivientes secretas. Descubriendo el incesto y sus efectos secundarios en las mujeres", y describe bastante bien las consecuencias que los abusos sexuales infantiles nos dejan a los niños y niñas que sobrevivimos a semejante atrocidad. En total son 37, yo, si no me he equivocado contando, he tenido unas 30 y varias de ellas se remontan a mi infancia. Según las autoras, las personas que cumplen más de 25 deberían considerar muy seriamente la posibilidad de haber sufrido ASI. Como veréis, debajo de cada una he escrito mi experiencia con dicha secuela, porque creo que puede ayudar a entender un poco mejor de qué manera afectan realmente a la vida de los supervivientes. Creo que algunas de ellas se han visto reforzadas o están más relacionadas con el bullying que también viví, pero la mayoría me parece que tienen su origen en los ASI. 


1. Temor a estar sola en la oscuridad; de dormir sola; pesadillas (especialmente de violación, persecución, amenazas, encierro, sangre); terrores nocturnos.

Nunca me ha gustado la oscuridad, desde niña duermo con una luz encendida. Actualmente no hay problema si me quedo a dormir en casa de alguien y mi cuarto está totalmente a oscuras, pero hasta hace unos años llevaba un interruptor de luz portátil conmigo cada vez que dormía fuera de mi propia casa. 

Sobre las pesadillas, recuerdo que de niña las tenía al abandono: a veces soñaba que mi madre quería abandonarme, así como que en uno de los cuartos de mi casa vivían unos señores que me secuestrarían y me apartarían de mi familia si no me portaba bien. De más mayor sí recuerdo soñar que me perseguían para violarme o que me secuestraban, siempre en épocas de estrés o nerviosismo, incluso cuando no recordaba los ASI. 

2. Sensibilidad para tragar; sensación de asfixia; repugnancia al agua sobre la cara durante el baño o la natación.

Esta no recuerdo haberla tenido, si bien nunca me ha gustado que me cayera agua sobre la cara al ducharme o bañarme no diría que el sentimiento fuera de repugnancia o asfixia.

3. Alienación del cuerpo (sensación de que no es tuyo); incapacidad de prestar atención a señales del cuerpo o a cuidar bien de él; una deficiente imagen corporal; manipulación del tamaño del cuerpo para evitar atención sexual; limpieza compulsiva, incluyendo baños en agua hirviendo, o bien una total falta de atención a la higiene o la apariencia personal.

Totalmente. He estado muy desconectada de mi cuerpo, lo sentía como algo que no era mío, que no me gustaba ni me pertenecía, y que no tenía por qué amar. Lo cuidaba a veces de forma mecánica por una cuestión de supervivencia, pero sin ganas. Me duchaba porque tenía que hacerlo pero no disfrutaba para nada de ese rato, no me gustaba tocarme durante el aseo, y recuerdo que a la hora de vestirme me daba igual qué ponerme. Me compraba la ropa sin importarme el color, cómo me sentaba, o si me parecía más o menos bonita. Simplemente me hacía falta llevar algo encima así que procuraba que fuera de mi talla y poco más. 

4. Problemas gastrointestinales; trastornos ginecológicos (incluyendo infecciones vaginales espontáneas); cicatrices vaginales/internas; dolores de cabeza; artritis o dolor en las articulaciones; aversión al gremio médico, especialmente a ginecólogos/as y dentistas.

Pues no estoy segura. Siempre me ha dado cierto miedo ir al ginecólogo, pero sé de mujeres no supervivientes que también lo han tenido, así que por esa parte no la voy a contar. Sin embargo sí padezco vaginismo y dispareusia por etapas, o sea que no estoy segura.

5. Uso exagerado de ropa, aun en el verano; ropas flojas; incapacidad de desvestirte aun cuando es apropiado hacerlo (al nadar, bañarte, dormir); demanda extremada de privacidad al usar el baño.

Desnudarme públicamente me dio vergüenza hasta hace pocos años, aunque lo hacía para no quedar como un bicho raro o para no sentirme yo una mojigata. Y a la hora de vestirme no me gustaba enseñar mi cuerpo, recuerdo que si llevaba pantalones cortos o tops pensaba que parecía una prostituta. Y ni hablar de combinar las dos cosas. Estaba convencida de que si me vestía con aquella ropa y alguien se sobrepasaba conmigo yo tenía parte de la culpa, por sucia. Y eso no lo pensaba de otras mujeres.

6. Trastornos alimenticios; abuso de drogas y/o alcohol, o abstención total; otras adicciones; conductas compulsivas (incluyendo actividad compulsiva).

Trastornos alimentarios sí he padecido, concretamente anorexia y bulimia, sobre todo lo segundo. Si bien en aquella época también sufría acoso escolar y creo que influyó en mi comportamiento. No obstante me parece importante señalar que un 60% de las mujeres que sufren trastornos alimentarios han sufrido experiencias de abuso, maltrato o abandono en su infancia. También el abuso de drogas o alcohol puede ser una manera de paliar los recuerdos o de calmar el dolor que provocan las secuelas.

7.Lastimaduras sobre tu cuerpo (cortadas, quemaduras, etc.); autodestructividad; actitud de que puedes soportar el dolor físico: éste es un patrón adictivo.

Sí me he autolesionado, de niña lo hacía cuando sentía que había cometido algún error. Era una forma de castigarme por ser "mala", porque creía que a través de ese dolor pagaba por todas mis imperfecciones. De adulta también he recurrido a ello en alguna ocasión puntual, aunque a día de hoy creo que lo tengo controlado.

8. Fobias; pánico.

He desarrollado fobias puntuales a lo largo de mi vida, por ejemplo por periodos he tenido claustrofobia, aunque las he superado al enfrentarlas. No estoy segura de que estén vinculadas a los ASI, pero no me extrañaría porque creo que en el fondo todas tuvieron el mismo origen: miedo a lo que no controlaba, a sufrir algún daño o a no poder escapar de una situación que me incomodaba.

9. Necesidad de ser invisible, perfecta o totalmente “mala”.

Invisible y perfecta, sí. Creo que hace unos años de haber podido elegir tres deseos uno de ellos habría sido justo este. Ser perfecta, para no molestar a nadie y para dejar de sentirme un ser tarado al que más valía tener lejos, e invisible para que nadie se fijara en mis imperfecciones y mis defectos. Para alguien que creía estar podrida lo mejor era que no la vieran, que no repararan en ella, que no la escucharan. De hecho hablaba muy bajito por norma general y solía andar un poco encogida. 

10. Pensamientos, intentos y obsesión de suicidio (incluyendo el “suicidio pasivo”). 

Sí. No recuerdo desear morirme cuando era niña, pero a partir de los 17-18 años, que fue cuando empecé a darme cuenta de que algo iba mal en mí, deseaba a veces que me atropellara un coche o tener un accidente, e incluso planeé suicidarme cuando tenía 17, sólo que al final no me sentí con fuerzas para llevarlo a cabo y llegué a la conclusión de que si no me atrevía a matarme debía de ser porque en el fondo quería estar viva. Fue todo un descubrimiento para mí, principalmente porque no entendía qué me ataba a la vida (más allá de no querer hacer daño a mi familia) pero comprendí que tenía razones para vivir que yo desconocía, y aquello evitó que volviera a intentarlo. 

11. Depresión (a veces paralizante); llanto aparentemente sin causa.

He pasado por periodos de apatía, de no tener ganas de levantarme de la cama pero obligarme a hacerlo, de vivir mecánicamente: comiendo porque tenía que comer, duchándome porque me tenía que duchar y estudiando porque esa era mi obligación, pero sin sentir ilusión por nada; o sea que sí creo haber tenido episodios depresivos aunque leves. 

12. Problemas con la cólera: incapacidad de reconocer o expresar cólera, o de responsabilizarte de ella; temor de una cólera real o imaginaria; cólera constante; intensa hostilidad hacia la totalidad del género o grupo racial/étnico de la persona ofensora.

La rabia, la ira, la cólera... he pasado años creyendo que debía reprimirla porque si no haría daño a los que me rodearan. Nunca he sido de tratar mal a mi círculo cercano cuando me enfado pero el simple hecho de que otra persona me viera enojada, quejándome o protestando por algo me avergonzaba porque creía que se asustarían, me tomarían por una persona maleducada, consentida, loca, caprichosa... y les crearía un mal concepto de mí. Hasta ese punto me negaba el derecho a sentir ira.

13. Disociación o separación; despersonalización; entrar en “shock” o un total bloqueo o paralización durante una crisis (cualquier situación tensa siempre constituye una crisis); paralización psíquica; dolor o entumecimiento físico asociado con un recuerdo o emoción (por ejemplo, cólera) o situación (como la actividad sexual) en particular.

He vivido disociada muchos años, y todavía me pasa a día de hoy. Realmente no soy consciente hasta segundos o minutos más tarde de que me ocurra, pero sí sé que ya me disociaba de niña. De pronto me daba cuenta de que no tenía emociones en ese momento, a pesar de que me estaba ocurriendo algo que a todas luces debería de haber sido doloroso para mí. O me ponía a hacer algo que me provocaba miedo o rechazo de forma mecánica y sin ser consciente de mis movimientos, como si mi cuerpo estuviera allí y mi mente en otro sitio.


14. Rígido control del proceso de pensamiento; carencia de sentido del humor, o una extrema solemnidad.

Totalmente. Me encanta el humor, lo disfruto mucho y además me considero una persona irónica, pero hace unos años yo ni hacía bromas ni las entendía cuando me las hacían a mí. A menudo pensaba que los demás utilizaban el humor para meterse conmigo y en el fondo me parecía de esperar, ya que estaba segura de que no había quien me aguantara, y que por tanto era natural que la gente me lanzara críticas e indirectas. De todas formas yo no decía nada ni me quejaba: sólo sonreía o le quitaba hierro a lo que estaban diciendo mientras por dentro me preguntaba si aquellas bromas no serían una forma de hacerme de menos. Y como no entendía el sentido del humor de los demás me costaba desarrollar el mío, de ahí que las personas que me conocían opinaran de mí que era muy seria. 

15. En la niñez, conductas de búsqueda de seguridad: esconderte, aferrarte exageradamente a algo o encogerte de terror en los rincones. En la vida adulta, temor a las sorpresas o a estar siendo observada; reacciones de sobresalto; vigilancia exagerada.

Reacciones de sobresalto, muchas. Ahora menos, pero hace unos años era muy fácil asustarme: sólo había que llamarme por la calle, o entrar en la misma habitación donde yo estaba sin que me lo esperara, o moverse de forma repentina. Entonces mi grito se podía escuchar a varios metros de distancia. Ya me pasaba en la niñez, pero a partir de la pubertad se acentuó mucho y hasta hace pocos años era así. 

Sobre el temor a estar siendo observada, también me ha perseguido en la adolescencia y la vida adulta. Siempre tenía la certeza de que la gente a mi alrededor me miraba pendiente de mis errores o esperando para controlar mis pasos. Sobre las conductas de búsqueda de seguridad en la niñez, creo que nunca las he tenido. 

16. Problemas de confianza: incapacidad de confiar (confiar no es seguro); confianza absoluta que se convierte en ira si alguien te decepciona; confianza indiscriminada.

He tenido los dos polos de la secuela. Por un lado de pequeña tenía una confianza indiscriminada hacia prácticamente todo el mundo: estaba segura de que las personas con las que me relacionaba cada día eran buenas. Las idealizaba en cierta medida, supongo que porque eso me daba la tranquilidad de que no me harían daño. Por el otro en la adolescencia empecé a pensar lo contrario, que el mundo era un lugar lleno de personas con dobles intenciones, que nadie era bueno del todo, y que tenía que cuidarme mucho. Pasé unos años bastante lugubres en ese sentido, como si estuviera decepcionada del mundo... aún así creo que necesitaba tener esperanza en la humanidad para sobrevivir, por lo que de alguna manera deseaba estar equivocada y pensaba que seguramente lo estaba. A día de hoy tiendo a confiar en las personas que me caen bien en un primer contacto, y a veces, si resultan no ser de fiar, me cuesta detectar indicios de los que otra gente sí se percata. Sin embargo, he pasado años en mi adultez regulándome mucho a la hora de darle mi confianza a los que me rodean, quizás porque tiendo a encariñarme rápido de los demás, e imagino que mientras una parte de mí quería ver sólo la parte buena de los demás, la otra me protegía. A día de hoy, estoy trabajando en ello.

17. Tomar grandes riesgos (retar al destino); incapacidad de tomarlos.

Incapacidad de tomarlos. El miedo a volver a sufrir y el sentimiento de que debía protegerme me llevaban a no arriesgarme. No es que me pensara mucho las cosas antes de hacerlas, es que cuando me encontraba ante un reto que pudiera comportar un poco de peligro buscaba todas las posibles complicaciones que surgirían si finalmente me lanzaba, y de esta manera me autoconvencía de que era mejor no tomarlo. Total, seguro que saldría mal, así que mucho mejor buscar una opción menos "peligrosa".  Para mí todo lo que no pudiera controlar era un sinónimo claro de sufrimiento. 

18. Problemas de límites; problemas de control, poder y territorialidad; temor a perder el control; conductas obsesivas/compulsivas (intentos de controlar asuntos sin importancia, simplemente por controlar algo); confusión respecto al poder/sexo.

Me ha costado horrores poner límites desde niña, en parte por creer que los demás no iban a respetarlos pero también por miedo a ser injusta. No confiaba en mi criterio y estaba convencida de que no merecía demasiado respeto, así que cuando intentaba poner algún límite sentía que yo no tenía derecho a hacerlo. También es verdad que desde pequeña he sido muy controladora de todo lo que atañe a mi vida, quizás porque lo asocio con tener poder. Controlar era la forma de no sentirme débil ni expuesta al dolor, aunque paradójicamente me crea más estrés y ansiedad que si dejo fluir los acontecimientos. 


19. Culpa, vergüenza, baja autoestima, sensación de que vales poco o nada; exagerada apreciación por pequeños favores que otras personas te hacen.

Sí a todo. Me he sentido culpable hasta por respirar, y no es un decir. Llegó un punto en que me convencí de que yo era tan inútil, tan insignificante y tan poca cosa que no tenía derecho a estar viva cuando otras personas más válidas que yo habían muerto. Sobre la apreciación exagerada por los pequeños favores que me hacen los demás, absolutamente. Que alguien me tratara bien era motivo para que me creyera en deuda con esa persona, lo cual suponía un problema al no sentirme luego con derecho a negarle nada. Al final muchas veces las secuelas se retroalimentan entre sí, y la falta de límites de la que hablábamos antes se vio reforzada por mi baja autoestima, que me llevaba a valorar los detalles y gestos de cariño como si me estuvieran regalando un tesoro que en el fondo yo no merecía. 

0. Patrón de víctima (te victimizas a ti misma después de haber sido victimizada por otra/s persona/s), especialmente en la actividad sexual; falta de sensación de tu propio poder; falta de reconocimiento de tu derecho a fijar límites o a decir “no”; patrón de relaciones con personas mucho mayores que tú (a partir de tu adolescencia), o bien un extremado sentido de propiedad; revictimización a manos de otras personas (violencia sexual en la vida adulta, incluyendo explotación sexual proveniente de jefes o profesionales que “ayudan”).

Creo que hasta hace muy poco no era consciente ni siquiera de tener poder. Yo era una muñeca con la que se podía hacer lo que se quisiera, porque nunca iba a fijar límites ni a decir que no. Me sentía demasiado poca cosa para eso, lo cual me llevó a sufrir revictimización a manos de otras personas, aunque no sólo de tipo sexual. Por ejemplo, también la sufría en el trabajo o en mis relaciones diarias. 

21. Necesidad de “producir para ser amada”, de instintivamente saber y hacer lo que otra persona necesita o quiere; para ti, las relaciones implican un trueque (el “amor” te fue arrebatado, no dado).

Al 100%. Durante años sentía que tenía que comprar el cariño de los demás porque no lo merecía, así que procuraba complacer en todo a las personas que me rodeaban para que no se cansasen de mí, lo cual va ligado a la siguiente secuela. 

22. Problemas de abandono; deseo de relaciones en las cuales no hay separación o una distancia saludable; evasión o temor a la intimidad.

De niña soñaba a veces que mi madre me abandonaba, y de adulta siempre he tenido miedo de que mis seres queridos se apartaran de mí en cuanto me conocieran mejor. Como ya he dicho, pensaba que después de un tiempo de estar en mi vida se cansarían o aburrirían y acabarían desapareciendo sin mirar atrás. No obstante creo que nunca he sido de mantener relaciones donde no haya una separación saludable. De hecho me gusta que respeten mi espacio y procuro respetar el de los demás.

23. Sensación de estar guardando un terrible secreto; urgencia por revelarlo o temor a revelarlo; certeza de que nadie escucharía o creería; ser generalmente secretiva; sentirte “marcada” (sensación de que llevas escrito el secreto en la frente).

Sí. Incluso cuando no recordaba los ASI tenía la sensación de estar guardando un secreto, pero no sabía cuál. A día de hoy sigo siendo secretiva cuando noto que alguna de mis secuelas me está afectando, incluso con las personas que conocen mi historia y que siempre me han apoyado. De alguna manera y aunque sepa que es absurdo sigo teniendo en mente que si cuento lo que me pasa no me entenderán o pensarán que exagero. 

24. Sensación de estar loca, de ser diferente; te sientes irreal mientras que el resto del mundo te parece real, o viceversa; creas mundos, relaciones o identidades de fantasía (especialmente en las mujeres: imaginar o desear ser hombres, es decir, no una víctima).

Uf... sí a todo. La sensación de estar loca y de ser diferente al resto del mundo me ha acompañado toda la vida, siempre he pensado que estaba tarada y que debía esconderlo a toda costa para evitar quedarme sola. Por otra parte la gente que me rodeaba me parecían personas normales con sus vidas normales, ajenas a mí. Todas ellas juntas, formando un todo, y yo separada. Porque era la rara, la loca, la que estaba marcada, la que llevaba una P de "proscrita" enorme por dentro que si no vigilaba podía hacerse visible en su cara. Y para no sentirme tan sola he imaginado un montón de mundos de fantasía, con personajes femeninos que tenían en común el hecho de ser felices, inteligentes, guapas, afortunadas y con cierto éxito personal (buenos amigos, un trabajo que les gustaba, una pareja que las respetaba...), todo lo que yo creía no ser ni tener. 

25. Negación: no estar consciente en absoluto; reprimir recuerdos; bloqueo de un período de tu vida temprana (especialmente de uno a 12 años, pero bien podría continuar en la vida adulta), o de una persona o un lugar específicos; fingir; minimizar --“No fue TAN malo”--; tener sueños o recuerdos --“Tal vez es mi imaginación”-- (éstas son, en realidad, escenas retrospectivas, a través de las cuales los recuerdos empiezan a ser recobrados); reacciones negativas fuertes, profundas y aparentemente “inapropiadas” hacia una persona, lugar o suceso; “luzazos” sensoriales (una luz, un lugar, una sensación física) sin ningún sentido de su significado; recordar alrededores pero no el suceso. La recuperación de la memoria puede comenzar con el suceso o la persona ofensora menos amenazante. Es posible que los detalles reales del abuso nunca lleguen a recordarse completamente; sin embargo, sí es posible alcanzar una rehabilitación adecuada sin una total recuperación de la memoria. Tu guía interna liberará los recuerdos a un ritmo que tú puedas manejar. 

Sí. Ya he contado que sufrí amnesia traumática durante más de una década y desde luego tanto antes como después he minimizado mucho tanto mis sentimientos de dolor como los propios hechos relacionados con los abusos. Eran tonterías, nada importante, yo era demasiado sensible y como la vida me había tratado demasiado bien me ponía triste por tonterías, porque no sabía lo que era sufrir de verdad. Y como encima tenía -tengo- lagunas sobre los ASI todavía minimizaba más al no disponer en ese momento de recuerdos concretos a los que aferrarme. También he olvidado sucesos de mi vida que no tienen nada que ver con los abusos, como no recuerdo haberme relacionado con determinadas personas que sé que estuvieron en mi vida y a las que vi varias veces pero mi mente ha borrado sus caras y los encuentros con ellas. O determinados lugares a los que sé que fui varias veces. Me acuerdo de que pasaba pero no de los hechos en sí.

26. Problemas sexuales: las relaciones sexuales son “sucias”; aversión a que te toquen, especialmente durante un examen ginecológico; fuerte aversión a (o bien una necesidad de) actos sexuales en particular; sensación de que tu cuerpo te ha traicionado; dificultad para integrar la sexualidad física y las emociones; confusión o traslape de afecto/sexo/dominación/agresión/violencia; necesidad de buscar poder en el terreno sexual, lo cual en realidad es una reactuación, seductividad compulsiva, o ser compulsivamente asexual; necesidad de ser la agresora en la actividad sexual, o no serlo en absoluto; relaciones sexuales impersonales y “promiscuas” con personas extrañas, en combinación con una incapacidad de tenerlas en el contexto de una relación íntima (conflicto entre la actividad sexual y el afecto/amor); prostitución; ser un símbolo sexual o actriz pornográfica, etc. 

He sido muy ambivalente en mi relación con el sexo. Creo que pocas veces he tenido relaciones sexuales sanas, donde tuviera en cuenta mis propias necesidades. De hecho ni siquiera sabía que yo necesitara nada en la cama. Hasta los 21 años me negué a tener cualquier tipo de actividad sexual más allá de los besos, porque me sentía sucia solo de fantasear con ello, pero a la vez tenía la sensación de estar perdiéndome algo que a los demás les parecía maravilloso. Durante un par de años, de los 21-23 estuve manteniendo relaciones sexuales sin llegar a disfrutarlas nunca, y en alguna ocasión sufrí violencia sexual a manos de los hombres con los que estuve. A raíz de esa experiencia, pase mucho tiempo alejándome del sexo, por miedo a que cualquier hombre con el que me acostara fuese un violador. 

También he fantaseado desde la postadolescencia con ser prostituta, y es curioso, porque en mis fantasías no lo disfrutaba para nada, pero me gustaba la perspectiva de verme sometida. Total, me pasaba la vida complaciendo a los demás en otros aspectos, así que sólo tenía que aprender cómo complacer a los hombres en la cama y, a partir de aquí, disfrutar del poder que le daría a esos hombres sobre mí pagar por follarme. Creía servir para muy pocas cosas, y no sabía si llegaría a lograr ser lo suficiente buena en la cama para contentar a mis clientes, pero de algún modo sentía que ese, el mundo de la prostitución, podía ser algo así como mi hábitat natural. Por suerte, también sabía que no pasaría de una fantasía (a veces muy fuerte), pues me daba miedo acabar mal, y porque estaba segura de que si lo hacía aún me sentiría más sucia. 

27. Patrón de relaciones ambivalentes o intensamente conflictivas.

No, de hecho al contrario: siempre he huido de los conflictos. No me gustan, me estresa relacionarme con personas con las que el trato sea a menudo conflictivo, así que procuro evitarlas. Y si tengo conflictos con alguien procuro arreglarlo de la forma más asertiva posible. 

28. Evasión de los espejos, lo cual se asocia a la necesidad de ser invisible, a asuntos relacionados con vergüenza y autoestima y a una percepción distorsionada de la cara o del cuerpo.

Tanto como evasión no, pero hasta el año pasado no me gustaba mirarme al espejo. Me veía fea, desagradable, sucia... yo era una persona que no se merecía ni respirar, así que cuando me ponía frente a un espejo me provocaba rechazo lo que veía. Y durante años me percibí físicamente como un engendro: decir que me creía poco agraciada es poco, ya que estaba convencida de que era tan fea que a las personas con las que hablaba les molestaría a la vista mirarme. O sea que no me observaba en un espejo por gusto, pero si me tocaba hacerlo para lavarme la cara o maquillarme tampoco los evitaba. 

29. Deseo de cambiar tu nombre, a fin de desasociarte de la persona ofensora (si comparten el mismo apellido) o para tomar control etiquetándote a ti misma.

He tenido deseos de cambiar mi nombre, no para desvincularme de nadie, sino para hacerlo de mi propio pasado. De niña no me gustaba mi nombre y solía cambiármelo a menudo en mi imaginación infantil, y de adulta sí que he fantaseado alguna vez con cambiar de identidad, irme a otra ciudad y vivir una vida diferente, con un pasado distinto, como hacen los testigos protegidos, por poner un ejemplo. Aunque naturalmente, no deja de ser eso: una fantasía. 

30. Tolerancia limitada para la felicidad; alejamiento activo de la felicidad o renuencia a confiar en sentimientos felices.

Sí, me cuesta confiar en sentimientos felices porque temo que sean sólo un espejismo. Desde hace muchos años cuando las cosas me van muy bien pienso que debo estar prevenida por si se tuercen más adelante, con el fin de evitarme sufrimiento. 

31. Aversión a “hacer ruidos” (inclusive durante la actividad sexual, el llanto, la risa u otras funciones corporales); extrema vigilancia verbal (un cuidadoso control sobre tus palabras); voz baja, especialmente cuando necesitas que te escuchen.

Durante años me ha costado horrores hacer ruidos en mi día a día pero ya no hablemos durante el sexo, durante los orgasmos procuraba no hacer ruido porque en caso contrario me sentía inapropiada y sucia.  Por otra parte ahora creo que ya no me pasa pero hace tiempo hablaba en voz tan baja que muchas personas aseguraban no oírme, y desde luego era incapaz de alzar el tono para que me escucharan. Me daba vergüenza, como si yo no tuviera derecho a pedir atención, como si todos fueran a pensar que si intentaba que me escucharan era para darme importancia... así que aún bajaba más la voz.  

32. Trastorno de Personalidad Múltiple (a menudo oculto).

Creo que no lo tengo. 

33. Sensibilidad hacia y/o evasión de la comida basadas en su textura (mayonesa = semen) o su apariencia (salchichas = pene), que podrían hacerte recordar el abuso; olores o sonidos que pudieran recordarte a la persona ofensora; aversión a la carne y a alimentos rojos.

No me gusta mucho comer alimentos líquidos de color blanco pero tampoco me provocan aversión. Simplemente, si puedo los mezclo con otros alimentos y si no me los como tal cual, nunca ha sido un gran problema.

34. Honestidad compulsiva o deshonestidad compulsiva (mentiras).

Hubo una época, desde mi niñez hasta mediados-finales de mi adolescencia, en que contaba mentiras sobre mi vida a personas a las que conocía muy poco, con la finalidad de que me dijeran lo fuerte que era, ya que en mis anécdotas ficticias yo me presentaba como una persona que lo había pasado muy mal pero que había salido adelante. Recuerdo que deseaba que reconocieran mi lucha y mi capacidad de aguante pero nunca entendí muy bien por qué hasta hace muy poco.

35. Vigilancia exagerada en relación al abuso infantil; incapacidad de detectar abuso infantil o evasión de toda conciencia o mención de éste; tendencia a desarrollar relaciones con perpetradores/as de incesto.

No creo haberla tenido. 

36. Hurtos (en personas adultas); iniciar fuegos (en la niñez).

No, nunca he tenido esta secuela.

37. Insomnio.

Sí. Aunque desde bebé me ha costado conciliar el sueño, así que no estoy segura de que se deba a los abusos, pero sí es verdad que de adulta en épocas de estrés, apatía tristeza... me cuesta dormir. 


                                                

domingo, 22 de julio de 2018

ESTADÍSTICAS


                                                
Cuando hablo con amigos o conocidos no supervivientes sobre las estadísticas que rodean los abusos sexuales infantiles se suelen sorprender. Alguno incluso me han pedido que no continuara hablándoles de ese tema porque preferían no saber qué se esconde detrás de la realidad de los ASI. Otros sin embargo sí quieren informarse pero cuando lo hacen se dan cuenta de que muchas de las afirmaciones que creían ciertas no son más que mitos. Pero en casi todos los casos acabo constatando que la desinformación sobre el tema es evidente, y que no tienen a su alrededor (o no buscan) herramientas para cambiar esa situación. Están seguros de que lo que han pensado toda la vida es verdad, pero nada más lejos de la realidad. 

En esta entrada me gustaría desmentir algunas de las creencias que he escuchado a lo largo de mi vida sobre ASI y que cualquier profesional en el tema podría desmentir. Mi intención es aportar algunos datos que os sirva para acercaros un poco a lo que se esconde detrás de los abusos sexuales en la infancia, de manera que tengais una primera visión sobre el tema. Todas las informaciones están contrastadas, si bien también aportaré mi experiencia personal. 

Los abusos sexuales en la infancia son muy infrecuentes.

Ya he explicado en una entrada anterior que afectan a 1 de cada 5 menores (1 de cada 4 niñas y 1 de cada 6 niños), o sea que son más comunes de lo que pensamos. El problema es que al ser un tema tabú, los supervivientes no acostumbramos a compartirlo con nuestros seres queridos, así que la mayoría de gente sigue pensando que nadie de su entorno ha sufrido ASI, aunque no sea cierto. Todos conocemos a alguien: puede ser nuestra madre, nuestra prima, nuestra jefa, nuestro hermano, nuestro mejor amigo... o sus hijos. O los nuestros. Cuesta de aceptar, es doloroso plantearnos una verdad como esa, por lo que instintivamente preferimos no contemplarla. 

Sin embargo cuando empecé a compartir mi experiencia con otras personas varias de ellas me contaron que también habían sufrido ASI en la infancia. Algunas eran amigas y yo no lo había imaginado hasta ese momento. Quizás nunca lo habría sabido si primero no les hubiera hablado de mi propio caso. La mayoría de ellas no le habían contado nada a sus padres ni a otras personas de su entorno cercano. De hecho apenas lo habían hablado con nadie. Así que no es que los ASI sean infrecuentes, sino que desconocemos por completo el alcance de esta problemática. 

Los abusos sexuales infantiles ocurren sobre todo en ambientes desestructurados.

Pueden ocurrir en cualquier tipo de familia: pobres, ricas, funcionales o disfuncionales. Las estadísticas no marcan diferencias en ese punto. O sea que una persona con la que nos cruzamos todos los días y que nos parece muy trabajadora y educada puede ser un pederasta, igual que puede serlo un maltratador o un delincuente. 

Los agresores normalmente son personas desconocidas para las víctimas. 

Eso es falso. Mi experiencia me dice que la mayoría de supervivientes que conozco fueron abusados por alguien cercano a ellos (su padre, su madre, su abuelo, un profesor, su hermano, su vecino, el amigo de sus padres…) pero las estadísticas señalan además que entre un 75-85% de los casos el abuso es intrafamiliar. Eso significa que son los propios parientes del niño/a quienes lo/a someten a violencia sexual. Por otra parte aproximadamente un 40% de menores agredidos tienen como abusador a alguien de su círculo cercano que no comparte lazos familiares con ellos, y solamente un 10% de las víctimas son abusadas por desconocidos. Así pues los abusos cometidos por personas ajenas al entorno de los supervivientes son más bien una excepción y no la norma. En la mayoría de casos el monstruo vive en casa de la víctima, o muy cerca de ella. 

La mayoría de niños pediría ayuda a un adulto si sufriera abusos sexuales, aunque el agresor sea alguien cercano.

De nuevo las estadísticas desmienten esta afirmación. Sólo un 15% de los menores abusados cuenta lo que le están haciendo en ese momento, mientras que el 85% no lo dice o lo hace tiempo después. Los motivos ya los he contado en la entrada anterior: sentimientos de culpa, miedo a lo que vaya a pasar cuando lo cuenten, las manipulaciones a las que fueron sometidos por sus agresores, temor a ser juzgados, a perder amistades… la violencia sexual es un atentado gravísimo contra la intimidad y la autoestima de quien la sufre, así que compartir esa experiencia con alguien puede ser muy complicado para los supervivientes. Algunas necesitan décadas para explicárselo a personas con las que tienen mucha confianza, por lo que no es difícil imaginar lo que le puede costar a un menor víctima que no entiende lo que está pasando. 

Los abusadores de niños utilizan la violencia física para someter a los menores a los que agreden.

Pues no tiene por qué. Hay abusadores que son violentos pero la mayoría utiliza el engaño, el chantaje emocional y las amenazas para obtener lo que quieren de sus víctimas. Voy a poner unos cuantos ejemplos: imaginad a un padre que le dice a su hija “Si me quieres harás lo que te pido, o de lo contrario pensaré que eres mala”. O a una mujer que trabaja como canguro y le dice al niño al que está cuidando “Acaríciame la parte del cuerpo que me cubren las braguitas. Si tus padres saben que no me obedeces se van a enfadar contigo”. O a un abuelo que le dice a su nieta “Si tú no me dejas que te toque el pecho, se lo haré a tu hermana pequeña”. O “Mataré a la abuela como no te desnudes”. O “Tócame el pene o le explicaré a tu madre que el otro día cuando te quedaste en mi casa hiciste algo que ella te había prohibido”. Y podría entenderme mucho más. 

Los niños no entienden de delitos sexuales, ni de engaños o traiciones. Para ellos cuando un adulto de referencia les manda algo deben obedecer, o al menos es lo correcto en su mente. Es por esa razón que un adulto puede darse cuenta de que es delictivo y amoral pedirle a una criatura que le acaricie los genitales, pero ella no. Yo puedo comprender que si el abuelo de Laura le promete no contar que ayer jugó a la consola sin el permiso de sus padres a cambio de que se desnude la está chantajeando, y que saltarse las normas familiares sobre el uso de los videojuegos no es equiparable a abusar de una niña. Pero ella no está capacitada para darse cuenta, porque seguramente nadie la habrá informado sobre eso. Los niños son inocentes y no comprenden lo que está pasando cuando un adulto abusa de ellos. Por eso la mayoría de veces a los agresores no les hace falta utilizar la violencia física contra ellos.

La violencia sexual en la infancia sólo afecta a las niñas, los niños rara vez son víctimas.

No es verdad. El porcentaje de niñas que sufren ASI es superior al de los varones, sí, pero éstos últimos no son para nada una minoría. Se considera que un 15% de ellos sufrirá abusos sexuales antes de llegar a adulto. Es decir, que 1 de cada 6 hombres que conoces ha sufrido violencia sexual durante sus primeros años de vida. En el caso de las mujeres el porcentaje es de un 25%. Como veis, aunque hay una determinada diferencia no es ni mucho menos aplastante. 

Sin embargo la creencia de que los niños varones no acostumbran a sufrir ASI puede llevar (y de hecho lleva) a que cuando esos menores se conviertan en adultos tengan vergüenza de pedir ayuda o teman ser juzgados si cuentan que fueron abusados de pequeños o que no se defendieron cuando ocurrió. Porque aunque es imposible que pudieran defenderse vivimos en una sociedad que en pleno siglo XXI todavía considera que los hombres deben ser fuertes, resolutivos y agresivos, sobre todo cuando alguien los agrede. Imaginad pues cómo puede sentirse un niño u adolescente que ha sufrido abusos sexuales cada vez que recibe esos mensajes sexistas. La estúpida idea de que los hombres no pueden ser vulnerables ni víctimas porque entonces su hombría queda en entredicho hace mucho daño a los adultos masculinos que en la infancia sufrieron abusos sexuales, porque puede ser tremendamente difícil quitarse esos prejuicios de encima y comprender que nadie tiene derecho a hacerles de menos por haber sufrido un atentado contra su integridad sexual, y que ni la vulnerabilidad es una característica femenina ni la fortaleza o agresividad es masculina. 

Los tocamientos no son tan graves como una violación. Si un menor "sólo" sufre abusos sexuales no quedará marcado.

Da lo mismo si ha habido penetración o no durante los abusos, porque eso no determina las secuelas posteriores que tendrá el superviviente. Podemos pensar que es más grave ser violado/a que abusado/a, pero cualquier tipo de violencia sexual que padezca un menor deja huellas en su mente. Y superar o no esas secuelas depende de factores muy diferentes, pero ninguno tiene que ver con el tipo de ASI sufrido. No obstante decirle a un superviviente que si bien sufrió abusos "al menos" no lo violaron implica minimizar los daños que ha padecido, es como si alguien sufre un accidente de coche que lo deja paralítico y le decimos que debe dar gracias de no haberse quedado en coma. Para esa persona las secuelas que padece y el dolor emocional que le generan son reales, las está sintiendo en carne propia, y en esas circunstancias poco importa que los abusos pudieran haber ido a más. Pero lo que sí puede pasarle es que a causa de su baja autoestima -otra secuela- el propio superviviente minimice los abusos que padeció, y en ese caso oírle decir a otra persona que pudo ocurrirle algo más grave reforzará esa idea de que sus ASI no fueron para tanto y que se queja por tonterías. 

Los agresores siempre son hombres.

No tiene por qué. Aunque la mayoría sí lo son, se calcula que alrededor de un 10% de abusadores son mujeres. Por tanto tampoco estamos hablando de algo muy, muy infrecuente.

Las secuelas de los abusos sexuales infantiles se pueden superar fácilmente.

El tiempo que la víctima tarda en sanar sus heridas depende de diferentes factores (básicamente la edad que tenía cuando ocurrió, el tiempo que duró y la relación que mantenía con su agresor antes de los abusos; así como si recibió ayuda o no de su entorno mientras ocurría) pero desde luego no es una situación fácil de superar. Existe el mito de que los niños olvidan rápido o de que no sufren con la misma intensidad que los adultos, pero precisamente es en la infancia cuando, por regla general, las personas nos encontramos más vulnerables ante los ataques externos, porque aún no disponemos de las herramientas para protegernos y comprendernos a nosotros mismos que vamos adquiriendo con los años, al crecer. 

Así pues la lógica me dice que un menor de edad y un adulto -ambos con una buena autoestima- pueden sufrir y sentirse violados en su intimidad cuando son agredidos sexualmente, pero el menor siempre estará más indefenso ante las consecuencias de esa agresión. 

Las secuelas de los abusos sexuales infantiles no se superan nunca, esa persona será infeliz toda la vida.

Pues... ni una cosa ni la otra. Los abusos sexuales infantiles dejan una herida muy profunda en quien los padece, sí, pero eso no significa que las víctimas estemos condenadas a una vida de sufrimiento y dolor. Hay quien desgraciadamente sí, porque además de los ASI se enfrenta a una serie de circunstancias que agravan su baja autoestima y el resto de secuelas en lugar de mejorarlas. Pero si un superviviente encuentra las herramientas para empoderarse, sí es probable que pueda llevar una vida plena y feliz. 

Es complicado, ya que el camino de la sanación no es una fórmula mágica que incluya los pasos a seguir, y muchas veces nos sentimos frustrados o desesperados cuando nos da la impresión de que no estamos avanzando o de que incluso retrocedemos. Es duro, duele, a veces podemos sentirnos morir, pero contar con la ayuda adecuada y ser perseverante acostumbra a dar sus frutos. 

Sin embargo la lucha puede durar más tiempo del que deseamos. En lo personal no conozco a ningún superviviente que no haya estado batallando contra sus demonios mentales al menos un par de años. Pero hay esperanza, y afirmar lo contrario me parece negativo para nosotros, puesto que nos puede llevar a pensar que de alguna manera ya estamos muertos en vida, por lo que no merece la pena creer en nuestra lucha, ya que será en vano. 

Muchos niños se inventan que han sufrido abusos sexuales para llamar la atención, no hay que creer todo lo que ellos nos digan.

Cuando un niño nos cuenta que ha sufrido abusos sexuales hay que creerle SIEMPRE, ya que éstos no mienten sobre algo que no conocen, así que lo primero que hay que pensar es que es verdad. Porque de hecho las estadísticas son muy claras en este aspecto: los niños rara vez mienten en este tema. Existe la posibilidad de que no cuenten toda la situación tal cual se ha dado por miedo o vergüenza (pueden decir, por ejemplo, que un desconocido ha abusado de ellos cuando en realidad el agresor es el padre, precisamente para proteger a éste) pero si dicen que han sufrido abusos sexuales lo peor que pueden hacer los adultos que escuchen esas palabras es tomarlas como una llamada de atención.

Claro que los niños pueden mentir, igual que los adultos. Pero es que la situación acostumbra a ser más bien la contraria: sólo un 2% de los casos de ASI se desvelan mientras se da el abuso, lo que significa que son escasos los niños que sí reciben ayuda al momento. Pensar que esos menores que sí piden ayuda están mintiendo puede provocar que se retracten en falso, que se sientan abandonados, que aumente el sentimiento de culpa... así que en una situación como la planteada hay que tomarse en serio las palabras de ese/a niño/a, asesorarnos con un profesional que tenga experiencia en casos de abusos en la infancia, escuchar a la víctima... y sobre todo transmitirle que la creemos. 

No hablar de los abusos sexuales sufridos en la infancia ayuda a superarlos. No vale la pena recrearse en ese tema cuando ya se es adulto, eso sólo provoca que le demos más importancia de la que merece.

Mi experiencia me dice que no es cierto. Tanto en mi caso como en el de otros supervivientes que conozco callar no sólo no nos ha ayudado sino que ha provocado que normalizáramos las secuelas de los abusos y nos acostumbrásemos a vivir con ellas, como si se tratara de algo inevitable o que formara parte de nuestro caracter. Y así pueden pasar años hasta que los supervivientes rompemos el silencio. Es entonces cuando nos damos cuenta de la devastación, de hasta donde llega la herida y de todos los ámbitos de nuestra vida que han sido infectados por los ASI. 

No es sencillo, porque primero hay que asumir que aunque creíamos tener superado lo que nos hicieron en nuestra infancia jamás llegamos a sanar del todo, y que nos queda un largo camino por recorrer para llegar a recuperarnos. El primer paso es reconocer que fuimos víctimas y el segundo que ahora somos supervivientes. Una vez logrado eso hablar de nuestro dolor y poder compartirlo con nuestros seres queridos es beneficioso por dos razones: la primera porque nos ayuda a escucharnos a nosotros mismos, y a comprender mejor en qué punto nos encontramos; y la segunda porque si nuestros interlocutores nos apoyan sentiremos el cariño que no recibimos de pequeños durante los abusos, lo cual sin duda es importante. Saber que podemos compartir con ellos los avances, miedos, éxitos, dudas... que encontramos en el camino es liberador, porque nos ayuda a sentirnos menos solos y más comprendidos, de alguna forma "nuestro secreto" (que en realidad pertenece a nuestro agresor) deja de serlo. 

En cambio callar lo que nos hicieron, amagarlo como si se tratara de un crimen que hubiéramos cometido nosotros, nos obliga a llevar una doble vida para poder esconder al mundo nuestra condición de supervivientes mientras nos sentimos morir por dentro. Las personas que hemos sufrido ASI tenemos por norma general unas características propias que se diferencian de las de otras personas de nuestro entorno (igual que, por ejemplo, las personas paralíticas, las que han sobrevivido a un atentado o las que han padecido cáncer tienen las suyas) y cuando nos sentimos forzadas a no hablar de ellas por miedo a incomodar a los demás, lo que hacemos es negar una parte muy significativa de nuestro día a día. Porque queramos o no, mientras no hablemos de nuestras secuelas no podremos trabajarlas, lo que hará que sigan afectándonos constantemente. Así que hablar de nuestra herida para muchos supervivientes es parte de la terapia que nos permite superarla. 

Si un niño cercano a mí sufriera abusos sexuales yo lo sabría, me lo contaría, me daría cuenta, detectaría las señales... a mí eso no se me escaparía.

Ya hemos explicado que un menor siempre va a estar en posición vulnerable frente a un adulto (o un niño más mayor) que quiera abusar de él: esto es así. Un hombre o una mujer pederasta le sacará de media unos 20 o 30 años a la criatura de la que pretenden abusar. Y si el agresor es adolescente o muy joven también tendrá una superioridad intelectual y madurativa sobre su víctima. Un joven de, por ejemplo, 18 años puede engañar fácilmente a un niño o niña de 6.  Imaginemos por tanto lo indefenso que se puede encontrar ese menor frente a un adulto que podría ser su padre y que, en muchos casos, lo es. Si el agresor le hace creer que los abusos sexuales deben ser un secreto entre los dos porque de lo contrario otros adultos se enfadarán, o lo regañarán o van a separarlos, etc. la víctima callará e intentará con todas sus fuerzas que nadie se entere de lo que le está pasando. Porque piensa que es su culpa y porque teme las represalias.

Por supuesto que ese niño o niña tendrá secuelas psicológicas por los ASI, pero es que éstas pueden confundirse fácilmente con comportamientos típicos de la edad o con consecuencias de cualquier otra problemática, sobre todo para quien no tiene información sobre abusos sexuales infantiles. Esto ocurre porque un menor que está siendo abusado puede presentar actitudes como negarse a comer determinados alimentos, orinarse en la cama, desarrollar un comportamiento más sumiso o más agresivo del que había tenido hasta entonces, sufrir terrores nocturnos, pesadillas, tener miedos irracionales (por ejemplo, al abandono), buscar la aprobación y el cariño de los padres con más frecuencia que antes, volverse introvertido y solitario... que una persona inexperta puede atribuir a causas como la separación de los padres, bullying, un cambio de colegio o mil situaciones más que normalmente desestabilizan a una criatura.

Y sí, es positivo tener en cuenta que todo eso afecta negativamente a los niños, pero también sería recomendable cuando un niño presenta cambios en su conducta habitual pensar que es posible que esté sufriendo abusos sexuales. Es tan simple como eso, pero sin embargo hay tanto desconocimiento sobre el tema que difícilmente contamos con esa posibilidad. 

O sea que no, es difícil, a menos que sepas sobre secuelas de ASI, que te des cuenta de que un niño de tu entorno los está padeciendo. Por mucho que conozcas a esa criatura en cuestión, por mucho que la quieras y por mucho que la vigiles. 

viernes, 29 de junio de 2018

CULPA Y MIEDO (Parte 2, el miedo)


                           
En la entrada anterior intenté explicar por qué las víctimas de abusos sexuales infantiles nos sentimos en muchas ocasiones culpables de las agresiones sufridas, y de qué manera opera esa culpa cuando nos planteamos denunciar a nuestros abusadores o, simplemente, hacer público su delito. En esta ocasión voy a hablar de cómo los abusos provocan una pasividad en la mayoría de supervivientes que también nos limita a la hora de romper el silencio.

Cuando un menor sufre abusos sexuales su autoestima queda dañada. Es necesario que reciba ayuda (tanto del entorno familiar como a ser posible terapéutica) para que no crezca arrastrando un autoconcepto negativo. Si el menor no explica –como ocurre en la mayoría de ocasiones- los abusos a otros adultos de confianza la herida emocional que le ha causado su agresor no sanará, sino que se quedará enquistada y se le hará presente a lo largo de su vida cada vez que tenga que enfrentarse a un reto.

Os pediré que imaginéis cómo se puede sentir una persona que se ve a sí misma indecente, poca cosa, estúpida, insignificante, fea y sin nada que aportar a la sociedad cuando tiene, por ejemplo, que decidir lo que va a estudiar en un futuro. O cuando tiene una relación sentimental y se encuentra con que el trato que le da su pareja no le satisface, pero no se decide a cortar la relación porque cree que esas migajas que le están dando ya son más de lo que realmente merece. O cuando entra a trabajar en un negocio y tiene miedo de meter la pata en cada responsabilidad que asume, porque no se ve capacitada para llevarlas a cabo, pero tampoco para hacerse respetar cuando intuye que sus compañeros o sus jefes se están aprovechando de ella.

Cuando cada ámbito de tu vida está marcado por la sensación de no valer nada acabas convirtiéndote en presa del miedo, a veces a hechos concretos y otras a todo y a nada al mismo tiempo. Miedo a equivocarte, miedo a que los demás se den cuenta de lo poca cosa que eres y se aparten de tu lado, miedo a sentir porque te asusta mucho no saber gestionar esas emociones, miedo a que te hagan daño, a ser tú quien haga daño a los demás, miedo de tus limitaciones porque crees que afectarán negativamente a todo lo que hagas… al final eso se resume en miedo a vivir. No es raro que en muchas ocasiones los supervivientes nos encerremos en nuestra zona de confort, porque aunque esa decisión no nos deja ser felices, al menos tampoco provoca que nuestra situación vaya a peor. O eso creemos.

Personalmente me he pasado años huyendo de todo aquello que creí que podía desestabilizarme. Yo no era consciente de ello, sólo pensaba que estaba escogiendo en cada caso la opción más sensata, pero en el fondo me mentía a mí misma. Lo más “sensato” coincidía siempre en mi mente con lo más seguro. Y así iban pasando los años, metida en mi búnker emocional. Porque salir de él implicaba enfrentarme a situaciones a las que no estaba acostumbrada y que me atemorizaba no saber cómo gestionar. Esa era la peor parte porque me imaginaba que podían pasarme un montón de cosas negativas si salía de mi zona de confort, auguraba todos los riesgos posibles, y ese ejercicio terminaba suponiendo una presión tremenda para mí. Al final acababa poniéndome mil excusas para no dejar aquellos estudios que no me gustaban, para no cambiar de trabajo, para no conocer a alguien, para no aceptar una invitación a tomar café con aquel chico que me miraba de manera especial pero que yo suponía que podía tener intenciones ocultas… porque haciendo todos los días más o menos lo mismo no corría riesgos, o eso prefería creer.

Ahora, volviendo al tema de por qué las personas que han sufrido ASI pueden tardar décadas en hacerlo público, pensad en un superviviente que además de sentirse culpable de sus propios abusos sexuales infantiles también vive con miedo a volver a desbordarse, a sufrir de nuevo, a llevarse decepciones como las que se llevó en la infancia… ¿Creéis que se sentirá con fuerzas de contarle a su entorno más cercano que alguien a quien todos ellos aprecian (no olvidemos que los agresores pueden ser miembros de la propia familia) le destrozó la infancia? ¿Pensáis que esa persona se verá capaz de enfrentarse al desconocimiento y a las preguntas desafortunadas de los demás (“¿Por qué no nos lo dijiste antes, es que no nos quieres?”, “¿Seguro que fue para tanto?”, “¿Cómo puedo saber que dices la verdad?” “¿Y qué pretendes que hagamos ahora, tantos años después?”) cuando tal vez ni ella misma sepa cómo responderlas?

Y si hablamos de denunciar ante un juez a nuestros agresores el asunto aún se vuelve más peliagudo si cabe. Los procesos judiciales por violencia sexual pueden ser muy largos y muy duros. No todos los integrantes del sistema jurídico están preparados para tratar de manera adecuada con las víctimas. Por desconocimiento –otra vez-, por falta de formación en el tema, etc. Es posible que la propia persona denunciante tenga que explicar a los miembros de la sala qué es la amnesia traumática, por qué no pidió ayuda cuando su agresor abusaba de ella o por qué cuando éste la llamaba a su cuarto ella acudía en lugar de negarse. Y será devastador si no tiene muy trabajada su historia.

Como dije en la entrada sobre la culpa, hay otras razones que pueden llevar a una víctima de abusos sexuales infantiles a no denunciar las agresiones una vez se convierte en adulta. Por ejemplo, algunas de las que padecen amnesia no recuerdan sus ASI hasta que estos ya han prescrito (porque sí, los abusos prescriben), y entonces, aunque podrían presentar una demanda igualmente, prefieren no hacerlo teniendo en cuenta que sus agresores no serían condenados.

Sin embargo, la mayoría de veces la respuesta a esa cuestión es que los supervivientes de abusos sexuales infantiles no nos sentimos preparados para romper el silencio: tenemos la autoestima dañada, nos consideramos demasiado vulnerables y demasiado indecentes para enfrentarnos a las consecuencias de buscar justicia. La única solución si deseamos superarlo es que trabajemos nuestras secuelas con la finalidad de empoderarnos. Podemos hacerlo con o sin la ayuda de un profesional, pero de cualquier modo se trata de un camino que acostumbra a durar años.

Primero la persona superviviente necesita entender que muchas de sus limitaciones son fruto de un trauma psicológico que precisa tratamiento, luego atreverse a dar ese paso, y finalmente recorrer todo el proceso hasta sanar. Eso lleva tiempo, no ocurre milagrosamente cuando la víctima cumple dieciocho años y entra de forma legal al mundo de los adultos. O al menos no es lo más común.

CULPA Y MIEDO (Parte 1, la culpa)


                    
Muchas personas se preguntan por qué las víctimas de abusos sexuales en la infancia no denuncian a sus agresores una vez llegan a adultos. Hay quien entiende que los niños no tienen la capacidad de pedir ayuda cuando alguien más mayor abusa de ellos, pero les parece ilógico que a los dieciocho, veinte, treinta o cuarenta años esos supervivientes continúen callando lo que les hicieron. La respuesta esconde muchas variables –pues no olvidemos que hay víctimas que padecimos amnesia traumática, la cual puede durar décadas; o que algunos niños eran demasiado pequeños cuando fueron abusados para recordar quién es su agresor-, pero dejando de lado las razones más particulares de cada persona, considero que los motivos principales son la culpa y el miedo. En esta entrada voy a hablar de la primera.

¿Por qué los supervivientes y víctimas de abusos sexuales infantiles sentimos culpa? Pues básicamente porque así nos lo enseñaron nuestros agresores. Y ni siquiera es necesario que lo digan a las claras (aunque algunos, de forma sutil o no, sí que lo hacen), basta con que de pequeños nos sintiéramos parte necesaria de los abusos para que de mayores tengamos la seguridad de que pudimos haberlos evitado pero no lo hicimos. Las razones para responsabilizarnos de nuestros propios abusos pueden ser muy variadas: porque no nos negamos cuando el agresor abusó de nosotros por primera vez, porque no gritamos, porque jamás se lo contamos a nadie, porque tal vez sí lo contamos pero al no recibir ayuda dejamos de explicarlo, porque obedecíamos a nuestros abusadores cada vez que nos pedían que nos desnudáramos o que guardáramos silencio, porque acudíamos a sus llamadas a pesar de saber que volverían a abusar de nosotros… incluso hay supervivientes que se culpan de haber sido demasiado tímidos o dóciles de pequeños porque creen que ese carácter propició que sus agresores los eligiesen como víctimas.

Aunque muchas personas no lo entiendan los abusos sexuales infantiles dejan un enorme poso de culpa en quienes los hemos vivido, porque ocurren en un momento en que no tenemos herramientas para defendernos de ellos, y cuando somos lo suficientemente mayores para entender la magnitud del daño también creemos comprender que si la primera vez hubiéramos denunciado la situación a los cuatro vientos es posible que los abusos se hubieran detenido en el tiempo. Pero es que esa creencia es equivocada, porque un menor de edad no tiene la información ni la madurez suficiente para detectar que, por ejemplo, lo que le está haciendo su querido primo mayor es un delito. Tampoco sabe lo que es el sexo, ni por qué su cuerpo experimenta esas sensaciones durante los abusos, ni está preparado para asimilar que alguien a quien ama –y que en muchos casos debería cuidarlo y protegerlo- pueda hacerle daño.

Muchos adultos sí sabemos que a veces una persona puede decir que nos quiere y a la vez hacernos mucho daño, pero los niños no entienden que sus padres, profesores, abuelos, tíos, los padres de sus amigos… son capaces de herirlos adrede en lo más profundo. De alguna manera u otra creen en la bondad de esos adultos y aceptar que éstos no los quieren de manera sana o que no son merecedores de su confianza es devastador para ellos. En cambio asumir de pequeños que nosotros tenemos toda o parte de la culpa también fue doloroso, pero nos evitó renunciar al cariño de ese adulto que nos amaba (o eso afirma) y nos hacía daño a la vez.

Además, también nos permitió confiar en que podíamos seguir viviendo y queriendo sin preocuparnos porque alguien volviera a destruirnos. Y eso es muy importante para los niños, porque si algo deseamos en la infancia es cariño y seguridad. Una personita de cinco, ocho, diez o trece años no puede levantarse por las mañanas pensando que cualquier adulto que la rodea podría traicionarla como ya lo hizo su agresor. Si es difícil para alguien de edad más avanzada imaginad para un niño. Así que inconscientemente escogemos la opción que nos resulta menos dolorosa: asumir parte de culpa de lo que nos han hecho.

Y de esta manera la víctima crece con el sentimiento de que durante su infancia hizo algo sucio, horrible y asqueroso que no puede compartir con nadie porque si lo hace sus oyentes la odiarán por haber “tomado parte” en los ASI.

De la misma manera el desconocimiento sobre todo lo que rodea los abusos sexuales en la infancia es tan grande que muchas veces a lo largo de nuestra vida los supervivientes oiremos comentarios que reforzarán ese sentimiento de culpa. En mi caso, cuando he presenciado conversaciones sobre los abusos sexuales en la infancia he asistido a “perlitas” como las siguientes: “Si te violan cuando eres pequeño/a no tardas veinte años en contarlo, y si lo haces es porque quieres llamar la atención, conseguir dinero o porque mientes” o “¿A qué viene ahora que X famosa cuente que sufrió abusos sexuales en la infancia, tanto tiempo después? Lo que debe hacer es superarlo y no menear la mierda de hace tres décadas” o también “Unos tocamientos no son tan graves, eso se puede superar fácilmente, no es como si te violan. No veo por qué los niños que los sufren tienen que quedar marcados por eso”.

Aseveraciones todas ellas carentes de empatía para con las víctimas y fruto de la ignorancia sobre el tema, que refuerzan nuestra creencia de que no fue para tanto y de que si contamos lo que nos hicieron nadie nos va a entender porque en parte somos responsables de haberlo permitido, de haber callado o incluso de haber continuado viviendo después de aquello.

Y así como ninguno de nosotros confesaría de buen grado un delito, nadie que se siente culpable de haber provocado o permitido sus propios abusos sexuales va a atreverse de un día para otro a denunciar a su agresor.