jueves, 19 de noviembre de 2020

LA NIÑA QUE SOBREVIVIÓ

 


Adaptarme, esperar, soñar. Si tuviera que definir mi infancia con tres palabras elegiría estas. Convertirme en un camaleón para sobrellevar los miedos, esperar a crecer para ser libre y tener una vida perfecta, con una casa preciosa, una familia bien avenida, un par de animales y todos mis proyectos cumplidos. Porque cuando yo era pequeña sobre todo me dedicaba a eso: a fantasear con mi futuro. Y, por supuesto, se trataba de fabulaciones maravillosas. Es algo que ha sido sorprendente para mí durante muchos años: recordar mi felicidad durante la infancia. 


Más de una vez he pensado que, en el fondo, mis abusos no debieron de ser graves, puesto que en ese caso no habría sido tan alegre y soñadora cuando era niña. Me ha costado bastante entender que precisamente ambas características fueron un escudo, una forma de luchar contra los abusos. Siempre he “pecado” de demasiado optimista, de obviar detalles que me daban pistas de que algo saldría mal o de que estaba confiando en alguien que no era tan transparente o estupendo cómo me parecía. Y enseguida entendí que esa ingenuidad, a pesar de tener una historia personal que me debería haber preparado para lo contrario, era un mecanismo de defensa. Me he negado a ver las partes más oscuras de la humanidad porque de pequeña creí que no iba a soportar vivir otra vez lo mismo, y necesité autoconvencerme de que la vida era de color rosa. Con los años, claro está, comprendí que estaba equivocada pero una parte de mí siguió aferrándose a la creencia de que todo era más puro y bonito de lo que sugería la realidad. Y ahora entiendo que si logré sobrevivir fue porque me pasé la infancia soñando. Y esperando, aguardando a que esos sueños se cumplieran. 


No hace falta explicar que el batacazo al hacerme adulta fue importante, porque cuando cumplí dieciocho años resultó que la promesa de dicha, paz y libertad no estaba allí, a la vuelta de la esquina, esperando para premiarme por mi paciencia y buena voluntad. Eso solo ocurre en los cuentos de hadas y yo no era una princesa encantada, pero aceptarlo fue duro porque entonces vino la tristeza. 


Alrededor de los 17 años, en el momento en que entendí que ya había crecido, comencé a ser más consciente de mis secuelas, de que yo no era “normal” y también de que de alguna manera no lo había sido nunca. Solo que ahora no tenía, como antes, el consuelo de que un día me haría mayor y todo lo que no me gustaba de mí se recompondría como por arte de magia. Ahora ya no era un “proyecto de persona” (que es lo que yo de alguna forma había sentido en mi niñez), sino que para bien o para mal las bases de mi carácter estaban asentadas, y yo no podía sentirme más defectuosa, más rota. El optimismo desmedido y la alegría de mi infancia se convirtieron en pena, dolor y decepción, hasta el punto de que perdí la ilusión por lo que me rodeaba. Continuaba soñando, porque era lo que me daba fuerzas para seguir, pero tampoco me emocionaban especialmente esos proyectos, sino que más bien quería cumplirlos para no sentirme una fracasada. 


Porque eso es lo que veía de mí misma: que en teoría lo tenía todo para estar contenta y satisfecha, pero no era así. Notaba un vacío dentro que no comprendía, y lo vivía como una derrota: no estaba siendo capaz de tomar las riendas de mi vida, no podía dejar de sentirme un bicho raro, un estorbo, un error de la naturaleza. Así que solo me quedaba seguir soñando que en el futuro todo cambiaría, mientras me frustraba por estar malgastando mi vida, porque no lograba disfrutar realmente de ésta. Casi todo me parecía anodino, y muchas veces hacía las cosas de forma automática, disociada y sin ser consciente de mis actos. Vivía para intentar demostrarme algún día a mí misma que yo merecía existir.


Todo empezó a cambiar cuando puse remedio a mis secuelas, cuando comencé a buscar ayuda e hice trabajo interno, pero si yo no hubiera recordado a los veinte años que de niña fui abusada probablemente ahora, más de una década después, seguiría sintiéndome como en mi postadolescencia: rota, defectuosa, perdida. Quizás seguiría pensando que yo no debería haber nacido, y le echaría las culpas a la pequeña que fui por su ingenuidad de creer que el mundo era un lugar mejor de lo que es. Ahora puedo abrazar a mi niña interior y empatizar con ella, pero hace un lustro y medio la odiaba. Recuerdo que con 22 o 23 años le escribí una carta en la que solo me faltaba acusarla de ser la hermana perdida de Satanás. A mí, a una niña que lo único que había hecho era sobrevivir. Ahora comprendo lo injusta que fui conmigo misma, pero hasta hace relativamente poco no lo veía. Y creo que de alguna manera tampoco entendía por qué de pequeña podía ser tan feliz, y eso me llevaba a sentirme una farsante. 


Por ello he querido escribir este texto. Hoy es 19 de noviembre, un día que varias ONG catalogan como de lucha contra los abusos sexuales infantiles, y estoy segura de que entre todas las víctimas/supervivientes muchas y muchos se sentirán como yo me sentía. Desconcertados y culpables. Responsables de no haber hecho, de no haber dicho, de haber sobrevivido, de cómo lo hicimos… pero la realidad es que actuamos de la única forma que pudimos y supimos en ese momento. No hay dos supervivientes iguales y las secuelas son tantas y a veces tan dispares que se pueden manifestar de forma opuesta. Hay quien se vuelve un estudiante modelo, hay quien no aprueba ni una asignatura, hay quien se comporta de forma excesivamente complaciente y quien por contra actúa de manera huraña y solitaria, hay quien rechaza el sexo pero también quien empieza a practicarlo con compulsión, etc. 


Por eso pienso que como sociedad y a nivel personal es importante tener en cuenta que no existe un prototipo claro de superviviente de abuso sexual en la infancia. Hay consecuencias a nivel psicológico o de conducta más o menos generales, pero cada uno de nosotros tiene su propio escudo. Que un niño o niña parezca feliz y alegre no significa que no tenga miedo o que no haya vivido un tormento. 


Así que yo hoy, en contraste con la carta que le escribí a mi niña interior hace tiempo, me gustaría aprovechar este día y este espacio para pedirle perdón, y decirle que ahora comprendo todo lo que tuvo que reprimir, incluso ante ella misma, y que fue muy valiente. Que es buena, que siempre lo ha sido, y que todo lo que hizo fue para sobrevivir. Que la he estado juzgando mal durante muchos años y que de eso solo tengo la culpa yo. Y sobre todo que la quiero y que espero que pueda perdonarme. Por fin he aprendido a quererla y admirarla y ahora me gustaría que hiciéramos el resto del camino juntas. Desde aquí le hago llegar un abrazo de alma, de superviviente a víctima, y todo, absolutamente todo mi amor.


viernes, 4 de septiembre de 2020

REVELACIONES

He contado ya alguna vez en este blog que tengo amnesia relacionada con los abusos desde que era muy pequeña, pero también con otros sucesos de mi infancia que no tenían nada de desagradables. Por ejemplo, objetos que había en estancias concretas, anécdotas llamativas que me ocurrieron X día que iba por la calle, haber estado en un sitio que por lo visto pisé varias veces en mi infancia... y no es que me acuerde vagamente o que no caiga en la cuenta de que tuve estas vivencias hasta que alguien me las recuerda, sino que incluso cuando me hablan de ellas yo no soy consciente de haberlas vivido.

Es una especie de daño colateral de los abusos: a veces la memoria no solo bloquea a veces los recuerdos traumáticos, sino también otros que resultan neutros, como si los eliminara en bloque o algo por el estilo.

Pero hay otra consecuencia de la amnesia traumática o disociativa que al a la larga es positiva pero que en un primer momento resulta muy confusa y dolorosa: cuando los recuerdos se recuperan.

Ya he comentado con anterioridad que algunos supervivientes con amnesia sí se acuerdan de algunas escenas de abusos mientras que otros ni siquiera recordábamos haber sido abusados, y que en algunos casos los recuerdos que recuperamos son parciales (imágenes congeladas, recordamos el después pero no el "durante" o viceversa, nos vienen recuerdos sobre los hechos pero no sabemos quién fue el agresor...).

En mi caso, recuperar recuerdos a veces no me ha afectado especialmente, ya que su carga emocional no era muy intensa, pero en la mayoría de ocasiones me ha dejado y me deja con una sensación de irrealidad, confusión y tristeza notables. Y no solo por la información que me aportan, sino porque esas reminiscencias de imágenes o pensamientos de la época de los abusos nunca vienen solas, sino que van acompañadas del sentimiento de culpa y vergüenza que tenía entonces, y a menudo me me conectan con ellos. Da igual si yo sé que no fui culpable, que no estoy marcada ni sucia como me sentí por años... en esos momentos, aunque yo racionalmente lo sepa, es inevitable que por unos días o semanas mi razón diga una cosa y mi inconsciente otra, ¿sabéis como cuando experimentáis una sensación o presentimiento difícil de justificar a través de la lógica (por ejemplo, que algo va a salir mal o que una persona, por amable que parezca, no es de fiar) y que no podéis ignorar aunque queráis? Pues salvando las distancias la culpa y confusión que sentimos los supervivientes con amnesia disociativa durante la aparición de nuevos recuerdos son muy parecidas a esos pálpitos que todos tenemos a veces. Se pueden minimizar usando el raciocinio pero son independientes de este. Así que mientras duran esos efectos de los nuevos recuerdos sobre ASI solo nos queda capear el temporal como podamos, hacernos a la idea de que pasará y tratar de dialogar mucho con nosotros mismos. 

No obstante puede ser difícil, ya que nuestras emociones en esos días son tan intensas que es fácil que nos agotemos mentalmente. A eso hay que sumarle que debemos seguir haciendo nuestros quehaceres cotidianos: ir a trabajar, cuidar de nuestros hijos, asistir a reuniones familiares, ocuparnos de asuntos mundanos... en un momento en el que podemos incluso estar dudando de nuestra propia cordura. Esto último puede sonar extremo, pero hay que tener en cuenta que si nuestra memoria bloqueó recuerdos traumáticos es porque en el momento que los vivimos no estábamos preparados para gestionarlos, y si ya de por sí una agresión sexual es una experiencia muy dolorosa, debemos pensar que a veces el ASI no es cometido por un único agresor (de hecho, debido probablemente a la indefensión aprendida, muchos supervivientes tuvimos más de un abusador en nuestra infancia), o que la familia lo sabía y no hizo nada por evitarlo, o que el procedimiento de los agresores incluía conductas que hacían todavía más cruel el abuso. 

Por ejemplo, imaginemos que María creció sabiendo que su primo mayor había abusado de ella en la infancia, pero con 30 años recupera un recuerdo en el que quien la está agrediendo es su abuelo y no el primo. No tendría nada de extraño, estadísticamente hablando, que los dos la hayan abusado cuando era niña, pero para María su abuelo es una buena persona que siempre la ha tratado con cariño, que le compraba chocolatinas cuando iba a su casa y que aún a veces se las sigue comprando, mientras que a su primo siempre lo ha recordado como agresor. Ese nuevo recuerdo rompe por completo la imagen que ella tenía del anciano, y por eso su primera reacción es pensar que las reminiscencias sobre ASI son en realidad una invención de su mente, lo que la lleva a preguntarse: ¿y si se ha imaginado los abusos de su primo y los de su abuelo? ¿Y si tiene un trastorno mental? ¿Y si por contra fue su abuelo y no su otro familiar el único que la agredió sexualmente? ¿Pero entonces por qué en sus recuerdos cambiaba la cara de uno por la del otro? ¿Y si tiene delirios? ¿Y si lleva 20 o 25 años viviendo una mentira fruto de su mente enferma? ¿Y si cuando sus amigos se enteren creen que es una mentirosa y que les ha engañado al contarles que fue abusada en la infancia? 

Siempre pienso que estas cosas me habrían parecido irreales antes de vivirlas. Cuando no recordaba mis propios abusos habría sido capaz de razonarle a cualquier superviviente con amnesia disociativa que el hecho de que sus nuevos recuerdos no correspondan con vivencias que hasta ahora había considerado como ciertas no significa ni mucho menos que se los haya inventado, sino que por el contrario al tener lagunas de su infancia y/o adolescencia hasta ahora había partes de su vida que no recordaban tal como fueron. Incluso a día de hoy puedo verbalizarle a cualquiera el mismo argumento que acabo de esgrimir. Pero cuando me ocurre a mí, me bloqueo. La sensación de irrealidad, de estar contando hechos que no pueden ser verdad, de estar viviendo una situación surrealista lo invade todo. O casi todo. Porque mi razón, esa que siempre aparece para guiarme en los momentos de mayor confusión, me dice que lo que me está ocurriendo a mí le pasa a muchos supervivientes, que no es extraño según las estadísticas contar con más de un agresor, que el sentimiento de tener la identidad fragmentada y de haber perdido varios de los pedazos es natural, que la tristeza también es normal, que nada que pueda descubrir cambiará las cosas, etc. Pero a pesar de repetirme estas frases, es como si el rompecabezas volviera a quebrarse. Y la sensación de no ser de fiar, de existir para ser un espejismo se me hace presente durante un tiempo.

Siempre se va, siempre vuelve la normalidad por ahora. Poco a poco voy procesando y comprendiendo, y también asumo (unas veces de forma completa y otras parcialmente) que tal vez nunca llegaré a recordarlo todo, y que eso no cambia la realidad. Pero la sensación que describo más arriba todavía surge justo después de un nuevo recuerdo. Supongo que en algún momento dejará de ser así y podré gestionar mejor las "nuevas noticias". En realidad creo que tengo más rodaje que años atrás, y que esta situación ya no me pone mi mundo tan patas arriba. Pero aún me queda camino, y a día de hoy así estamos.

viernes, 28 de agosto de 2020

DEJA DE HACERTE LA VÍCTIMA

 

He oído bastante a lo largo de mi vida la expresión «hacerse la víctima», y en la mayoría de ocasiones admito que me ha tocado la fibra sensible e incluso me ha provocado un poco de indignación. Quizás porque una de las primeras veces que la escuché de manera abierta fue en el contexto del bullying que viví en la adolescencia, y, efectivamente, iba dirigida a mí.

En aquellos años (inicios de la primera década de los 2000) no había tanta consciencia sobre el acoso escolar como ahora, puesto que la tragedia que ayudó en mi país a sensibilizar a la sociedad sobre este tipo de maltrato entre iguales –el triste suicidio de Jokin Ceberio- tuvo lugar en 2004; así que cuando empecé a pedir ayuda al profesorado y a la dirección del instituto para evitar que siguiera sucediendo, entre mis compañeros empezaron a surgir comentarios de los que yo era el blanco, a veces interpelándome de forma directa, y otras hablándole a condiscípulos que yo tenía cerca, pero siempre dejaban claro que iban dirigidos a mí, como por ejemplo “Espero que ahora no vayas a quejarte de lo que te hemos hecho, como tú vas de víctima…”, “Ten cuidado con lo que le dices a *******, háblale como a una marquesa, que si no se lo contará a la directora, esta  es una chivata y va mucho de víctima” o “A ti te encanta llorar”.

Recuerdo que por entonces no lograba entender cómo podían decir eso las mismas personas que participaban en el bullying hacia mí, o compañeros/as que no me acosaban pero que sabían que otros lo hacían. No es que fuera algo generalizado, pero sin embargo sí pasó varias veces. Como decía antes, creo que sencillamente era falta de sensibilidad ante el tema, pero para mí esas palabras eran injustas, puesto que en el fondo yo sabía que tenía motivos para defenderme y pedir ayuda. No obstante, recuerdo que en una ocasión respondí a las acusaciones sobre estar victimizándome con la siguiente frase: “no, no me hago la víctima, es que lo soy, soy víctima del acoso que me hacéis.” ¿Qué pasó? Que automáticamente me sentí culpable por definirme con ese sustantivo, como si por hacerlo estuviera llamando la atención o creyéndome una pobrecita. En resumen, me sentí culpable por victimizarme, justo como ellos decían.

A esto hay que sumarle una cosa: en una entrada anterior ya conté que cuando estaba en primaria, con unos 6 años, tenía un comportamiento muy rebelde, escapándome de clase, negándome a volver al aula después del recreo, haciendo oídos sordos a lo que me decían los adultos y, en ocasiones, propinando algún manotazo o empujón cuando tenía alguna desavenencia con otro niño. Fue una etapa que yo sitúo a la par o poco más tarde de sufrir los abusos sexuales (creo que la primera vez fue entre los 5 y los 6 años más o menos), y que a veces ocurre: cuando un menor padece ASI puede desarrollar comportamientos de agresividad o de desafío a la autoridad como una manera de (mal) canalizar la ira que siente.

El tema es que a mí esas actitudes me duraron unos pocos meses, sin embargo, aunque la mayoría de profesoras que tuve olvidaron lo sucedido a medida que fui corrigiéndome, hubo un par de maestras que durante toda la primaria me colgaron la etiqueta de “niña conflictiva que busca llamar la atención”, y sobre todo una de ellas se dejaba llevar frecuentemente por ese prejuicio: si yo le decía que me dolía una parte del cuerpo o tenía cualquier problema automáticamente daba por hecho que estaba mintiendo para que me hicieran caso, y así lo expresaba. Creo que de alguna manera esa docente acabó regando la semilla que había colocado mi agresor dentro de mí (la de la fragilidad), y cuando los compañeros que me acosaban en el instituto empezaron a repetir que yo iba de víctima por defenderme de sus ataques, esa semilla comenzó a florecer, y a día de hoy su fruto aún no se ha marchitado.

Creo que esta es la razón de que me indigne cuando oigo decir a alguien que los supervivientes de abusos sexuales en la infancia, o las mujeres que han vivido violencia de género, o quienes han padecido maltrato familiar… nos hacemos las víctimas cuando contamos los efectos que esas vejaciones han dejado en nosotros. Porque del mismo modo que quienes han sufrido, por ejemplo, un cáncer o un ictus y cuentan las consecuencias que esas dolencias físicas han dejado en su vida no se están victimizando (ni creo que acostumbren a recibir tales acusaciones, aunque si alguien que haya tenido esa experiencia piensa lo contrario le agradeceré que me corrija), quienes hemos sido objetos de algún tipo de maltrato, tampoco.

Admito que cuando alguien es blanco de una o más situaciones violentas y/o traumáticas puede que con el el tiempo adopte un rol victimista, asumiendo una actitud de “pobre de mí” cada vez que tiene un conflicto con alguien o algo no le sale bien. He de reconocer que lo he visto, y que conozco a algunas personas que si discuten contigo seguro que de forma automática te echarán toda la culpa de la situación, la tengas o no, y cuando cuenten los hechos lo harán desde una óptica tan particular que te quedarás de piedra al comprobar esa forma autoindulgente que tiene de ver lo sucedido. Algunas de ellas lo hacen de forma patológica, mientras que otras caen en victimizarse solo de vez en cuando.

Pero una cosa son las personas que tienden a asumir el rol de víctima con cierta frecuencia (lo sean o no) o que se regodean en ese papel, y otra muy diferente las que hemos vivido una situación de abuso y decimos contar las secuelas que ha dejado en nosotras como parte de su sanación. Eso no tiene nada de insano, siempre que no basemos nuestra vida única y exclusivamente en rememorar los abusos, puesto que los malos tratos (sexuales, psicológicos, emocionales, físicos…) dejan un poso que los supervivientes podemos minimizar con trabajo interno, incluso aprender a vivir con él, pero que la mayoría de veces no se va del todo.

Por supuesto que podemos sentirnos felices gran parte del tiempo y disfrutar de lo que tenemos, pero es probable que de vez en cuando tengamos que volver a echar un pulso con nuestro trauma. De la misma manera que alguien que tiene un dolor físico crónico puede hacer su vida sin grandes dificultades, pero en algún momento es probable que ese mal sí le impida realizar sus quehaceres cotidianos o incluso levantarse de la cama. Y no se estará victimizando por decir que le duele o por pedir que uno o varios oídos la escuchen cuando necesita desahogarse, igual que verbalizar el desgarro que te produjo un trauma no implica creerte una pobre víctima desvalida. Porque haber sido víctima de algo y asumirlo no quiere decir ir llorando por las esquinas mientras se nada en el mar de la autocompasión perpetua. 

Es complicado, ya que en mi opinión muchas personas relacionan ser o haber sido víctima de maltrato con vulnerabilidad, y ésta no está aceptada socialmente. Parece que tenemos que ser capaces de sobreponernos a todo para demostrar nuestro sentido de la supervivencia. Pero como me dijo una vez una mujer muy inteligente –también víctima de abusos en su infancia-, las personas tenemos días de porquería y periodos de porquería, y tenemos derecho a sentir las emociones que nos producen sin juzgarnos por ello. Y, añado yo, también a expresarlas, sean o no fruto de un trauma que algunos creen que debimos superar del todo hace tiempo. Y no nos estamos victimizando por ello, puesto que el dolor, como la felicidad, existe.  

viernes, 14 de febrero de 2020

RELACIONES AFECTIVAS TRAS SUFRIR UN ABUSO SEXUAL EN LA INFANCIA


Cuando era adolescente las pocas amigas que tenía comenzaron a emparejarse, y yo, que desde mi entrada en la pubertad había deseado amar y ser amada, empecé a presentir que las relaciones personales podían ser algo peligroso, o por lo menos más peligroso de lo que había supuesto. Y es que muy pronto comencé a darme cuenta de que gran parte mis amistades y conocidas establecían relaciones donde no acababan de sentirse libres, o respetadas, o apoyadas o… en definitiva, ellas mismas. Cabe señalar –y más adelante veréis por qué es importante- que entre algunas de esas personas se encontraban al menos dos supervivientes de abuso sexual infantil, la primera por parte de su padre y la segunda de su tío.

Yo, que conocía ese dato pero no recordaba mis propios abusos, jamás relacioné su condición de ex víctimas con el hecho de que los chicos con quienes se relacionaban no tuvieran actitudes del todo sanas con mis amigas (y he de decir que, a veces, ellas con ellos tampoco), pero sí que era consciente de que en esas relaciones había manipulaciones, chantajes emocionales, intentos de dominar a la otra parte, mentiras, faltas de respeto frecuentes, agresiones verbales, exigencias desmesuradas… y empecé a preguntarme si los vínculos afectivos eran en realidad jugar a una quiniela en la que podías escoger el rol de dominador o de dominado, lo cual me provocó mucho miedo. Supongo que porque en el fondo sabía que yo no estaba preparada para protegerme a mí misma en un caso así: era incapaz de poner límites y de dejar de asumir culpas ajenas.

A decir verdad, con los años fui ampliando mi círculo de amistades y conocidos, y descubrí que no sólo los supervivientes ASI podíamos caer en relaciones de ese tipo, pues muchas personas que en teoría no habían sufrido abusos también vivían la misma situación. Sin embargo, tal como explico en esta entrada (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2019/03/indefension-aprendida-cuando-el.html) a los supervivientes ASI, durante los abusos, nos enseñaron por un lado que no teníamos la capacidad de poner límites, y por el otro nos crearon una serie de inseguridades que minaron nuestra autoestima hasta hacernos sentir que no éramos dignos de respeto, cariño ni consideración.

Como consecuencia, cuando de mayores nos topamos con personas que nos tratan de forma dañina no sabemos identificarlo, o si lo hacemos acabamos disculpándolas porque “yo lo he provocado”, “ha sufrido mucho y por eso actúa así”, “en el fondo es buena persona y me quiere”, “seguro que estoy exagerando, ¡Soy un ser tan dramático e idiota”… y cualquier otro frase parecida que se os pueda ocurrir para justificar a quien, en el fondo, no hace otra cosa que saltarse nuestros límites, esos que no hemos podido poner porque no los sabemos identificar.

Sin embargo no solamente las personas con indefensión aprendida hemos caído en este tipo de vínculos. Somos más susceptibles por carecer de las herramientas para defendernos si ocurre, pero no es un requisito imprescindible para padecerlo: no haber aprendido nunca a identificar las señales de alerta o considerar como positivas/normales -por haberlas presenciado durante las primeras etapas de la vida- conductas tóxicas, también pueden considerarse factores de riesgo. 

No obstante y yendo más allá, en algunas ocasiones ocurre que aquellos que tienen secuelas emocionales típicas de ASI/maltrato como la baja autoestima, el miedo a la soledad, la sensación de no merecer la felicidad, problemas relacionales, una pésima autoimagen, etc.  no son (o no sólo son) quienes padecen actitudes manipuladoras de otra persona, sino que también pueden generar vínculos nocivos con su entorno como consecuencia de sus propias actitudes dañinas. Y no hablo solamente de las relaciones de pareja, sino de cualquier vínculo afectivo, como puede serlo uno familiar, laboral o de amistad. 

Durante más o menos la última década he tenido oportunidad de conocer a muchas personas que arrastraban inseguridades y carencias emocionales, y aunque la gran mayoría crea lazos positivos con su entorno, en algunas de ellas he podido comprobar actitudes de manipulación, dependencia o agresiones psicológicas. Normalmente para conseguir aprecio o que los demás se hicieran cargo por ellas de resolver sus secuelas y llenar sus graves carencias afectivas. Algo parecido a "Si me quieres, me tienes que salvar", como si de un cuento de hadas se tratase, y con el chantaje emocional que supone esa demanda. En otras ocasiones, simplemente intentaban salirse con la suya, quizás dando por hecho que haber sufrido mucho durante parte de su existencia implicaba que tenían derecho a obtener de la vida todo aquello que desearan “Ya lo ha pasado suficientemente mal, ahora merezco ser feliz”. Y nadie dice lo contrario, pero claro, no puede ser a costa de poner sus deseos y necesidades por delante de las de los demás, ni atacando a quienes no son responsables de sus cicatrices, por mucho miedo que tengan a volver a sentirse heridas o traicionadas. 

Sin embargo, para mí, que de niña aprendí a ver el mundo como un lugar seguro en el que la mayoría de sus habitantes eran  “personas buenas” (lo cual significaba que eran puras y totalmente de fiar), este descubrimiento ha sido difícil de asimilar. Ha supuesto que mis esquemas, mi escudo protector, se rompiera. Y aunque, como ya he comentado al principio de este texto, desde adolescente empecé a intuir las relaciones afectivas como peligrosamente problemáticas, creo que en el fondo siempre quise creer que ese riesgo jamás me alcanzaría. Que, por algún motivo ilógico, yo sabría protegerme de ese tipo de vínculos. Lo único que tenía que hacer era no equivocarme nunca, ser sensata, no meter la pata... 

Creo que ese, de algún modo, fue uno de los mayores mecanismos de defensa que tuve de pequeña, después de los abusos: convencerme de que lo que me había ocurrido era un hecho aislado, infrecuente, que no me volvería a pasar. Y para eso necesitaba confiar en la bondad del ser humano. Pienso que aunque pueda parecer curioso (porque tal vez de un/a superviviente de ASI esperaríamos que, como consecuencia, fuera muy desconfiada y temerosa de su entorno), a la práctica necesitar creer desesperadamente en la gente tras una agresión de este tipo debe de ser una conducta tan común como hacer justo lo contrario y pensar que el mundo es un lugar inseguro y los demás potenciales agresores. Es más, en lo personal he hablado de este tema con supervivientes de abuso sexual en la infancia que se han sentido identificados al comentarles mi tendencia a ver mayormente la parte bondadosa de la gente y obviar el resto, pero también con otros que me han explicado que ellos están en la otra cara de la moneda y suelen temer que el resto del mundo se aproveche de ellos.

De hecho, si analizamos las secuelas más comunes que padecemos los supervivientes de abuso (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2018/08/secuelas-parte-1-en-forogam-el-foro.html), veremos que una de ellas es la confianza indescriminada o, en el otro extremo del polo, el miedo a confiar en los demás. Son dos caras de la misma secuela. Y creo que yo he pasado muchos años situada en la primera, como un refugio o una burbuja que me protegía del miedo, y me he resistido a salir de ella hasta que ha sido demasiado evidente para mí que ese mecanismo de defensa, en la actualidad, no me servía de nada.

De alguna forma creo que he vivido entre un temor muy soterrado a caer en relaciones insanas, y el convencimiento de que las personas de las que yo me encariñaba eran encantadoras e incapaces de hacer daño.  Y ese optimismo se ha mantenido a lo largo de los años, incluso después de llevarme desengaños personales.

Es curioso como la mente puede aferrarse a creencias que, cuando eres consciente de ellas, comprendes que estaban totalmente equivocadas, y sin embargo, ¿Qué habríamos hecho sin ellas en determinadas etapas límite de nuestra vida? ¿Qué habría hecho yo durante mi infancia si, en lugar de autoconvencerme de que la inmensa mayoría de personas son altruistas, llanas y sin dobleces, hubiera crecido pensando que estaba en peligro de volver a ser agredida de forma brutal? ¿Y cómo habría podido convivir con el terror en mi etapa adolescente y adulta si no hubiera encontrado la manera de adaptar ese mecanismo de defensa para continuar pensando que, a pesar de los hechos, yo podía sentirme a salvo?

Seguramente me habría tenido que enfrentar a una realidad más agria de la que yo creía habitar, a una edad en la que mis secuelas de superviviente ASI no me habrían permitido salir más o menos ilesa de la experiencia. Estoy segura de que yo, que entonces no tenía tanta seguridad en mis recursos como ahora (y eso que aún me queda camino por hacer), habría sentido que se abría el suelo bajo mis pies y me tragaba.

En resumen, lo cierto es que tanto personas ASI como no ASI tenemos mecanismos de defensa causados por el miedo de nuestra mente a caer -o recaer- en peligros reales o imaginarios del pasado. Y algunos de ellos interfieren en las relaciones que establecemos con nuestro entorno, ya sea porque llevan a la persona a confiar indiscriminadamente en sus seres queridos de forma que acaba cayendo en aquello que quería evitar, como porque le impide entregar su confianza a nadie y la lleva a vivir en un continuo estado de alerta, como porque provoca no solo que agreda psicológicamente con actitudes nocivas a las personas con quienes se relaciona, sino que se crea con derecho a hacerlo. 

Cierto, personas así existen, para su propia desgracia, y en el fondo siempre he tenido pánico a encontrarlas. Pero al final la verdad es que me he cruzado con ellas y he sobrevivido más o menos bien a la situación. Y me ha tocado hacerme cargo de mí misma, aprender a detectar cuando algo no iba bien, poner límites, distancia, sanar lo que hubiera que sanar y aprender a no quedarme en espacios, personas o situaciones que en lugar de enriquecerme me empequeñecen. 

En eso estoy, educando a mi mente para que entienda que no soy de cristal, sino que puedo mantener el tipo ante el desencanto, y que a pesar de los daños, como siempre, voy a sobrevivir. Y que ese es el motivo por el que ya no necesito los mecanismos de defensa de mi infancia.