viernes, 28 de agosto de 2020

DEJA DE HACERTE LA VÍCTIMA

 

He oído bastante a lo largo de mi vida la expresión «hacerse la víctima», y en la mayoría de ocasiones admito que me ha tocado la fibra sensible e incluso me ha provocado un poco de indignación. Quizás porque una de las primeras veces que la escuché de manera abierta fue en el contexto del bullying que viví en la adolescencia, y, efectivamente, iba dirigida a mí.

En aquellos años (inicios de la primera década de los 2000) no había tanta consciencia sobre el acoso escolar como ahora, puesto que la tragedia que ayudó en mi país a sensibilizar a la sociedad sobre este tipo de maltrato entre iguales –el triste suicidio de Jokin Ceberio- tuvo lugar en 2004; así que cuando empecé a pedir ayuda al profesorado y a la dirección del instituto para evitar que siguiera sucediendo, entre mis compañeros empezaron a surgir comentarios de los que yo era el blanco, a veces interpelándome de forma directa, y otras hablándole a condiscípulos que yo tenía cerca, pero siempre dejaban claro que iban dirigidos a mí, como por ejemplo “Espero que ahora no vayas a quejarte de lo que te hemos hecho, como tú vas de víctima…”, “Ten cuidado con lo que le dices a *******, háblale como a una marquesa, que si no se lo contará a la directora, esta  es una chivata y va mucho de víctima” o “A ti te encanta llorar”.

Recuerdo que por entonces no lograba entender cómo podían decir eso las mismas personas que participaban en el bullying hacia mí, o compañeros/as que no me acosaban pero que sabían que otros lo hacían. No es que fuera algo generalizado, pero sin embargo sí pasó varias veces. Como decía antes, creo que sencillamente era falta de sensibilidad ante el tema, pero para mí esas palabras eran injustas, puesto que en el fondo yo sabía que tenía motivos para defenderme y pedir ayuda. No obstante, recuerdo que en una ocasión respondí a las acusaciones sobre estar victimizándome con la siguiente frase: “no, no me hago la víctima, es que lo soy, soy víctima del acoso que me hacéis.” ¿Qué pasó? Que automáticamente me sentí culpable por definirme con ese sustantivo, como si por hacerlo estuviera llamando la atención o creyéndome una pobrecita. En resumen, me sentí culpable por victimizarme, justo como ellos decían.

A esto hay que sumarle una cosa: en una entrada anterior ya conté que cuando estaba en primaria, con unos 6 años, tenía un comportamiento muy rebelde, escapándome de clase, negándome a volver al aula después del recreo, haciendo oídos sordos a lo que me decían los adultos y, en ocasiones, propinando algún manotazo o empujón cuando tenía alguna desavenencia con otro niño. Fue una etapa que yo sitúo a la par o poco más tarde de sufrir los abusos sexuales (creo que la primera vez fue entre los 5 y los 6 años más o menos), y que a veces ocurre: cuando un menor padece ASI puede desarrollar comportamientos de agresividad o de desafío a la autoridad como una manera de (mal) canalizar la ira que siente.

El tema es que a mí esas actitudes me duraron unos pocos meses, sin embargo, aunque la mayoría de profesoras que tuve olvidaron lo sucedido a medida que fui corrigiéndome, hubo un par de maestras que durante toda la primaria me colgaron la etiqueta de “niña conflictiva que busca llamar la atención”, y sobre todo una de ellas se dejaba llevar frecuentemente por ese prejuicio: si yo le decía que me dolía una parte del cuerpo o tenía cualquier problema automáticamente daba por hecho que estaba mintiendo para que me hicieran caso, y así lo expresaba. Creo que de alguna manera esa docente acabó regando la semilla que había colocado mi agresor dentro de mí (la de la fragilidad), y cuando los compañeros que me acosaban en el instituto empezaron a repetir que yo iba de víctima por defenderme de sus ataques, esa semilla comenzó a florecer, y a día de hoy su fruto aún no se ha marchitado.

Creo que esta es la razón de que me indigne cuando oigo decir a alguien que los supervivientes de abusos sexuales en la infancia, o las mujeres que han vivido violencia de género, o quienes han padecido maltrato familiar… nos hacemos las víctimas cuando contamos los efectos que esas vejaciones han dejado en nosotros. Porque del mismo modo que quienes han sufrido, por ejemplo, un cáncer o un ictus y cuentan las consecuencias que esas dolencias físicas han dejado en su vida no se están victimizando (ni creo que acostumbren a recibir tales acusaciones, aunque si alguien que haya tenido esa experiencia piensa lo contrario le agradeceré que me corrija), quienes hemos sido objetos de algún tipo de maltrato, tampoco.

Admito que cuando alguien es blanco de una o más situaciones violentas y/o traumáticas puede que con el el tiempo adopte un rol victimista, asumiendo una actitud de “pobre de mí” cada vez que tiene un conflicto con alguien o algo no le sale bien. He de reconocer que lo he visto, y que conozco a algunas personas que si discuten contigo seguro que de forma automática te echarán toda la culpa de la situación, la tengas o no, y cuando cuenten los hechos lo harán desde una óptica tan particular que te quedarás de piedra al comprobar esa forma autoindulgente que tiene de ver lo sucedido. Algunas de ellas lo hacen de forma patológica, mientras que otras caen en victimizarse solo de vez en cuando.

Pero una cosa son las personas que tienden a asumir el rol de víctima con cierta frecuencia (lo sean o no) o que se regodean en ese papel, y otra muy diferente las que hemos vivido una situación de abuso y decimos contar las secuelas que ha dejado en nosotras como parte de su sanación. Eso no tiene nada de insano, siempre que no basemos nuestra vida única y exclusivamente en rememorar los abusos, puesto que los malos tratos (sexuales, psicológicos, emocionales, físicos…) dejan un poso que los supervivientes podemos minimizar con trabajo interno, incluso aprender a vivir con él, pero que la mayoría de veces no se va del todo.

Por supuesto que podemos sentirnos felices gran parte del tiempo y disfrutar de lo que tenemos, pero es probable que de vez en cuando tengamos que volver a echar un pulso con nuestro trauma. De la misma manera que alguien que tiene un dolor físico crónico puede hacer su vida sin grandes dificultades, pero en algún momento es probable que ese mal sí le impida realizar sus quehaceres cotidianos o incluso levantarse de la cama. Y no se estará victimizando por decir que le duele o por pedir que uno o varios oídos la escuchen cuando necesita desahogarse, igual que verbalizar el desgarro que te produjo un trauma no implica creerte una pobre víctima desvalida. Porque haber sido víctima de algo y asumirlo no quiere decir ir llorando por las esquinas mientras se nada en el mar de la autocompasión perpetua. 

Es complicado, ya que en mi opinión muchas personas relacionan ser o haber sido víctima de maltrato con vulnerabilidad, y ésta no está aceptada socialmente. Parece que tenemos que ser capaces de sobreponernos a todo para demostrar nuestro sentido de la supervivencia. Pero como me dijo una vez una mujer muy inteligente –también víctima de abusos en su infancia-, las personas tenemos días de porquería y periodos de porquería, y tenemos derecho a sentir las emociones que nos producen sin juzgarnos por ello. Y, añado yo, también a expresarlas, sean o no fruto de un trauma que algunos creen que debimos superar del todo hace tiempo. Y no nos estamos victimizando por ello, puesto que el dolor, como la felicidad, existe.