He
oído bastante a lo largo de mi vida la expresión «hacerse la
víctima», y en la mayoría de
ocasiones admito que me ha tocado la fibra sensible e incluso me ha provocado
un poco de indignación. Quizás porque una de las primeras veces que la escuché de manera abierta fue en el contexto del bullying que
viví en la adolescencia, y, efectivamente, iba dirigida a mí.
En aquellos años (inicios de la primera década de los 2000)
no había tanta consciencia sobre el acoso escolar como ahora, puesto que la
tragedia que ayudó en mi país a sensibilizar a la sociedad sobre este tipo de
maltrato entre iguales –el triste suicidio de Jokin Ceberio- tuvo lugar en
2004; así que cuando empecé a pedir ayuda al profesorado y a la dirección del
instituto para evitar que siguiera sucediendo, entre mis compañeros empezaron a
surgir comentarios de los que yo era el blanco, a veces interpelándome de forma
directa, y otras hablándole a condiscípulos que yo tenía cerca, pero siempre
dejaban claro que iban dirigidos a mí, como por ejemplo “Espero que ahora no vayas a quejarte de lo que te hemos hecho, como tú
vas de víctima…”, “Ten cuidado con lo
que le dices a *******, háblale como a una marquesa, que si no se lo contará a
la directora, esta es una chivata y va
mucho de víctima” o “A ti te encanta llorar”.
Recuerdo que por entonces no lograba entender
cómo podían decir eso las mismas personas que participaban en el bullying hacia mí, o compañeros/as que
no me acosaban pero que sabían que otros lo hacían. No es que fuera algo
generalizado, pero sin embargo sí pasó varias veces. Como decía antes, creo que
sencillamente era falta de sensibilidad ante el tema, pero para mí esas
palabras eran injustas, puesto que en el fondo yo sabía que tenía motivos para
defenderme y pedir ayuda. No obstante, recuerdo que en una ocasión respondí a
las acusaciones sobre estar victimizándome con la siguiente frase: “no, no me hago la víctima, es que lo soy,
soy víctima del acoso que me hacéis.” ¿Qué pasó? Que automáticamente me
sentí culpable por definirme con ese sustantivo, como si por hacerlo estuviera
llamando la atención o creyéndome una pobrecita. En resumen, me sentí culpable
por victimizarme, justo como ellos decían.
A esto hay que sumarle una cosa: en una entrada
anterior ya conté que cuando estaba en primaria, con unos 6 años, tenía un
comportamiento muy rebelde, escapándome de clase, negándome a volver al aula
después del recreo, haciendo oídos sordos a lo que me decían los adultos y, en
ocasiones, propinando algún manotazo o empujón cuando tenía alguna desavenencia
con otro niño. Fue una etapa que yo sitúo a la par o poco más tarde de sufrir
los abusos sexuales (creo que la primera vez fue entre los 5 y los 6 años más o
menos), y que a veces ocurre: cuando un menor padece ASI puede desarrollar
comportamientos de agresividad o de desafío a la autoridad como una manera de (mal)
canalizar la ira que siente.
El tema es que a mí esas actitudes me duraron unos
pocos meses, sin embargo, aunque la mayoría de profesoras que tuve olvidaron lo
sucedido a medida que fui corrigiéndome, hubo un par de maestras que durante
toda la primaria me colgaron la etiqueta de “niña conflictiva que busca llamar
la atención”, y sobre todo una de ellas se dejaba llevar frecuentemente por ese prejuicio: si
yo le decía que me dolía una parte del cuerpo o tenía cualquier problema automáticamente daba
por hecho que estaba mintiendo para que me hicieran caso, y así lo expresaba.
Creo que de alguna manera esa docente acabó regando la semilla que había
colocado mi agresor dentro de mí (la de la fragilidad), y cuando los compañeros que me acosaban en el
instituto empezaron a repetir que yo iba de víctima por defenderme de sus
ataques, esa semilla comenzó a florecer, y a día de hoy su fruto aún no se ha
marchitado.
Creo que esta es la razón de que me indigne
cuando oigo decir a alguien que los supervivientes de abusos sexuales en la
infancia, o las mujeres que han vivido violencia de género, o quienes han
padecido maltrato familiar… nos hacemos las víctimas cuando contamos los
efectos que esas vejaciones han dejado en nosotros. Porque del mismo modo que
quienes han sufrido, por ejemplo, un cáncer o un ictus y cuentan las
consecuencias que esas dolencias físicas han dejado en su vida no se están
victimizando (ni creo que acostumbren a recibir tales acusaciones, aunque si
alguien que haya tenido esa experiencia piensa lo contrario le agradeceré que
me corrija), quienes hemos sido objetos de algún tipo de maltrato, tampoco.
Admito que cuando alguien es blanco de una o más situaciones violentas y/o traumáticas puede que con el el tiempo adopte un rol victimista, asumiendo una actitud de “pobre de mí” cada vez que tiene un conflicto con alguien o algo no le sale bien. He de reconocer que lo he visto, y que conozco a algunas personas que si discuten contigo seguro que de forma automática te echarán toda la culpa de la situación, la tengas o no, y cuando cuenten los hechos lo harán desde una óptica tan particular que te quedarás de piedra al comprobar esa forma autoindulgente que tiene de ver lo sucedido. Algunas de ellas lo hacen de forma patológica, mientras que otras caen en victimizarse solo de vez en cuando.
Pero una cosa son las personas que tienden a
asumir el rol de víctima con cierta frecuencia (lo sean o no) o que se regodean
en ese papel, y otra muy diferente las que hemos vivido una situación de abuso y
decimos contar las secuelas que ha dejado en nosotras como parte de su sanación. Eso
no tiene nada de insano, siempre que no basemos nuestra vida única y exclusivamente en
rememorar los abusos, puesto que los malos tratos (sexuales, psicológicos,
emocionales, físicos…) dejan un poso que los supervivientes podemos minimizar
con trabajo interno, incluso aprender a vivir con él, pero que la mayoría de
veces no se va del todo.
Por supuesto que podemos sentirnos felices gran
parte del tiempo y disfrutar de lo que tenemos, pero es probable que de vez en
cuando tengamos que volver a echar un pulso con nuestro trauma. De la misma
manera que alguien que tiene un dolor físico crónico puede hacer su vida sin
grandes dificultades, pero en algún momento es probable que ese mal sí le impida
realizar sus quehaceres cotidianos o incluso levantarse de la cama. Y no se estará
victimizando por decir que le duele o por pedir que uno o varios oídos la escuchen
cuando necesita desahogarse, igual que verbalizar el desgarro que te produjo un trauma no implica creerte una pobre víctima desvalida. Porque haber sido víctima de algo y asumirlo no quiere decir ir llorando por las esquinas mientras se nada en el mar de la autocompasión perpetua.
Es complicado, ya que en mi opinión muchas
personas relacionan ser o haber sido víctima de maltrato con vulnerabilidad, y
ésta no está aceptada socialmente. Parece que tenemos que ser capaces de sobreponernos
a todo para demostrar nuestro sentido de la supervivencia. Pero como me dijo
una vez una mujer muy inteligente –también víctima de abusos en su infancia-,
las personas tenemos días de porquería y periodos de porquería, y tenemos derecho
a sentir las emociones que nos producen sin juzgarnos por ello. Y, añado yo, también
a expresarlas, sean o no fruto de un trauma que algunos creen que debimos
superar del todo hace tiempo. Y no nos estamos victimizando por ello, puesto
que el dolor, como la felicidad, existe.