martes, 8 de enero de 2019

LOS SUPERVIVIENTES Y EL SEXO II (No es tu culpa)



En la entrada anterior he hecho una introducción sobre lo complicado que puede ser para una persona que ha sufrido abusos en la infancia mantener una vida sexual satisfactoria de adulto. En esta otra me gustaría explicar como esa situación puede hacernos vulnerables a nuevas experiencias tortuosas en el terreno sexual. 

He explicado ya que con veintiún años decidí dejar de lado mis miedos respecto a ese ámbito y empezar a relacionarme de manera íntima con hombres. Como estaba convencida de que iba a ser extremadamente difícil para mí encontrar a una persona que quisiera acostarse conmigo de forma voluntaria -me veía como un engendro-, decidí moverme en círculos donde la gente acudía precisamente a tener sexo por decisión propia. Busqué información sobre locales de intercambio de parejas (donde, en contra de lo que mucha gente cree, se puede ir solo/a) y me dejé caer por varios, pensando que al menos en esos sitios sí conocería ni que fuese a un individuo dispuesto a mantener relaciones conmigo. Me consideraba muy poco atractiva, incluso tenía la obsesión a veces de que olía mal –sin motivos reales- pero en un local donde las personas acudían a buscar intercambios de fluidos… tenía la esperanza de que no me rechazaran. Y ocurrió que conocí no sólo a uno sino a varios hombres, una parte de ellos respetuosos y la otra no tanto. El problema era mi dificultad para identificar conductas abusivas, ya que en muchas ocasiones tendía a minimizar y a responsabilizarme cuando algo me afectaba negativamente, con lo cual si no estaba cómoda o me sentía vulnerable pensaba que eran "mis tonterías de siempre". Si alguno de esos hombres tenía gestos que no me gustaban yo asumía que se trataba de conductas normales en el terreno sexual, pero que como yo era una tonta y una mojigata me escandalizaba por nimiedades. De esta manera, dando por buenos comportamientos que no lo eran, mis límites quedaban cada vez más desdibujados. 

Creo que durante esa etapa de mi vida perdí un pedazo de mí misma, así como lo perdí durante los abusos. Fueron aproximadamente dos años de sentirme una muñeca, un mueble, un juguete roto sin vida ni voluntad. Pero seguía volviendo al mismo sitio, porque de alguna manera creo que era lo único que conocía a nivel sexual. Aquellas experiencias me conectaban con mis abusos, con la sensación de estar sucia por dejarme hacer cosas que no quería o por no ser capaz de pedirle a la otra parte que parara. Y entonces, como no paró, la culpa era mía. Sin embargo, siempre tenía la esperanza de que la próxima vez saliera bien, de que me sentiría cómoda al 100%, de que sentiría lo mismo que cualquier otra mujer sin traumas sexuales. Yo sólo quería ser normal, tener una vida íntima corriente, no sentirme rota en ese terreno. Y como en algunas ocasiones los hombres con los que estaba me trataban bien y me hacían sentir más o menos a gusto, después de esas experiencias pensaba que la siguiente sería la mejor de todas, mi "happy end" en cuando a las secuelas sexuales que padecía. Pero cuando luego no se daba de esa forma, me sentía no sólo defectuosa como mujer, sino también sucia y culpable. 

Eso sentí, por ejemplo, la primera vez que fui a la cama con un hombre. Recuerdo que él tenía 33 años y yo 21, y también me acuerdo de su nombre y su apellido. Era la segunda vez que lo veía, nos habíamos tomado un par de cafés y luego yo había aceptado liarme con él y su pareja. En el primer encuentro les conté que había tenido una experiencia sexual traumática en el pasado, pero sin especificar, porque creí que así me tratarían mejor en caso de que fuéramos a más. Luego acordamos vernos a la semana siguiente. Llegó el día, quedamos en el mismo local de intercambio donde nos habíamos conocido, tomamos un café sentados en una de las mesas y luego me propusieron entrar en la zona donde estaban las camas para los encuentros íntimos. Empezamos a enrollarnos. La primera vez ya nos habíamos besado, pero yo había tardado bastante en decidirlo, y había dicho que no quería pasar de ahí. La segunda vez no habíamos especificado hasta dónde llegaríamos. Solo que íbamos a volver a encontrarnos. Mientras me enrollaba con él, intentó penetrarme pero justo en ese instante empecé a sufrir de vaginismo. 

Me ha pasado desde muy jovencita: siempre me ha sido imposible usar tampones, por ejemplo. Y aquella vez a mis 21 años cuando ese hombre intentó entrar el dolor fue instantáneo y parecía que no habría forma de que su pene cupiera en mi vagina. Era como si hubiera un muro en la entrada que impidiera el paso de cualquier objeto externo. No me pregunté qué iba a pasar a continuación, no me planteé si él pararía o no hasta que me di cuenta de que no paraba de empujar con su miembro para entrar dentro de mí. Cada vez más fuerte. Fui incapaz de decir qué me pasaba, de hecho yo ni siquiera lo entendía, sólo me daba cuenta de que la penetración le estaba costando horrores, de que yo no estaba lubricada para nada, y de que me hacía mucho daño. Tardó bastante en lograrlo, así de tensa estaba la musculatura de mi vagina. Ante ese impedimento él empujaba con más fuerza y en algún momento yo no pude más y empecé a gritar de dolor. Recuerdo que en esos instantes él no me miraba a la cara, sólo seguía adelante. Su mujer estaba al lado, y no sé qué cara ponía porque no la miré en ningún momento. Mi percepción era que me estaba rompiendo en dos, que no podría caminar siquiera cuando intentase volver a casa. Recuerdo ser un pedazo de carne, un trozo de nada. Estaba como muerta, sin participar en el acto, sin moverme, excepto porque gritaba, me encogía y me quejaba.

Yo sólo quería que se apartara de mí pero me daba pánico pedírselo por dos razones: la primera porque tenía miedo de que no me hiciera caso, de sentirme más utilizada, porque si yo verbalizaba un "no" y no lo respetaba ya no podría pensar que él no se estaba dando cuenta de mi sufrimiento, tendría que aceptar que me estaba violando. Y la segunda, porque él era más fuerte físicamente que yo, y una vez lo tuve encima mío aquello me asustó. Así que mi esperanza era que él se diera cuenta de lo que ocurría y decidiera detenerse: para ello me quejaba, y a ratos, cuando ponía su vista sobre mi rostro, lo miraba a los ojos y exageraba mis gestos de dolor, para que parase. No lo hizo. A pesar de que recuerdo que tuvo dificultades para penetrarme hasta el último segundo, sólo se detuvo cuando estaba a punto de eyacular, que salió de mí, empezó a besarse con su mujer y terminó dentro de ella. Yo pensé que no había captado las señales. Siempre he tendido a pensar bien de la gente cuando me hacían daño. 

Aquello terminó poco antes de que él llegara al orgasmo. Recuerdo el alivio, y recuerdo salir de allí pensando que lo que había pasado era normal: el único problema era que yo estaba “estropeada”. Si no hubiera tenido dificultades para mantener relaciones sexuales todo habría salido bien, así que lo que había pasado era responsabilidad mía. Además, ¿Quién me mandaba irme a la cama con un desconocido más fuerte y corpulento que yo, el cual no me inspiraba la confianza suficiente para sentirme segura si en algún momento yo necesitaba parar? Y en cualquier caso, no dije nada, sólo me quejé. Él no podía ser adivino, seguro que confundió mis gritos de dolor con gemidos de placer. Toda la culpa, una vez más, era mía. 

A veces me siento un poco estúpida cuando recuerdo, por ejemplo, cómo acabé empezando una felación -que no pude terminar- sin desearlo y sintiendo un asco muy profundo, pero sin saber de qué forma evitarlo porque me estaban insistiendo con toda la dulzura del mundo a pesar de que yo había dicho que no, y porque quien me lo pedía me había ayudado a sacarme de encima un rato antes a un hombre muy pesado que se empeñaba en ligar conmigo. O la vez que miré mal a un tipo que me estaba toqueteando en contra de mi voluntad (le había dicho explícitamente que no quería, hasta que se me abalanzó por sorpresa) y al que de repente, ante su gesto de disconformidad, le sonreí tratando de suavizar mi reacción anterior. No fue la única vez que intenté decir que no con una sonrisa, o excusándome por oponerme, porque si estaba en un sitio donde la gente iba a manosearse no me podía quejar de que me manosearan, si no ¿para qué había ido ahí? En el fondo el hecho de no saber poner límites me convertía en el objetivo perfecto de todo aquel que quisiera aprovecharse de eso. Y en cierta forma yo creía que era lo normal, que me lo merecía. Por eso no sabía reaccionar cuando me veía presionada o cuando se saltaban mis líneas rojas. 

Hace poco tiempo conté algo de esto a un grupo de mujeres que también han sufrido abusos, sean sexuales, físicos o psicológicos. Una de ellas me dijo que odiaba a mis agresores por haberme convertido en la diana perfecta para esas experiencias. Reconozco que me gustó sentir que me comprendía y no me juzgaba, porque para mí aún es difícil explicar por qué me quedé quieta, por qué tenía miedo o cómo es que volvía al mismo sitio semanas después, por qué seguía yendo a un lugar donde sabía que estaría expuesta a situaciones que me dañaban. Y lo estaba no porque allí tuviera más posibilidades de ser agredida que en otro sitio (de hecho la primera vez alguien del local, creo que el dueño, me dijo que si alguien se propasaba pidiera ayuda, que las reglas allí estaban muy claras, y era que cada persona llegaba hasta donde quería), sino porque yo no sabía poner límites a nivel sexual, y por tanto no estaba preparada para tener sexo, contara con 21 años, con 23 o con 35. La verdad es que no recuerdo una sola vez en que disfrutara. En el mejor de los casos no sentía nada, pero seguía yendo allí. En parte el motivo era que quería verme como una mujer “normal” con una vida sexual corriente. Pero creo que en el fondo también me estaba exponiendo adrede, porque era lo único que conocía a nivel sexual: dolor y degradación. 

Sí, era adulta cuando me pasó todo esto. y no, no era consciente de las consecuencias. No tenía las herramientas para defenderme ni para entenderme. Había demasiadas secuelas y una herida abierta dentro de mí que me lo impedían. Por esa razón, si algo estoy trabajando ahora mismo es en intentar comprender es que nada de todo aquello fue mi culpa. No es sencillo: sé que habrá quien me juzgue cuando lea esta entrada. Sé que muchos pensarán que me lo busqué, o que fui un poco ligera de cascos. Que me toca asumir las consecuencias. Que sólo intento llamar la atención, que soy una oportunista (hay quien cree que ahora “está de moda” contar experiencias como la mía), que estoy exagerando o que a lo mejor no me desagradó tanto como digo. Muy bien, que cada persona saque sus conclusiones como quiera o como su educación la deje, pero yo no estoy dispuesta a seguir interiorizando toda esta basura. Porque de lo contrario mi sanación nunca sería completa. Y porque si no hubiera sido abusada antes de mis veinte años, probablemente ahora no estaría aquí frente al ordenador escribiendo esta entrada.

Puedo asegurar que no va a ser sencillo para mí publicarla. Tenga pocos o muchos lectores el sólo hecho de escribir esto en un lugar al que puede acceder cualquiera me da vértigo. Pero me he propuesto hacerlo, me lo he prometido a mí misma. Porque lo necesito y porque me gustaría que esto sirva para entender que muchas veces detrás de una persona adulta que no se defiende ante una experiencia abusiva hay alguien que en algún momento de su infancia o adolescencia sintió que no podía defenderse, o que era un juguete sexual. Y eso marca hasta el punto de quedarse atrapada en esa etiqueta. Cuando piensas que no eres nada, acabas actuando como si no valieras nada. Y de ahí a acabar dentro de un bucle donde te sientes degradada pero del que no puedes salir, sólo hay un paso. Y luego no sabes cómo contarlo, porque crees que te juzgarán, porque te sientes culpable, porque se supone que ya eres una persona adulta pero no sabes decir que “no” y permites que te hagan daño en vez de defenderte. Pero, sobre todo, porque tienes miedo de que nadie entienda (quizás porque tampoco lo entiendes tú misma) que en el momento en que te estaban volviendo a destrozar eras otra vez esa niña perdida que no comprendía por qué alguien que debía cuidarla, o al menos respetarla, le estaba haciendo daño.

2 comentarios:

  1. Wow! Sal de mis recuerdos!!!
    Lo has descrito tal cual me sentía yo.
    Gracias por poner palabras a la experiencia que muchas supervivientes hemos tenido.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti por ser un rayo de luz para los supervivientes ;)

      Eliminar