Una de
las secuelas más habituales que tenemos los supervivientes está vinculada al
sexo. Como
nos estimularon sexualmente a una edad en que el cuerpo y la mente todavía no
están preparados para una experiencia de ese tipo, crecemos y nos hacemos
adultos con una vida sexual distorsionada. Al igual que otras secuelas de los abusos en
la infancia, esta tiene dos polos: o no nos relacionamos íntimamente con nadie
a causa de un profundo rechazo hacia el sexo o llevamos una vida promiscua y en
muchos casos insatisfactoria desde una edad muy temprana.
A lo
largo de mi vida, incluso cuando no recordaba mis propios abusos, he sido
testigo de las dificultades que otros supervivientes han tenido para afrontar
su intimidad. A los catorce años conocí a una compañera en el instituto que había
sufrido abusos por parte de un familiar y que a los quince se dio al sexo
compulsivo, en varias ocasiones con chicos a los que acababa de conocer. En la
misma época tuve una amiga que además de ASI también había sufrido maltrato familiar,
y que cada vez que rompía con un novio a los pocos días comenzaba a salir con
otro al que se entregaba en cuerpo y alma, como si no supiera o no quisiera
estar sola. También se inició en el sexo a una edad temprana y creo que fue
porque se convenció de que el chico con el que perdió la virginidad era el amor
de su vida y que él siempre iba a cuidarla todo lo que no la había protegido su
propia familia. Nada más lejos de la realidad, por cierto.
Posteriormente
he entrado en contacto con supervivientes que en la adolescencia se ponían
rígidas cuando le daban un beso a un chico, otras en cambio practicaban orgías
con dieciocho años, algunos no se relacionaron
sexualmente con nadie (o al menos con personas del mismo género que sus abusadores) hasta los veintitantos porque se veían como adefesios que
nunca podrían despertar interés en nadie, otros llevaron una vida íntima
insatisfactoria durante bastante tiempo por pensar que no podían aspirar a otra cosa, etc. O también los hay que han pasado por periodos de abstinencia sexual muy prolongada
incluso teniendo pareja estable y luego por otros en los que sentían la
necesidad de experimentar placer y luego castigarse por haberlo experimentado.
Existen historias muy variadas y cada superviviente es un mundo, pero prácticamente
todos compartimos que tenemos o hemos tenido problemas sexuales. Esos que nos llevan a avergonzarnos y a sentir que valemos menos que otros seres porque no podemos relacionarnos con normalidad en la cama. Como si padecer secuelas de este tipo después de una agresión sexual en la infancia no fuera también algo perfectamente normal.
En mi
caso concreto, las relaciones íntimas siempre han sido conflictivas. Recuerdo
que de adolescente no veía con buenos ojos que algunas de mis amigas o
compañeras de clase perdieran la virginidad tan pronto. Para mí era algo que
las chicas debíamos conservar hasta por lo menos la mayoría de edad, así como
vigilar mucho a quien se la entregábamos. La promiscuidad (femenina, principalmente)
me parecía peligrosa, la consideraba una actitud que nos hacía perder a las
mujeres el respeto que debíamos inspirar como personas. Por otro lado, estaba
convencida de que si me acostaba con un chico a los quince años sería una puta
y que eso llevaría a otros hombres a no quererme como novia, con toda la razón,
¿Quién querría salir con una mujer marcada por una vida sexual indigna? Sin
duda yo era muy cerrada de mente en relación a la sexualidad femenina, pero
aunque creo que esas creencias seguramente se vieron reforzadas por una
cuestión cultural, pienso que ya en esa etapa mi rechazo hacia el sexo era
provocado por los abusos, pues no crecí en una familia con unas ideas
especialmente puritanas o conservadoras. Aun así, me sentía responsable de ganarme
el respeto de los demás (como si no lo mereciera) a través de –entre otras
cosas- una conducta sexual extremadamente moderada.
Esas
ideas cambiaron un poco en la mitad de mi adolescencia, pero mi rechazo hacia
el sexo continuó durante años. La idea de acostarme con un hombre que no fuera
novio mío me hacía sentir un poco zorra, a pesar de que yo misma rechazaba
tajantemente el uso de esa palabra dirigida a otras mujeres. Sin embargo,
conmigo utilizaba otra vara de medir: el sexo por placer me convertiría en una
mujer sucia. Por otro lado, le tenía miedo. Algo en mí presentía que sería una
experiencia desagradable, y en el fondo sentía que no quería tener relaciones
sexuales con hombres.
Tuve
miedo de mantenerlas hasta los veintiún años, cuando en una sesión con mi psicóloga
de entonces me preguntó por mi experiencia con el sexo. Tras la conversación
con ella sentí que me estaba perdiendo algo, que mis limitaciones me impedían
disfrutar de una parte de mi vida la cual nadie tenía derecho a robarme. En el
fondo creo que quería superarme, pero también pienso que no era mi momento,
porque en aquella etapa yo era un saco de secuelas, y entre ellas estaba la
baja autoestima y la incapacidad de decir “no” cuando me presionaban para hacer
algo que no quería. Ahora veo que en esas circunstancias iniciarme en la
sexualidad podía ser el caldo de cultivo perfecto para nuevos abusos. Sin
embargo, entonces sólo pensaba que yo estaba tarada, rota, estropeada, y que
necesitaba sanarme. De alguna forma me empujé a hacer algo para lo que todavía
no me sentía preparada, como cuando empujas a la piscina a una persona que le
tiene fobia al agua para que la supere. Y reconozco que no era la manera ni el
momento.
Posteriormente, a raíz de lo que viví en esa etapa, pasaría años modificando mi vida para poder huir del sexo, como si éste fuera un peligro del que debía protegerme.
Que valiente eres, a muchos y muchas nos cuesta aún contar, nombrar, asumir. Si es parte de tu proceso de sanación adelante. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Mar :) Poco a poco, cada persona a su ritmo. Hace un par de años yo no habría podido escribir estas entradas. Te deseo toda la fuerza del mundo. Un abrazo y bienvenida a mi blog.
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