La primera vez que conté a
alguien que había padecido abusos en la infancia yo tenía 20 años, y la persona
que me escuchaba era una de mis mejores amigas. Nos conocíamos desde niñas, habíamos ido juntas al instituto, y además había sufrido maltrato
intrafamiliar, por lo que mi confianza en ella estaba garantizada. Lo cierto es
que no me decepcionó, pues fue sensible y empática conmigo, pero al despedirme
de ella tuve la certeza de que no se lo contaría nunca a nadie más, excepto tal
vez a algún terapeuta o a mis padres.
¿El motivo? Entre otras cosas,
me daba miedo quedar estigmatizada a ojos de los demás. Que a partir de
entonces para esas personas yo llevara siempre un cartel en la frente en el
que, luciendo letras escarlatas, se leyera “VÍCTIMA”, con todo lo que eso podía
conllevar, que no era otra cosa, básicamente, que el peligro de que me
considerasen débil, ya fuera para volver a abusar de mí o para tenerme lástima.
Pero no esa lástima que nace
de la compasión y de las ganas de ayudar, sino otro tipo de sentimiento que
empequeñece a quien lo inspira, porque consiste en mirarle como si fuera inferior,
menos capaz de salir adelante y de sobrevivir, o de solucionar sus propios
problemas. Siempre me ha provocado mucho rechazo la idea de generar esa visión
en otras personas, así que he procurado mostrarme fuerte, principalmente ante
quienes conocían hechos de mi vida como el acoso escolar, lo que explico en la entrada "Los supervivientes y el sexo II", o los abusos en la infancia. Tenía miedo de que pensaran que todo me
pasaba a mí, y que, por tanto, eso significaba que yo era o débil o mentirosa
(porque creyeran que me lo estaba inventando).
Hace poco, después de
compartir mi última entrada (“El violador no eres tú”) con una amiga también
superviviente, ésta opinó que me había olvidado de una de las razones por las
que los ASI no hablamos: el temor al estigma social, a ser considerados víctimas.
En su caso, sufrió malos tratos y abusos sexuales intrafamiliares, y violencia
de género siendo ya adulta, cuando una de sus parejas la agredió psicológicamente
y, tras romper ella la relación, también físicamente, de modo que mi amiga
acabó en el hospital. Hoy, ya recuperada de todos los tipos de violencia que ha
vivido, me decía que para ella no es un problema explicar en el trabajo que su
ex pareja la maltrató –cuando pasó tuvo que faltar a la oficina por las
lesiones, y al regresar contó la verdad, así que algunos de sus superiores y
compañeros lo saben-, pero que por contra no ha compartido con ellos que
también vivió abusos sexuales y violencia doméstica siendo niña, porque le da
miedo que piensen que si la han agredido tantas veces debe de ser porque su
temperamento es el de una persona débil, y que por tanto no sería capaz de
asumir responsabilidades laborales (en su trabajo muchas veces tiene que
tomarlas). Me dijo que, para ella, es una forma de protegerse.
Esta conversación me hizo
pensar en aquella época en que yo misma me protegía por miedo a recibir la
etiqueta de víctima, un temor que todavía me asalta hoy día, precisamente porque
he roto la promesa que me hice a mis 20 años, pues al convertirme en activista
contra el ASI he acabado narrando mi propia historia. Sin embargo, si lo
pensamos bien, ese miedo tendría que carecer de sentido: ¿Por qué a una persona
debería asustarle que le coloquen la etiqueta de “víctima”, cuando la única
realmente vergonzosa y denigrante tendría que ser la de “agresor”?
Creo que se debe al concepto
de víctima que tenemos asumido socialmente. Como decía mi amiga, relacionamos a
una persona agredida con alguien vulnerable, que no puede defenderse, que no
sabe solucionar sola los conflictos que se le presentan, el soldado que siempre
cae primero en batalla, y el cordero perfecto para todos los lobos. Alguien, en
definitiva, que no está preparado para sobrevivir, porque su debilidad se lo
impide. Así me he sentido yo durante años: como esos cachorros que, en algunas
especies, son abandonados por sus madres porque nacen enfermos y sin
posibilidades de salir adelante.
¿Es eso cierto? ¿Así somos quienes
una vez sufrimos abusos o maltratos? Yo más bien diría que, en realidad, así
podríamos sentirnos todas las personas en un momento determinado de nuestra
vida si se dieran las circunstancias adecuadas. No creo que haya un solo ser
humano en el mundo que esté libre de convertirse en víctima de violencia, ni
siquiera quienes la ejercen. Y es que una de las características de este tipo
de agresiones es que rara vez se ve venir, primero porque los agresores
acostumbran a disimular muy bien su condición, segundo porque normalmente nadie
crece haciendo cursillos sobre cómo evitar ser víctima de maltrato, y tercero porque
siempre habrá personas en el mundo que tengan más poder, fuerza, capacidad de persuasión,
etc. que nosotros y que puedan utilizar esas herramientas para someternos.
Nadie está libre de convertirse en el saco de boxeo de un tercero, y eso no
significa que prácticamente toda la humanidad sea débil o inútil.
Cada ser humano tiene unos
recursos para defenderse ante las adversidades, poner límites e intentar evitar
que lo dañen, pero es absolutamente imposible, por muy válidos que sean esos
mecanismos, que le sirvan para todas y cada una de las situaciones que enfrente
a lo largo de su vida. Por eso, a medida que crecemos, vamos modificando
algunas de nuestras herramientas psicológicas e incorporando algunas nuevas. Y
es también esa la razón de que, en el camino y dependiendo del contexto,
podamos acabar viviendo situaciones que nos victimicen.
No obstante, hay que tener en
cuenta que para muchas personas que ya han sufrido violencia en la infancia/adolescencia
(sexual, física, psicológica o del tipo que sea) esos recursos de los que
hablábamos para protegerse no sólo no se desarrollan, sino que quedan
bloqueados. Es lo que expliqué hace varios meses en la entrada “Indefensión
aprendida: cuando el sufrimiento se repite (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2019/03/indefension-aprendida-cuando-el.html): una agresión traumática a una edad
temprano puede provocar por un lado –sobre todo cuando no hay apoyo psicológico
o éste no es adecuado- que esa persona normalice la violencia vivida, y por el
otro que adquiera un concepto de sí misma muy pobre: el de un ser vulnerable
que no puede defenderse. Y lo mismo puede ocurrirle a alguien que ha vivido ese
tipo de violencia estando ya en la edad adulta, porque cuando te sientes como
una presa entre las garras de un depredador, es fácil que acabes viéndote como
la gacela más frágil de la selva. Es esa la razón de que, en muchas ocasiones,
una misma persona acabe teniendo a varios maltratadores a lo largo de su vida.
En mi opinión, aunque ser
víctima de violencia no es algo agradable bajo ninguna circunstancia, no deja
de ser una condición más por la que puede pasar el ser humano, y que en
absoluto lo degrada. Tampoco es agradable estar enfermo, pero no acostumbramos
a juzgar como débiles, poco resolutivas o inestables a las personas que padecen
alguna enfermedad, ¿No es cierto? Y aunque hay varias diferencias entre una
situación y la otra, también existen similitudes entre alguien enfermo y
alguien víctima de violencia: en ninguno de los dos casos esa persona ha
deseado o provocado sus circunstancias, en ambas situaciones puede llegar un
punto en que quien lo sufre vea sus defensas tan mermadas que no encuentre
salida o quiera tirar la toalla, y finalmente, necesita apoyo y comprensión. Por
no hablar –aunque esa sea una característica más bien social y no tanto
individual- de que la mayoría de personas no saben cómo acompañar ni a los
enfermos graves ni a las víctimas de situaciones abusivas.
Es cierto que aquellas
problemáticas de tipo psicológico siempre son más complicadas de aceptar en
nuestra sociedad (y a veces para quien las padece) que las físicas. Salvando
las distancias, todavía muchos siguen exigiendo a la gente con
depresión que se levante de la cama y haga algo por “animarse”, o a quienes
padecen ansiedad que dejen de tomarse las cosas tan a pecho y aprendan a
disfrutar de la vida. Algo muy similar ocurre cuando una persona se encuentra
atrapada en un ciclo de violencia del que no sabe cómo salir: no faltará quien
la llame tonta, masoca o débil, quien asegure que “yo en su lugar ya habría
actuado” o “si no hace nada por evitarlo que no se queje, está ahí porque
quiere”. Pero la realidad es que, como decía Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mis
circunstancias”, y nadie sabe qué miedos tiene esa persona o cuán bloqueada se
encuentra para no hallar la manera de salir de donde está.
Pero es que además, esas
afirmaciones no son ciertas: la mayor parte de quien las dice, en el contexto
adecuado, haría algo muy parecido si se viera dentro de un ciclo de violencia:
batallar con ellas mismas mientras intentan buscar la forma de liberarse de su
yugo, tras varios intentos fallidos. Lo creo así porque estoy completamente
segura de quienes hemos sido víctimas no somos personas más pasivas,
pusilánimes o blandengues que la media de la población. He conocido a demasiadas
de ellas que, con el trato cotidiano, me han demostrado que pueden ser tan
resolutivas y perseverantes como las que más. Y a mi juicio es incoherente que,
cuando hablamos de agresores y agredidos, pongamos a los primeros la etiqueta
de fuertes (aunque les añadamos también otras negativas) y a los segundos, de débiles.
Esa dicotomía me parece peligrosa y creo que es una de las razones por la que a
tantas víctimas les da repelús reconocerse como tal.
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