Después
de pasar el verano un poco desvinculada del tema ASI (y de haberlo alargado
hasta principios de otoño, debo admitirlo) hoy me dispongo a retomar el blog.
Antes de nada, aclaro que este tiempo de desconexión alrededor del tema no se
debe a ninguna crisis personal vinculada a los abusos, sino simplemente a que
tras pasar un año entero dándole bastante caña al tema, me apetecía tomarme
unas vacaciones, tanto para descansar un poco como para poder hacer balance de
lo que he conseguido en todo este tiempo. Llevo varios años de recuperación
activa, pero los mayores avances han llegado durante los tres últimos. Hace
poco una amiga me comentaba cómo he cambiado desde 2016 o 2017 hasta aquí, y es
verdad. Pero si esa misma persona me hubiera conocido en 2011 o 2013 habría
alucinado, porque la metamorfosis todavía es más radical.
Recuerdo
que en mi época de instituto y hasta mis veintitantos los demás solían decir
que era muy seria, si bien yo por dentro no me sentía de esa manera, a pesar de
la imagen que transmitía. De hecho, una amiga a la que conocí en verano de 2016
meses más tarde me dijo algo como esto: “Cuando
nos vimos por primera vez pensé que ibas a ser una persona muy seria, de esas a las
que no les gustan las bromas, y ¡Qué va! Si no eres para nada así”. Y estoy
segura de que tanto ella como alguien que me hubiera conocido con 18, 20 o 24
años habría podido añadir a ese adjetivo otros similares a la hora de describirme:
tímida, callada, introvertida, estudiosa, indecisa, complaciente, muy responsable, asustadiza,
solitaria, vergonzosa, insegura… a día de hoy sigo siendo un poco tímida y me
considero responsable en su justa medida (excepto en algunos momentos en que me
exijo demasiado, eso lo tengo que pulir), y más que estudiosa creo que soy
curiosa. Me gusta aprender, pero no dedico tiempo extra a mis estudios para
suplir el que no puedo dedicar a las relaciones sociales, como hacía antes. De
hecho me encanta divertirme, y ya no tengo miedo de conocer gente, socializar y
hablar sobre mí, como en el pasado. Es más, disfruto mucho de las
conversaciones, y creo que siempre ha sido así, sólo que hace unos años evitaba
hablar mucho por miedo a decir estupideces y dar la impresión de ser idiota. A
día de hoy, sin embargo, me siento más libre, más yo misma, y creo que eso se
traduce también en mis metas personales.
He
comentado alguna vez que cuando tuve que decidir lo que quería estudiar opté
por no dedicarme a nada que pudiera influir en la vida de las personas, a causa
del miedo que me daba perjudicar a terceros por no saber hacer bien mi trabajo.
De hecho recuerdo que alrededor de mis 15 años un conocido de mis padres me
preguntó si ya había considerado dedicarme a la medicina, pues creía que podría
gustarme atender a personas enfermas. Mi respuesta fue muy directa y sincera,
aunque la dijera entre risas: “No me
imagino siendo médico, yo mataría a todos mis pacientes en lugar de curarlos”.
Puede sonar a broma, pero en mi interior estaba totalmente convencida de ello.
Ni médico, ni enfermera, ni profesora, ni asistenta social, ni psicóloga… nada
que pudiera tocar las vidas de los demás, porque seguro que las tocaría para
mal. Me consideraba tóxica, no por mis comportamientos, sino porque de algún
modo sentía que había algo sucio dentro de mí, una mancha que se extendería a
todo lo que rozara con los dedos, hasta dañarlo, ¿Y qué culpa tenían de eso las
demás personas? ¿Con qué derecho iba yo a dedicarme a una profesión con la que “sabía”
que haría daño sí o sí?
Sin duda,
mi lugar en el mundo se encontraba en cualquier rincón escondido. Una oficina o
un despacho donde estuviera yo sola, y a poder ser realizando labores no muy
complicadas, las cuales si hacía de forma incorrecta no tuvieran consecuencias
demasiado negativas. Amagada, con la cabeza gacha, sin que se me viera
demasiado. Yo debía ser invisible, me daba pánico destacar. Hasta hace un
par de años, que decidí empezar a correr el telón, salir de detrás de las
bambalinas para situarme en mitad del escenario, frente a todo el mundo, y tímidamente
ver qué puedo aportar al resto del planeta. Muchos meses más tarde no quiero
pecar de inmodesta, pero he de decir que el resultado ha sido mucho más
enriquecedor de lo que podría haber esperado cuando di ese salto.
Siempre
digo que soy una persona afortunada porque, a pesar de todo, tengo razones para
seguir viviendo y, casi todas ellas, tienen que ver con mis posibilidades. La
vida me ha dado guantazos hasta en el carnet de identidad, pero también ha
puesto muchas luces en mi camino para que pudiera salir adelante, así que creo
que el balance es positivo. Pero sobre todo diría que soy
afortunada porque, a mi edad (y no llego a la treintena), he encontrado mi
lugar en el mundo, y no está en un sitio oscuro, triste y sombrío, escondida
para que nadie pueda darse cuenta de lo inútil que soy. Al contrario: creo que mi
lugar es el activismo, la lucha para prevenir que otras personas pasen por lo
mismo que viví yo y, si les ocurre, que puedan sanar lo más pronto posible, que
no pasen décadas escondiéndose, como hice yo y como pretendía seguir haciendo,
conformándome con lo que la vida decidiera darme y convencida de que si no era
feliz pero tampoco infeliz ya podía darme por satisfecha, pues yo no merecía
más. Ahora, por el contrario, comprendo que eso no es así.
Sé que
no será fácil: el enemigo es poderoso, lleva muchos años existiendo, hay
personas dispuestas a hacer todo lo posible para que no deje de existir, y
además mueve dinero en muchas partes del mundo. Pero, como se suele decir, si
logro ayudar a una persona todo el esfuerzo que haga no será en vano, y mi
presentimiento es que, aunque no vaya –vayamos, pues no soy la única que está
en esta lucha- a erradicar los ASI, sin duda llegaremos a muchas más personas,
no solo a una. Y he descubierto que lo que me ayuda a sanar, lo que me hace
vibrar y sentirme viva es trabajar mi historia sabiendo que estoy haciendo algo
para que no se siga repitiendo en terceros, para que lo que estuvo a punto de
hundirme a mí no hunda a otro/a hasta llevarlo/a a la muerte prematura, o a la
muerte en vida. No es un camino de rosas, pero me apetece recorrerlo. Y
mientras, sigo estudiando para en un futuro poder seguir ayudando a otros
supervivientes también de manera profesional desde un despacho, pero no apagado
y discreto como creía, sino lleno de vida y de luz.
Una
vez oí decir que uno raramente se convierte en lo que deseaba ser a los 15
años. En mi caso, por fortuna, creo que me estoy convirtiendo en algo mucho
mejor, y sospecho que, aunque en muchos casos resulta tremendamente difícil debido a nuestras secuelas de culpa, depresión y baja autoestima, en realidad esa es una parte importantísima de nuestra sanación: descubrir las posibilidades que tenemos, encontrar lo que nos hace sentir vivos y en paz, y enfocarnos en
ello, cueste lo que cueste. Porque si algo intuyo es que, tarde más o tarde menos, al final saldré de aquí ganando.
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