Cuando
era adolescente las pocas amigas que tenía comenzaron a emparejarse, y yo,
que desde mi entrada en la pubertad había deseado amar y ser amada, empecé a
presentir que las relaciones personales podían ser algo peligroso, o por lo
menos más peligroso de lo que había supuesto. Y es que muy pronto comencé a
darme cuenta de que gran parte mis amistades y conocidas establecían relaciones donde
no acababan de sentirse libres, o respetadas, o apoyadas o… en definitiva, ellas mismas. Cabe
señalar –y más adelante veréis por qué es importante- que entre algunas de esas personas se encontraban al menos dos supervivientes de abuso sexual infantil, la primera por parte de su
padre y la segunda de su tío.
Yo,
que conocía ese dato pero no recordaba mis propios abusos, jamás relacioné su
condición de ex víctimas con el hecho de que los chicos con quienes se
relacionaban no tuvieran actitudes del todo sanas con mis amigas (y he de decir
que, a veces, ellas con ellos tampoco), pero sí que era consciente
de que en esas relaciones había manipulaciones, chantajes emocionales, intentos
de dominar a la otra parte, mentiras, faltas de respeto frecuentes, agresiones
verbales, exigencias desmesuradas… y empecé a preguntarme si los vínculos
afectivos eran en realidad jugar a una quiniela en la que podías escoger el rol
de dominador o de dominado, lo cual me provocó mucho miedo. Supongo que porque en el fondo sabía que yo no estaba preparada para protegerme a mí misma en un caso así: era incapaz de poner límites y de dejar de asumir culpas ajenas.
A
decir verdad, con los años fui ampliando mi círculo de amistades y conocidos, y
descubrí que no sólo los supervivientes ASI podíamos caer en relaciones de ese
tipo, pues muchas personas que en teoría no habían sufrido abusos también
vivían la misma situación. Sin embargo, tal como explico en esta entrada (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2019/03/indefension-aprendida-cuando-el.html) a
los supervivientes ASI, durante los abusos, nos enseñaron por un lado que no
teníamos la capacidad de poner límites, y por el otro nos crearon una serie de
inseguridades que minaron nuestra autoestima hasta hacernos sentir que no
éramos dignos de respeto, cariño ni consideración.
Como consecuencia, cuando de mayores nos
topamos con personas que nos tratan de forma dañina no sabemos identificarlo, o
si lo hacemos acabamos disculpándolas porque “yo lo he provocado”, “ha sufrido
mucho y por eso actúa así”, “en el fondo es buena persona y me quiere”, “seguro
que estoy exagerando, ¡Soy un ser tan dramático e idiota”… y cualquier
otro frase parecida que se os pueda ocurrir para justificar a quien, en el
fondo, no hace otra cosa que saltarse nuestros límites, esos que no hemos
podido poner porque no los sabemos identificar.
Sin
embargo no solamente las personas con indefensión
aprendida hemos caído en este tipo de vínculos. Somos más susceptibles por carecer de las herramientas para defendernos si ocurre, pero no es un requisito imprescindible para padecerlo: no haber aprendido nunca a identificar las señales de alerta o considerar como positivas/normales -por haberlas presenciado durante las primeras etapas de la vida- conductas tóxicas, también pueden considerarse factores de riesgo.
No obstante y yendo más allá, en algunas ocasiones ocurre que aquellos que tienen secuelas emocionales típicas de ASI/maltrato como la baja autoestima, el miedo a la soledad, la sensación de no merecer la felicidad, problemas relacionales, una pésima autoimagen, etc. no son (o no sólo son) quienes padecen actitudes manipuladoras de otra persona, sino que también pueden generar vínculos nocivos con su entorno como consecuencia de sus propias actitudes dañinas. Y no hablo solamente de las relaciones de pareja, sino de cualquier vínculo afectivo, como puede serlo uno familiar, laboral o de amistad.
No obstante y yendo más allá, en algunas ocasiones ocurre que aquellos que tienen secuelas emocionales típicas de ASI/maltrato como la baja autoestima, el miedo a la soledad, la sensación de no merecer la felicidad, problemas relacionales, una pésima autoimagen, etc. no son (o no sólo son) quienes padecen actitudes manipuladoras de otra persona, sino que también pueden generar vínculos nocivos con su entorno como consecuencia de sus propias actitudes dañinas. Y no hablo solamente de las relaciones de pareja, sino de cualquier vínculo afectivo, como puede serlo uno familiar, laboral o de amistad.
Durante
más o menos la última década he tenido oportunidad de conocer a muchas personas
que arrastraban inseguridades y carencias emocionales, y aunque la gran mayoría crea lazos positivos con su entorno, en algunas de ellas he podido comprobar
actitudes de manipulación, dependencia o agresiones psicológicas. Normalmente
para conseguir aprecio o que los demás se hicieran cargo por ellas de
resolver sus secuelas y llenar sus graves carencias afectivas. Algo parecido a "Si me quieres, me tienes que salvar", como si de un cuento de hadas se tratase, y con el chantaje emocional que supone esa demanda. En otras
ocasiones, simplemente intentaban salirse con la suya, quizás dando por hecho que haber sufrido mucho durante parte de su existencia implicaba que tenían derecho
a obtener de la vida todo aquello que desearan “Ya lo ha pasado suficientemente mal, ahora merezco ser feliz”. Y
nadie dice lo contrario, pero claro, no puede ser a costa de poner sus deseos y
necesidades por delante de las de los demás, ni atacando a quienes no son
responsables de sus cicatrices, por mucho miedo que tengan a volver a sentirse heridas o traicionadas.
Sin
embargo, para mí, que de niña aprendí a ver el mundo como un lugar
seguro en el que la mayoría de sus habitantes eran “personas buenas” (lo cual significaba que
eran puras y totalmente de fiar), este descubrimiento ha sido difícil de asimilar. Ha
supuesto que mis esquemas, mi escudo protector, se rompiera. Y aunque, como ya
he comentado al principio de este texto, desde adolescente empecé a intuir las relaciones
afectivas como peligrosamente problemáticas, creo que en el
fondo siempre quise creer que ese riesgo jamás me alcanzaría. Que, por algún
motivo ilógico, yo sabría protegerme de ese tipo de
vínculos. Lo único que tenía que hacer era no equivocarme nunca, ser sensata, no
meter la pata...
Creo
que ese, de algún modo, fue uno de los mayores mecanismos de defensa que tuve
de pequeña, después de los abusos: convencerme de que lo que me había ocurrido era
un hecho aislado, infrecuente, que no me volvería a pasar. Y para eso
necesitaba confiar en la bondad del ser humano. Pienso que aunque pueda parecer
curioso (porque tal vez de un/a superviviente de ASI esperaríamos que, como consecuencia,
fuera muy desconfiada y temerosa de su entorno), a la práctica necesitar creer desesperadamente en la gente tras una agresión de este tipo debe de
ser una conducta tan común como hacer justo lo contrario y pensar que el mundo
es un lugar inseguro y los demás potenciales agresores. Es más, en lo personal he hablado de este tema con supervivientes de abuso sexual en la infancia que se han sentido identificados al comentarles mi tendencia a ver mayormente la parte bondadosa de la gente y obviar el resto, pero también con otros que me han explicado que ellos están en la otra cara de la moneda y suelen temer que el resto del mundo se aproveche de ellos.
De
hecho, si analizamos las secuelas más comunes que padecemos los supervivientes
de abuso (https://towandaninaquesobrevivio.blogspot.com/2018/08/secuelas-parte-1-en-forogam-el-foro.html), veremos que una de ellas es la confianza indescriminada o, en el
otro extremo del polo, el miedo a confiar en los demás. Son dos caras de la
misma secuela. Y creo que yo he pasado muchos años situada en la primera, como
un refugio o una burbuja que me protegía del miedo, y me he
resistido a salir de ella hasta que ha sido demasiado evidente para mí que ese
mecanismo de defensa, en la actualidad, no me servía de nada.
De
alguna forma creo que he vivido entre un temor muy soterrado a caer en relaciones
insanas, y el convencimiento de que las personas de las que yo me encariñaba
eran encantadoras e incapaces de hacer daño. Y
ese optimismo se ha mantenido a lo largo de los años, incluso después de
llevarme desengaños personales.
Es
curioso como la mente puede aferrarse a creencias que, cuando eres
consciente de ellas, comprendes que estaban totalmente equivocadas, y sin
embargo, ¿Qué habríamos hecho sin ellas en determinadas etapas límite de
nuestra vida? ¿Qué habría hecho yo durante mi infancia si, en lugar de
autoconvencerme de que la inmensa mayoría de personas son altruistas, llanas y
sin dobleces, hubiera crecido pensando que estaba en peligro de volver a ser
agredida de forma brutal? ¿Y cómo habría podido convivir con el terror en mi etapa adolescente y
adulta si no hubiera encontrado la manera de adaptar ese mecanismo de defensa para
continuar pensando que, a pesar de los hechos, yo podía sentirme a salvo?
Seguramente
me habría tenido que enfrentar a una realidad más agria de la que yo creía
habitar, a una edad en la que mis secuelas de superviviente ASI no me habrían
permitido salir más o menos ilesa de la experiencia. Estoy segura de que yo,
que entonces no tenía tanta seguridad en mis recursos como ahora (y eso que aún
me queda camino por hacer), habría sentido que se abría el suelo bajo mis pies
y me tragaba.
En
resumen, lo cierto es que tanto personas ASI como no ASI tenemos mecanismos de
defensa causados por el miedo de nuestra mente a caer -o recaer- en peligros
reales o imaginarios del pasado. Y algunos de ellos interfieren en las
relaciones que establecemos con nuestro entorno, ya sea porque llevan a la
persona a confiar indiscriminadamente en sus seres queridos de forma que acaba cayendo
en aquello que quería evitar, como porque le impide entregar su confianza a
nadie y la lleva a vivir en un continuo estado de alerta, como porque provoca no solo que agreda psicológicamente con actitudes nocivas a las personas
con quienes se relaciona, sino que se crea con derecho a hacerlo.
Cierto, personas así existen, para su propia desgracia, y en el fondo siempre he tenido pánico a encontrarlas. Pero al final la verdad es que me he cruzado con ellas y he sobrevivido más o menos bien a la situación. Y me ha tocado hacerme cargo de mí misma, aprender a detectar cuando algo no iba bien, poner límites, distancia, sanar lo que hubiera que sanar y aprender a no quedarme en espacios, personas o situaciones que en lugar de enriquecerme me empequeñecen.
En eso estoy, educando a mi mente para que entienda que no soy de cristal, sino que puedo mantener el tipo ante el desencanto, y que a pesar de los daños, como siempre, voy a sobrevivir. Y que ese es el motivo por el que ya no necesito los mecanismos de defensa de mi infancia.
En eso estoy, educando a mi mente para que entienda que no soy de cristal, sino que puedo mantener el tipo ante el desencanto, y que a pesar de los daños, como siempre, voy a sobrevivir. Y que ese es el motivo por el que ya no necesito los mecanismos de defensa de mi infancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario